El mapa de la imaginación | Por Irene Vallejo

El atlas de Pandora

Aunque fue atacada con saña y destruida sin rastro, la Gran Biblioteca de Alejandría dejó un legado real tan brillante como su leyenda.

La Biblioteca de Alejandría, como cualquier otra, necesitaba del respaldo del público para sobrevivir. (Ilustración: Román)
Ciudad de México /

Un joven rey conquistó el milenario Egipto y decidió fundar una ciudad nueva en el delta del Nilo, allí donde se rozan la inmensidad del mar y del desierto. Su nombre era Alejandro y, en un despliegue de vanidad cartográfica, llamó a su ciudad Alejandría. El general veinteañero abrigaba por entonces el discreto propósito de conquistar y unificar el mundo. Pese a sus fulgurantes victorias, fracasó en el intento: murió con 33 años de unas fiebres que pusieron fin a una vida febril. Sería uno de sus generales, Ptolomeo, convertido en el nuevo faraón egipcio, quien fundaría a finales del siglo III antes de Cristo en la Alejandría helenística el enclave que hizo realidad el sueño universal de Alejandro: la biblioteca más ambiciosa jamás conocida. Nacía con el propósito de reunir todos los libros del mundo, sin lagunas ni ausencias. Aspiraba a ser el mapa completo de las ideas, el saber, la poesía, la fe y las ficciones: la cartografía definitiva de nuestra imaginación. Al fin y al cabo, congregar todos los libros existentes era otra forma —simbólica, mental, pacífica— de poseer el mundo.

La dinastía de los ptolomeos no escatimó medios: enviaron a sus agentes a los cuatro puntos cardinales en busca de libros; pidieron a sus colegas de trono en otros reinos que les enviasen las obras de sus escritores, científicos y médicos; encargaron traducciones al griego de textos hebreos, indios, persas y africanos; ordenaron registrar cada barco que llegaba a puerto y requisar los libros que allí encontrasen. Nutrieron los fondos de su rutilante biblioteca con inmenso gasto, pero también con el fruto de expolios y atropellos incontables. Reclutaron un grupo de laboriosos bibliotecarios, sabios griegos preocupados por la conservación de ese tesoro de palabras, inventores de la filología. Al abrigo de la Biblioteca, se gestó un centro de investigación —el Museo— que atrajo a las mejores mentes de la época: Arquímedes, Euclides, Aristarco, Eratóstenes, Apolonio, entre otros. La Gran Biblioteca quedó reservada a los estudiosos, pero su filial, el Serapeo, abría sus puertas a ciudadanos y extranjeros.

Tras una larga época dorada, la Biblioteca entró en decadencia. Tumultos, incendios y saqueos fueron las razones más visibles y dramáticas de su destrucción, junto a las agresiones de sucesivos fanáticos religiosos. Pero década a década, siglo a siglo, una erosión sigilosa causó daños aún más graves a la colección: la desidia de los emperadores romanos que, tras anexionarse Egipto, se desentendieron de la deslumbrante joya de los ptolomeos. Las bibliotecas son frágiles espacios de cultura y descubrimiento, y sólo respiran con la brisa a favor del apoyo público. La indiferencia de los gobernantes y los arrebatos de violencia destructora aniquilaron el antiguo sueño alejandrino de custodiar las palabras valiosas. Pero no todo fue ruina: la Gran Biblioteca bombeó libros y conocimiento durante siglos, construyendo los cimientos de nuevas sociedades cosmopolitas, traductoras y memoriosas. Aunque fue atacada con saña y destruida sin rastro, dejó un legado real tan brillante como su leyenda.


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© Irene Vallejo.

AQ

  • Irene Vallejo
  • Irene Vallejo Moreu es filóloga y escritora española.​ Por su libro El infinito en un junco​ recibió el Premio Nacional de Ensayo 2020 y el Premio Aragón 2021.​ Publica su columna Los Atltas de Pandora.

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