Villamelón del cine, soy de esos que prefieren los servicios de internet que las salas de los estrenos, simplemente porque uno se vuelve dueño de la dosificación, con el control remoto, hasta esta semana vi Pawn Shop Chronicles (2013). La crítica de cine me queda lejos y grande, pero sé que le fue remal entre expertos. No importa, la disfruté y ya. Pero una de las historias entreveradas me indujo un extraño estado de ánimo: entre los artículos en venta de una tienda de empeño, un tipo (Matt Dillon) halla el anillo de bodas de la que fue su esposa, desaparecida sin dejar rastro. Decide buscarla, deja todo, incluso a su reciente y segunda esposa, para rastrear a la primera. Termina en una granja en donde un sujeto repugnante (Elijah Wood, ese actor de cuerpo frágil y rostro bondadoso) tiene una docena de mujeres secuestradas, desnudas, expuestas al frío, mugrientas, en jaulas apiladas como pirámide en un granero. Su ex esposa ocupa la jaula de hasta arriba. Por supuesto, el apuesto ex marido, Matt Dillon, rompe los candados, libera a las cautivas y se lleva a su mujer. Por el camino, él intenta regresarla de un azoro mudo; le habla con cariño, buscando revivir la memoria que parece borrada por las vejaciones. Ella, muda todo el trayecto, hasta que él le dice que la ha rescatado, y ella estalla, lo golpea mientras le grita: “¡Yo era la número uno!”
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No es la primera vez que me topo con esa inquietud. Recuerdo un cuento de D. H. Lawrence, “None of that”, que forma parte del libro The Woman Who Rode Away. Es uno de mis cuentos favoritos y, al mismo tiempo, quizá uno de los menos logrados de Lawrence. Imagino que no supo qué hacer con la historia que tenía entre manos. Ethel Cane, una mujer madura, rica, suficiente, preparada y dueña de sí, se halla en México; sus amigos la convencen de que los acompañe a los toros, pese a que la pura idea de las corridas le chocaba. La asquearon el paseíllo, las vestimentas, la lidia y sobre todo el torero, con su estúpida vulgaridad y sus presuntuosos pavoneos. Soportó apenas la corrida y, sólo por la compañía, accedió a ir a una fiesta en honor del torero. Al irse, el horrible Cuesta, el torero, le extiende a Ethel una tarjeta y le indica: “el miércoles, a las 5, ahí”. ¿Pero qué se cree este imbécil?, piensa Ethel.
Desde luego, el miércoles, a esa hora, ella toca el timbre. Cuesta abre la puerta y la hace pasar, grosero y displicente, hasta una sala. Ella se deja conducir. Él se sale y la deja en la sala con sus subalternos. Gang-bang. Tras la vejación, Ethel se aleja a toda prisa y se recluye por completo en su casa. Pocas semanas después, se suicida. En su testamento le deja la mitad de su herencia a Cuesta.
La tercera historia extraña está en Los viajes de Gulliver, de Jonathan Swift. El capítulo de la isla flotante de Laputa, donde, según Lemuel Gulliver, “las mujeres de la isla están dotadas de gran vivacidad; desprecian a sus maridos y son extremadamente aficionadas a los extranjeros... porque el marido está siempre tan enfrascado en sus especulaciones... Me contaron que una gran dama de la corte —que tenía varios hijos y estaba casada con el primer ministro, el súbdito más rico del reino, hombre muy agraciado y enamorado de ella y que vive en el más bello palacio de la isla— bajó a Lagado con el pretexto de su salud; allí estuvo escondida varios meses, hasta que el rey mandó un auto para que fuese buscada, y la encontraron en un lóbrego figón, vestida de harapos y con las ropas empeñadas para mantener a un lacayo viejo y feo que le pegaba todos los días, y en cuya compañía estaba ella muy contra su voluntad. Pues bien: aunque su marido la recibió con toda la amabilidad posible y sin hacerle el menor reproche, poco tiempo después se huyó nuevamente abajo, con todas sus joyas, en busca del mismo galán, y no ha vuelto a saberse de ella”.
Una historia es de 1730, otra de 1928 y la película, de 2013. Por supuesto, hay una intuición incómoda que inerva las tres historias. En sentido literario, no puede ser más que un gran logro que los personajes y personajas que no puedan ser definidos, controlados y acotados ni por el lector ni por el autor mismo, pero que resulten verosímiles, aunque parezcan inverosímiles. Como lector, mi primera reacción es de sorpresa, una profunda intriga, un silenciado azoro. ¿Por qué un misterio del deseo femenino puede relatarse a lo largo de tres siglos, cuando ha cambiado todo, y producir cada vez ese mismo pasmo?
RP/ÁSS