El museo de la memoria: 'Abierto desde 2030'

Laberinto 1000

La copia de un ser humano se proyecta en tres dimensiones como si fuera real.

Víctima de Medusa (2018). Óleo sobre papel. (Arte: Alexis de Chaunac)
Andrea Chapela
Ciudad de México /

La tipografía roja sobre la puerta de madera cambiaba el nombre del museo al año de su apertura cada tres minutos. Tere Li ya había visto el ciclo al menos tres veces y, aunque llevaba más de diez minutos de retraso, no se atrevía a entrar.

El edificio parecía viejo, aunque en realidad no podía serlo. El proyecto del museo tenía más de cien años y el archivo se había mudado muchas veces durante los distintos momentos de crisis climática. Sin embargo, este nuevo edificio había abierto sus puertas apenas dos años antes.

     —¿Señorita Li? —preguntó una mujer al abrir la puerta. Tere dio un pequeño salto y casi perdió el equilibrio, aún no se acostumbraba al peso del segundo trimestre de embarazo—. Soy la doctora Sánchez, la encargada de la cápsula de su abuela. La estaba esperando dentro. Si quiere pasar…

Tere la siguió por el recibidor hasta un cuarto alargado, que parecía más un pasillo con anaqueles atestados de objetos variopintos, desde pelotas de hule hasta cajas de zapatos; estaban etiquetados con un pequeño cartel blanco y acomodados en un orden imposible de entender a simple vista. Mientras avanzaban, la doctora le explicó que, durante un periodo muy breve, la posibilidad de guardar una copia entera de una persona mediante esos objetos se había puesto de moda y gracias a ellos podían aprender mucho sobre los años anteriores a la primera crisis.

     —¿Qué edad tiene mi abuela en la cápsula?

Alcanzaron el final del pasillo y la doctora Sánchez abrió otra puerta para pasar a un espacio de cubículos y oficinas.

     —Creo que alrededor de dieciséis años. Por aquí.

Le contó que a la copia de su abuela le gustaban el pop coreano (pero no le explicó qué significaba eso) y los animales, incluso tenía el recuerdo de haber visto un elefante. Su comida preferida eran los churros con chocolate y tenía planes de ir a la playa unas semanas con su familia. A Tere, todas sus preocupaciones y gustos le sonaban ajenas; su propia experiencia escolar se había limitado a las clases que tomaba en un sótano con otros diez niños.

Se detuvieron frente a una oficina, la doctora metió una larga contraseña en la pantalla junto al picaporte y se encendieron las luces en el interior.

     —El programa es automático. Solo tiene que entrar por la puerta del fondo. En cuanto termine, puede venir a buscarme.

Tere asintió, pero se detuvo antes de abrir la puerta.

     —¿Tengo que preguntarle algo en especial? ¿No es por eso por lo que me invitaron?

La doctora Sánchez le clavó una mirada por encima del marco de sus anteojos.

     —No. Por ley se necesita la firma de un familiar para usar las entrevistas en nuestra investigación. Cuando acabe, le puedo ayudar con la documentación.

La doctora se dio media vuelta. Tere la vio alejarse y cuando estuvo segura de que estaba lejos, abrió la puerta. Se encontró en una antesala. Un ventanal la separaba de la habitación contigua, en donde la figura tridimensional y ligeramente transparente de su abuela a los dieciséis años estaba sentada dándole la espalda. Tenía el cabello negro, ondulado y largo, y traía puesta una sudadera de un rojo tan brillante, que Tere no pudo despegar su mirada de ella.

Sabía que no entraría a la otra sala. Durante la última semana había pensado mil veces en esa conversación, siempre con el mismo resultado. La chica en el otro cuarto sabía que era una copia, que su nieta vendría a verla, pero cómo podía Tere explicarle lo demás, todo lo que unos años después su verdadera abuela vivió, cuando el mundo seguro de su adolescencia se terminó. Cómo iba a contarle que pasó el resto de su vida huyendo, cruzado el país a pie en busca de un lugar seguro, que apenas sobrevivió su embarazo y que esa niña siguió sus pasos por un mundo donde el aire, el agua, la tierra, todo lo que la rodeaba estaba tratando de matarla. Que ahora su nieta estaba embarazada y lo único que quería era hablar con alguien que le diera esperanza. Por un momento había pensado que su abuela, aunque fuera una mera copia adolescente, podría ser esa persona porque tenían el mismo nombre, los mismos ojos, el mismo cabello indomable. Pero, ¿qué podía saber esa niña a la que le gustaban las ballenas y el pop coreano del miedo a traer un bebé a este mundo en recuperación, que en cualquier momento podía volver a hundirse?

Tere exhaló y apoyó su mano en el estómago abultado esperando sentir los movimientos que apenas unos días antes la habían sorprendido, pero el bebé en su interior se mantuvo quieto, dormido. Pensó que un día, dentro de algunos años, cuando el bebé ya hubiera crecido, regresaría. Entonces podría mirar a su abuela a la cara y decirle sin dudar que todo lo que habría de vivir las conduciría hasta ese momento. Tere ya no tendría miedo y podría escuchar a su abuela contarle sobre ese mundo perdido de elefantes, ballenas y viajes a la playa.

Andrea Chapela

(Ciudad de México, 1990)

Obtuvo el Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen 2018 de cuento y el Premio Nacional Juan José Arreola 2019. Autora de 'Un año de servicio a la habitación', entre otros libros.


AQ

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