“Mira qué bonito sombrero tengo ahora”
Nacida en Londres el 26 de agosto de 1845 y avecindada junto con otras tres prostitutas en el número 18 de Thrawl Street, Mary Ann Polly Nichols sería la primera víctima del asesino en serie que en 1888 instauró el llamado otoño del terror en la capital del Reino Unido. Hay varias fuentes que asignan este lugar a Martha Tabram, acuchillada el martes 7 de agosto de ese año en la misma zona (Whitechapel), aunque a la fecha el dato permanece confuso.
La noche del viernes 31 de agosto, Polly regresa ebria a la pensión donde vive y se le niega el acceso por no traer lo suficiente para pagar el hospedaje. A las 2:30 a.m., su amiga Emily Holland la ve deambulando por Whitechapel Road en completo estado de embriaguez; Polly se jacta de haberse bebido las ganancias del día y mientras suenan las campanadas de la Iglesia de Cristo de Spitalfields, el célebre templo cuya aguja se volverá punto de referencia del trayecto cada vez más tenebroso del homicida, añade: “Pero conseguiré el dinero de mi refugio. Mira qué bonito sombrero tengo ahora”. A las 3:30 a.m., Charlie Cross se dirige a su trabajo como mozo de mercado y al doblar en Durward Street se topa con el cuerpo aún tibio de Polly que yace entre la acera y la calle, la garganta cortada de oreja a oreja, el vientre surcado por heridas que no dejan de sangrar. William Nichols, ex esposo de Polly y padre de sus cinco hijos, identifica el cadáver y se arrodilla junto a él para decir: “Te perdono, así como estás, por lo que me has hecho”. El forense Wynne Edwin Baxter asienta en su informe que a la mujer le faltan cinco dientes.
“Un día los hombres mirarán atrás y dirán que yo di vida al siglo veinte”
1888 sigue siendo una fecha bastante atípica. Fue un año bisiesto que arrancó en domingo, y que al escribirse con números romanos (MDCCCLXXXVIII) demuestra contar con trece dígitos: una cifra que desata el miedo supersticioso llamado triscaidecafobia y que será igualada hasta 2388 (MMCCCLXXXVIII) y superada hasta 2888 (MMDCCCLXXXVIII). Fue el año inaugurado por las nevadas que azotaron diversas regiones de Estados Unidos, arrojando un saldo de doscientos treinta y cinco muertos entre los que estaban decenas de niños que salían de la escuela. Fue el año que nacieron los escritores Fernando Pessoa, Raymond Chandler y Eugene O’Neill, el compositor Irving Berlin, el pintor Giorgio de Chirico, los actores Maurice Chevalier y Harpo Marx, el ajedrecista José Raúl Capablanca y el director Friedrich Wilhelm Murnau, que ganaría notoriedad por trasladar el mito vampírico al cine en Nosferatu (1922). Ese año se terminó de abolir la esclavitud en Brasil, se echó a andar el primer tren en China y se abrió al público el Monumento a Washington; George Eastman patentó la marca Kodak, Louis Le Prince filmó la primera película de la historia —un corto de dos segundos titulado Escena en Roundhay Garden— y Vincent van Gogh, luego de una agria disputa con su camarada Paul Gauguin, se rebanó el lóbulo de la oreja izquierda. En algún rincón de Asia, una tormenta con granizos del tamaño de toronjas pareció marcar el fin del mundo.
Como si la hubiera aturdido esta granizada, la oreja de Van Gogh no logró registrar el escándalo gestado en Whitechapel, el barrio del East End donde se concentraban las paradojas sociales y culturales de un Londres de clases divididas —en palabras de Judith R. Walkowitz— ansioso por entrar de lleno en la modernidad y abandonar la etapa victoriana que se prolongaría hasta 1901. En agosto de 1888 El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde, el clásico de Robert Louis Stevenson editado en 1886, se estrenó en el Lyceum Theatre del West End en la versión a cargo del empresario Thomas Russell Sullivan; el actor Richard Mansfield fue quien interpretó al protagonista, ese siniestro epítome de la dualidad humana en el que confluyen los dos lados —urbano (Jekyll) y proletario (Hyde)— de la moneda londinense de la época. La obra, programada originalmente para una temporada de diez semanas, se canceló a mediados del siguiente mes ante la condena del público, suscitada en buena medida por el artículo “Asesinato y otras cosas”, aparecido el 8 de septiembre en la Pall Mall Gazette, el diario sensacionalista dirigido por William Thomas Stead: el gran cruzado contra la corrupción y el libertinaje —dice Walkowitz— que tres años atrás, en julio de 1885, había causado revuelo con “El tributo de las doncellas en la moderna Babilonia”, su serie sobre el lenocinio infantil en Londres. Firmado por el mismo Stead, “Asesinato y otras cosas” fue el texto donde debutó el argumento del doctor Jekyll y Mr. Hyde como pauta psicológica del homicida que acababa de cobrar la segunda de las cinco víctimas que se le reconocerían en el futuro: Mary Ann Polly Nichols, Annie Chapman, Elizabeth Stride, Catherine Eddowes y Mary Jane Kelly.
El homicida se autobautizaría como Jack el Destripador, nombre en el que ondea simbólicamente la bandera del Reino Unido —a la que se le suele llamar Union Jack—, y del 31 de agosto al 9 de noviembre de 1888, un lapso de diez semanas como el que debía abarcar el montaje de Doctor Jekyll y Mr. Hyde, asolaría el distrito de Whitechapel para fundar su otoño del terror y luego desaparecer, anónimo para siempre, en los brumosos dominios donde se cruzan leyenda y verdad, morbo y repulsión, teorías conspiratorias y tesis científicas. Es él uno de los mayores iconos del mal en la cultura popular posmoderna, y a él se adjudica no solo la redefinición del crimen sexual y la génesis del término “feminicidio” sino un puñado de frases como la que se cita al inicio de Desde el infierno (Albert y Allen Hughes, 2001), uno de los múltiples filmes consagrados al caso, basado en la potente novela gráfica de Alan Moore y Eddie Campbell (1999): “Un día los hombres mirarán atrás y dirán que yo di vida al siglo veinte”. Más que vida, no obstante, lo que Jack el Destripador dio fue un soplo de muerte que en efecto atravesó las puertas de un siglo que a la distancia semeja un mausoleo descomunal.
La niebla se disipa
El imaginario colectivo ha mitificado en exceso el Londres decimonónico, hundiéndolo en una misteriosa niebla alumbrada por faroles de gas tras la que acecha la cruda realidad de una metrópoli escindida “desde el punto de vista geográfico y de clase, cuyos límites sociales se veían transgredidos por actos ilícitos de sexo y crimen”, según anota Walkowitz en su admirable libro La ciudad de las pasiones terribles. Narraciones sobre peligro sexual en el Londres victoriano (1992). Al disiparse la niebla, lo que queda es un espacio a caballo entre la miseria y la riqueza extremas y proclive por ende al surgimiento de figuras inmunes a la ley como Jack el Destripador, “experto viajero urbano [que] era capaz de moverse sin esfuerzo y de forma invisible por las calles de Londres, traspasando todos los límites y cometiendo ‘sus’ actos criminales en público, al abrigo de la oscuridad, exponiendo las partes privadas de las ‘mujeres públicas’ a la vista de todos”, en palabras de la misma Walkowitz.
No es para nada gratuito que el radio de acción del más famoso de los asesinos en serie se haya circunscrito a Whitechapel, un barrio que desde finales del siglo dieciséis empezó a transformarse en la zona marginal londinense por excelencia, y que a mediados del diecinueve era ya una de las sedes predilectas de los indigentes que emigraban del campo a la ciudad en busca de empleo. Demarcado al norte por Hanbury Street, al sur por Commercial Road, al este por las calles Brady y Cavell y al oeste por Bishopsgate, Whitechapel llegó a contar en la década de 1880 con más de mil cuatrocientas prostitutas conocidas y cerca de ochenta burdeles, lo que le valió ser descrito —señala Jerry White— como una “llamativa mancha en el rostro de la capital del mundo civilizado”. Este factor, aunado a la crisis de vivienda provocada por el aflujo de judíos de Europa del Este que hoy han sido remplazados por bangladeses, acabó por convertir el distrito en un centro neurálgico de delincuencia e impunidad en el que “el elemento romántico [estaba] completamente ausente”, de acuerdo con la prensa de la época.
Así pues, más allá del aura de romanticismo que la cultura popular ha concedido al Londres victoriano, aguarda una historia que tiene que ver con el horror puro. Es la historia de cinco mujeres marginales y marginadas que pasarían a la Historia como cadáveres destrozados por una sombra que, a diferencia de la niebla, nunca se terminaría de desvanecer.
“Guárdame la cama, no tardaré mucho”
Al igual que Polly Nichols, Eliza Ann Smith nace en Londres aunque en el mes de septiembre de 1841; al igual que el de Polly, su matrimonio —que engendraría tres hijos— se disuelve cuando ella se rinde al alcohol y luego a la prostitución en las calles de Whitechapel, donde se le conoce como Annie Chapman. Al igual que Polly, poco antes de morir Annie se queda sin dinero para pagar el cuarto que alquila, en el número 29 de Hanbury Street, y dice: “No tengo suficiente ahora pero guárdame la cama, no tardaré mucho.”
La noche del viernes 7 de septiembre de 1888, Annie se enzarza en una pelea con un tal Harry el Buhonero que le deja varios golpes y un ojo morado. Después se le ve bebiendo en el Ten Bells Pub, el bar frecuentado por todas las víctimas del Destripador, de donde sale con un cliente potencial. A las 5:30 a.m. del sábado 8 de septiembre, Elizabeth Long la descubre charlando afuera del albergue en Hanbury Street con un tipo de abrigo negro, gorra de cazador y apariencia andrajosa, según testimonio dado a la policía. A las 5:50 a.m. John Davies, vecino de Annie, halla su cadáver en el patio trasero de la casa: “Vi a una mujer tendida, con la ropa hasta las rodillas y el rostro empapado de sangre”. Al cabo de una pausa, agrega: “No puedo describir lo que yacía junto a ella: eran partes de su cuerpo”. El forense George Bagster Phillips contradice las versiones de la embriaguez de Annie al aseverar que la víctima no ingirió bebidas alcohólicas en las horas previas a su defunción: la muerte y sus paradojas. Phillips concluye: la pañoleta que la mujer lleva al cuello fue atada antes de que se le rebanara la garganta.
El “doble suceso”
Pese a vivir en pensiones situadas en la misma calle, Flower and Dean Street, Elizabeth Stride (nacida en Suecia el 27 de noviembre de 1843) y Catherine Eddowes (nacida en Wolverhampton el 14 de abril de 1842) son hermanadas finalmente por el Destripador, que las asesina la madrugada del domingo 30 de septiembre de 1888. A la 1:00 a.m. el cadáver de Elizabeth es localizado en Dutfield’s Yard, cerca de Berner Street, por el portero de un club; la sangre aún brota del profundo corte en la garganta. Aunada al testimonio de Israel Schwartz, que asegura haber visto a dos hombres que la agredían hacia las 12:45 a.m., la conflictiva relación de Elizabeth con su amante Michael Kidney conduce a pensar que ha sido víctima de un crimen pasional. Otras fuentes, sin embargo, afirman que el portero del club llegó a tiempo para interrumpir el ataque del Destripador, que acabaría cebándose con Catherine Eddowes, quien es arrestada por embriaguez el sábado 29 a las 8:30 p.m. y liberada el domingo 30 a la 1:00 a.m., hora en que regresa a Aldgate High Street.
A la 1:30 a.m., Joseph Lawende, Joseph Hyam Levy y Harry Harris salen del Imperial Club, centro de reunión de trabajadores judíos ubicado en Duke Street; a la 1:35 a.m. cruzan por St. James’s Passage y ven a Catherine intentando seducir a un tipo al que le acaricia el pecho: un hombre —dirán después— de bigote oscuro y chaqueta de tweed, gorra de cazador y bufanda roja. A la 1:45 a.m. el agente Edward Watkins encuentra en Mitre Square, a escasas cuadras de St. James’s Passage, el cuerpo de Catherine, al que se le han extraído el riñón izquierdo, parte del útero y los intestinos; estos han sido colocados sobre el hombro derecho, un macabro adorno que adelanta la carnicería de Mary Jane Kelly. A las 3:00 a.m. se halla un fragmento del delantal ensangrentado de Catherine en Goulston Street, frente a un edificio habitado por judíos; en la pared junto a la que yace la tela hay un mensaje escrito con tiza: “Los Juwes son los hombres que no serán culpados por nada”. El jefe de policía, Charles Warren, borra el grafiti para evitar que continúe creciendo el antisemitismo que cunde en el barrio, confundiendo jews (judíos) con Juwes, el nombre asignado por la tradición masónica a Jubelo, Jubela y Jubelum, los asesinos de Hiram Abif, el constructor del Templo de Salomón.
Al cabo del “doble suceso”, varias personas sostendrán haber visto el fantasma de Catherine Eddowes tendido en los adoquines al lado de la verja junto a la que estaba su cadáver.
“Solo arranqué una violeta de la tumba de mi madre”
El de Mary Jane Kelly, nacida en Limerick, Irlanda, hacia 1863, es sin duda el más cruento de los crímenes de Jack el Destripador, que se encarnizó con ella a la luz de la chimenea en el cuartucho alquilado en el número 13 —de nuevo el fatídico trece— de Miller’s Court (hoy White’s Row), un sucio laberinto de callejones. La chimenea, según parece, permaneció encendida a lo largo de la madrugada del viernes 9 de noviembre de 1888.
A las 11:45 p.m. del jueves 8 Mary Ann Cox, viuda al igual que Kelly, la ve volver a casa en compañía de un individuo; luego de saludarse, las dos amigas se separan y Kelly empieza a entonar “Solo arranqué una violeta de la tumba de mi madre”, popular melodía de music-hall que sigue cantando a medianoche —cuando Cox va en busca de clientes— y retoma a las 12:30 a.m., cuando su vecina Catherine Pickett quiere quejarse pero es disuadida por su esposo: “Deja en paz a esa mujer”. A la 1:00 a.m., Cox regresa a su pensión por un paraguas; en medio de la lluvia oye que Kelly no ha dejado de cantar. A las 2:00 a.m., Kelly se encuentra con su amigo George Hutchinson, a quien pide un préstamo que no obtiene, y después se marcha con un hombre de aspecto judío y bigote poblado que viste abrigo oscuro y bufanda roja y carga una enorme valija negra, de acuerdo con la descripción de Hutchinson. A las 4:00 a.m. Elizabeth Prater y Sarah Lewis, vecinas de Kelly —la primera ocupa justo el cuarto de arriba—, escuchan un grito apagado, “¡Asesinato!”, pero no reaccionan porque la vida en el East End las ha acostumbrado a las voces de la barbarie. A las 10:45 a.m. Thomas Bowyer, enviado por el casero John McCarthy a cobrar la renta atrasada de algunas semanas, aparta el abrigo que cubre la ventana de la habitación de Kelly y se topa con los restos de la chica de veinticinco años. Sometido a una minuciosa mutilación, el cadáver yace en la cama, el rostro irreconocible, las manos dentro del abdomen del que se han extirpado todos los órganos para repartirlos caprichosamente por el cuarto.
Al entrar en la estancia convertida en matadero, la policía resbala ya que el piso está sepultado por una capa de sangre coagulada.
Sospechosos comunes
La impotencia e incompetencia de las autoridades en el Londres de fines del siglo diecinueve, sumadas a un imaginario colectivo que no tolera ser recorrido por una maldad sin rasgos, prendieron la mecha de varias teorías conspiratorias que al cabo de ciento treinta y cinco años aún titilan como velas en la penumbra que rodea a Jack el Destripador. En esas teorías, un probable ritual masónico sustentado en el grafiti que se localizó junto al trozo de delantal de Catherine Eddowes se alterna con personajes de la talla del príncipe Alberto, nieto de la reina Victoria y futuro heredero del trono que habría engendrado un hijo bastardo con una prostituta de Whitechapel, y Sir William Withey Gull, médico de la corte británica. Apoyada en los conocimientos de anatomía desplegados por el homicida en sus mutilaciones, la tesis de un galeno loco y sifilítico cobró gran fuerza y encarnó tanto en Sir William como en Francis J. Tumblety, un falso doctor de origen estadunidense que fue arrestado por indecencia en noviembre de 1888 y liberado el mismo mes luego de pagar una alta fianza. No obstante, la idea del asesino como hombre culto y de buen estatus social, refrendada por el hallazgo de uvas —un fruto caro en esa época— en ciertas escenas del crimen, se tambalea con la pésima ortografía que salpica la única de las múltiples cartas enviadas a la policía que se atribuye verdaderamente al Destripador. Acompañada por un pedazo de riñón humano, la carta fue dirigida a George Lusk, presidente del Comité de Vigilancia de Whitechapel, que la recibió el 16 de octubre de 1888, es decir entre el “doble suceso” y el destazamiento de Mary Jane Kelly: “Desde el infierno. Mr. Lusk. Senor le mando medio rinon que tomé de una muger lo guardé para usted el otro pedaso lo freí y me lo comí estava muy rico…”
Nombres como Delantal de cuero, artesano judío que hacía zapatillas y al que la prensa señaló como culpable en la figura de John Pizer, lo que acendró el antisemitismo que proliferaba en el East End; Aaron Kosminski, peluquero polaco; Walter Richard Sickert, artista de origen alemán que pintó un óleo titulado El dormitorio de Jack el Destripador (ca. 1906-1907), actualmente en poder de la Manchester Art Gallery; Michael Ostrog, ladrón y embaucador oriundo de Rusia; Montague John Druitt, abogado y maestro que se suicidó en diciembre de 1888; James Maybrick, autor de un diario donde se declara responsable de los feminicidios, y James Thomas Sadler, detenido en febrero de 1891 por el asesinato de Frances Coles, han pasado a engrosar las filas de un folclor mórbido junto con otras desdichadas mujeres que resultaron víctimas de la violencia de género en Whitechapel durante el otoño del terror y los tres años posteriores. En medio de la legendaria bruma de Londres, Jack el Destripador continúa proyectando una oscuridad que se extiende como una siniestra mancha de tinta por la superficie convulsa del siglo veintiuno.
AQ