Somos la única especie que conoce el mundo anterior a nuestro nacimiento, las únicas criaturas capaces de asomarnos al misterio de los milenios antiguos. Un caballo, un gato o una pulga ignoran las peripecias de sus antepasados. Nosotros podemos reconstruir las nuestras —y las suyas—. Heródoto, inventor del género, tituló en plural sus “Historias”; en griego significaba “investigaciones”. Nos encanta indagar en el ayer, reinterpretarlo desde la mirada del ahora. Viajamos por los meandros de la nostalgia, las falsificaciones, las raíces, los asideros, la curiosidad y las coartadas. Nuestra relación con lo que fue es apasionada: el pasado pesa, y eso es lo que nos pasa.
Las ansias del presente modelan también nuestra memoria íntima. La palabra “recordar” incluye en su interior la raíz latina de “corazón”; en ella suena la sístole y la diástole de las emociones, es un juego de constante de demolición y reconstrucción. Como escribió Gabriel García Márquez en sus memorias: “La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda”. Casi sin querer, la fantasía empieza a rellenar los huecos excavados por los remordimientos y el olvido: por eso nuestro relato vital puede ser completamente imaginario, pero nunca totalmente verdadero.
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Cuando los intereses del presente se apoderan de la mirada, la historia de los países deriva ya no en crónica de acontecimientos sucedidos, sino en antología legendaria de aquello que sus miembros quieren o pueden recordar. Con un hábil manejo del pasado podemos manipular y ser manipulados. En la antigua Roma, el inquietante Augusto fue pionero de esta propaganda. Siempre se presentó como paladín de las costumbres de los ancestros —mores maiorum—, símbolo del orgullo de ser ciudadano romano y heredero de la grandeza patria, frente a las costumbres extranjeras, que hacían peligrar la integridad moral autóctona. Astutamente, tras el parapeto tranquilizador de esas tradiciones, transformó la República en algo diferente y nuevo: un régimen más autoritario, dominado por la figura providencial del emperador. El historiador Suetonio cuenta que Augusto, ya muy enfermo, mandó llamar a sus amigos. Cuando rodearon la cama donde agonizaba, les preguntó: “¿Os parece que he representado bien esta farsa de la vida?”. Y cuando presintió la muerte, exclamó, bromeando con gran seriedad: “Aplaudid. La función ha terminado”.
Investigar la historia —una tautología, según Heródoto— es tarea lenta, paciente, ardua, en perpetua tensión con lo trillado y consabido, solo apta para temperamentos serenos. Precisa mentes sabias y vigilantes, capaces de preguntar a las fuentes sin tergiversarlas con una humareda de prejuicios. Sin embargo, en tiempos precarios y cambiantes, ciertos discursos políticos apelan al mito colectivo de la autenticidad, una ficción tan ilusoria como las farsas de Augusto. Anhelan recuperar grandezas perdidas, el brillo de imperios derribados y halos de pureza desvanecida. Desde la atalaya de su conveniencia, seleccionan determinadas etapas de la historia nacional para encarnar las esencias, como si otras épocas históricas del mismo país fueran solo impureza y simulacro. Ante la fragmentación de un hoy convulso y un mañana incierto, ese ayer soñado parece más íntegro, firme y sólido.
Las naciones son creaciones modernas, pero presumen de raíces remotas. Nos encanta creer que alguna vez fuimos genuinos. Hay quien afirma que el término proviene del latín genu, “rodilla”, porque los paterfamilias romanos admitían a los recién nacidos como hijos legítimos cuando se los colocaban sobre las rodillas. Lo que ahora es un juego inocente con el bebé dando pequeños brincos —al paso, al trote, al galope—, antes era cuestión de vida o muerte. Desde la Antigüedad, por convención, el órgano que reconoce el rango ajeno es la rodilla, con sus reverencias y genuflexiones.
Todas las sociedades tienden a ver tradiciones ancestrales donde en realidad hay grandes dosis de leyenda, influencias cruzadas y mestizaje. El antropólogo Richard Dorson acuñó la expresión fakelore, “folclore de pega”, para referirse a la mitología y los espectáculos acerca de héroes del Oeste que solo existieron en novelas. El western clásico edificó un imaginario de aguerridos vaqueros, siempre blancos, ocultando que un tercio de los cowboys fueron mexicanos y un cuarto negros; cuidar el ganado era un trabajo duro, propio de pobres y antiguos esclavos. Las fantasías creadas en torno a las esencias de cada cultura se denominan “efecto pizza”. La pizza, inventada en Nápoles, alcanzó su forma más conocida entre la emigración estadunidense. A través de parientes de visita, regresó a Italia, donde se expandió conforme a las ideas de los turistas sobre su autenticidad. Algunas de las especialidades gastronómicas europeas más típicas, como el gazpacho español, el café italiano o el chocolate suizo, serían imposibles sin ingredientes traídos de otros confines.
Lo que consideramos auténtico es, casi siempre, producto de una nostalgia o de un malentendido. Nada hay que en su origen no fuera una novedad ante la que refunfuñaron los vigías de la tradición. Muchas de nuestras ideas más afianzadas son, a decir verdad, invenciones: las leyes y leyendas, la patria y las palabras, los derechos y las desigualdades, las hipotecas y las discotecas, el dinero, las dinastías, las fronteras, los sistemas políticos o incluso los domingos por la mañana. Como especie, nos caracterizamos por creer con pasión en cosas imaginarias. Asumirlo no las vuelve más frágiles sino, al contrario, adaptables y resistentes a los embates del tiempo. Entre nuestras ficciones hay algunas maravillosas; las mejores serán las que nos ayuden a vivir en comunidades más unidas y humanitarias.
Al recibir el Premio Cervantes, Ana María Matute recordó a la hija de un compositor que, siendo niña, le dijo: “La música de papá, no te la creas: se la inventa”. La futura escritora se rebeló ante la idea de que las creaciones no merezcan confianza. Terminó su discurso expresando un ruego: “Créanse mis historias, porque me las he inventado”. Solemos pensar que las ficciones son etéreas, ingrávidas y dudosas, mientras las verdades rotundas y las certezas nos fortalecen. Sin embargo, como explica la filóloga Mamen Horno en Un cerebro lleno de palabras, la terminología drástica —como “nunca, siempre, todos, nadie, jamás, odiar”— es peligrosa para la salud. El lenguaje absoluto tiende a provocar ansiedad y depresión. En cambio, resulta sanadora la habilidad de matizar una opinión tajante o rebatir racionalmente ideas simplistas —“nos roban, nos odian, nos invaden”—. Las investigaciones prueban los beneficios de dejar resquicios a la duda y ser capaz de cimbrear. Eso ya lo sabían los antiguos maestros. Lao Tse escribió: “Los hombres nacen suaves y blandos; muertos son rígidos y duros. Quien sea inflexible es discípulo de la muerte. Quien sea suave y adaptable es discípulo de la vida”. Hay que evitar a toda costa formular opiniones radicales e imperiosas; es decir, desconfíen de frases como la que ahora mismo están leyendo.
Lo genuino no es agachar las rodillas para reverenciar y añorar imperios extintos o conceptos inamovibles, sino usarlas para caminar y avanzar. Como articulaciones, simbolizan nuestra flexibilidad y ligereza andariega. El estudio de la historia nos demuestra que gran parte de lo que hemos construido se apoya en ideas, que son aire, vaho, niebla y pálpito. Al reivindicarlas, paso a paso, nuestras creaciones más valiosas amplían el mundo. Esa constatación nos invita a inventar: confíen en nuestros mejores hallazgos, porque son ficciones.
AQ