El ruido que faltaba

Ensayo

David Huerta escribió sobre sobre Stockhausen no para impresionar con sus gustos radicales, sino por el contrario, para rendir homenaje a un maestro de su época y, desde el lenguaje verbal, “Interrogarse, interrogarse” por la naturaleza del sonido.

Izquierda: el compositor alemán Karlheinz Stockhausen. Derecha: el poeta mexicano David Huerta. (Especial)
Hernán Bravo Varela
Ciudad de México /

Harto de las limitaciones de la discoteca paterna, consagré mi rebeldía juvenil a llenar los supuestos huecos, a meter el ruido que faltaba. Entre Bach y Brahms, Luciano Berio; junto a Verdi, Edgar Varèse; al lado de Sibelius, Karlheinz Stockhausen. Decidí cultivar una memoria musical de corto plazo, integrada por obras cuya característica en común fuese un tipo de punk o heavy metal clásico: estridencias para tumbar la dictadura del buen gusto.

Algo semejante ocurrió con la biblioteca y, en particular, con la poesía. Del Virgilio en verso castellano de Aurelio Espinosa Polit a Ramón López Velarde, había poco margen de maniobra: fray Luis, el Romancero gitano de Lorca, el Canto a mí mismo de Whitman por León Felipe, alguna antología de Neruda… No resultaba descabellado pensar —mucho menos para un chico de 14 años— que la poesía era un oficio de difuntos y un juego “parecido en principio / al placer solitario”, según Gil de Biedma. Una sesión espírita y una práctica onanista. Qué mejor para un púber en busca de magia y morbo, así fuera a través de las palabras.

Un fin de semana, hurgando en los “tiraderos” de la librería Gandhi, compré una antología titulada Poesía y música. Recuerdo que los poemas incluidos dialogaban con imágenes en blanco y negro, tan borrosas como cursis. (A la dificultad de leer poemas sobre música, debe añadirse la de aquellas invasivas ilustraciones.) Recuerdo, en particular, dos de ellos: una oda de Brecht “al pequeño aparato de radio” y un fragmento de Incurable, de David Huerta, sobre Stockhausen.

Para mi sorpresa, Huerta era un poeta mexicano de la edad de mi madre que, además, había dedicado unas líneas al Canto de los adolescentes (1955-1956), pieza del compositor alemán que yo, por obvias razones, oía como un himno propio. De inmediato me puse a imitar —ingenua, precariamente— los adjetivos, los versículos y, en resumen, la extraña prosodia de Huerta. Tiempo después, en los mismos “saldos”, adquirí la segunda edición de Cuaderno de noviembre (1976), publicada en 1992 por el extinto Conaculta, y la primera de Incurable, lanzada en 1987 por Ediciones Era.

Muy pronto esos volúmenes fueron llenándose de manchas de café, subrayados y pestañas. Mi memoria —de corto plazo, como dije antes— empezó a extenderse como los versículos de Huerta; tenía en mis manos, libre de metro y rima, una escritura análoga a los sonidos de Stockhausen: creaciones que solo podrían conmover a sensibilidades contemporáneas, que parecían provenir del espacio exterior y cuyo vivo recuerdo, al menos para mí, era producto de una frecuentación constante (por no decir maniaca):

Humo de rosas quemadas en el jardín donde hemos conocido a la noche
                    con brazos más extraños que la palabra Deseo,
donde sobrevive un aire de recuerdo inútil,
mordido por la venenosa fragilidad que distribuye la sombra al pasar,
cuando el frío se transforma en una cercanía igual a una oscura
          concavidad
y nuestros ojos tienen un color escondido que respira con un fulgor
desnudo y desconcertante.

(Cuaderno de noviembre, p. 23)

Este pasaje de Huerta acabó asimilándose con la naturalidad de otros de sor Juana, Lope y Calderón, al igual que el Canto de los adolescentes logró sobreponerse a las graciosas melodías de Dvořák o Schubert: una convivencia inesperada, sin rispideces, entre vecinos tan distintos.

“Quiero inventar una nueva música”, declaró Stockhausen en sus veintes; “creo que tengo algo nuevo que decir […] No busco lo nuevo a cualquier costo. El costo que pago es el viejo estilo”. Con “viejo estilo”, se alude a tres dudosos valores de la tonalidad: lo legible, lo previsible y lo entrañable. Stockhausen, sin embargo, no sospechaba (o no quería hacerlo, en tanto buen rebelde) que un día sus obras sonarían más cercanas: el deshielo del sentido. Se trata, finalmente, de un proceso común de reconciliación en la historia del arte: hacerse a la idea de que los cánones son arcas de la alianza y no cajas de Pandora. Una alianza “nueva y eterna” o, si se quiere, una eternidad hecha de novedades domesticadas.

En su ensayo “La flor y la sangre”, Huerta explica esa dinámica a la luz de aquellos que, por desconocimiento de la tradición, defendíamos su ruptura:
La tradición está siendo continuamente traicionada. (…) Los poetas mismos suscriben a menudo esa antipatía profunda, demasiado parecida al odio; el odio por algo minuciosamente ignorado. Ezra Pound decía: la tradición es algo bello, digno de conservarse; no necesitaba agregar: lo conservamos con amor, por amor. Su divisa vanguardista (…) proclama u ordena, con un diáfano poder de persuasión, Make it New. Ese “it” de la divisa poundiana es la tradición traicionada.

¿Cómo renovar eso que desconocemos? Algunos científicos señalan que es más plausible viajar al futuro que al pasado, tal vez porque el primero resulta especulativo, y el segundo, fáctico; los hechos forman la realidad concreta, mientras que las especulaciones transforman la realidad ideal. De ahí que un rebelde sin causa sea un soñador y no un memorialista.

Yo ignoraba (minuciosamente, por supuesto) que Huerta escribía versículos y, a la par, sonetos en verso libre, poemínimos introvertidos —a diferencia de los jocosos de Efraín, su padre— y ensayos en prosa o verso endecasilábico. Ignoraba que Stockhausen había dirigido a Mozart y Haydn, y compuesto obras tan accesibles como Adieu (1966), Afinación (1968) o Zodiaco (1974-1975). Hasta mucho después, comprendí que el mexicano había escrito sobre el alemán no para impresionarnos con sus gustos radicales, sino, por el contrario, para rendir homenaje a un maestro de su época y, desde el lenguaje verbal, “Interrogarse, interrogarse” por la naturaleza del sonido. Hacer nuevo lo viejo y clásico lo reciente. Poner en palabras eso que vale más intuir que ignorar, si definimos la intuición poética como una improvisación documentada. Así, la “música intuitiva” de Stockhausen y “La música de lo que pasa” de Huerta vendrían a ser una y la misma cosa:

Lluvia, música de Stockhausen (es el Canto de los adolescentes), lentos pasos.
Mi cuerpo está en la neblinosa rectitud que la noche propaga.
No es la hora de pensar en todo lo que he creído. Me lo pregunto, vuelvo
           a
creer que recuerdo, a pensar que algo he preguntado.
El viento trae gotas y constelaciones hasta mis ojos.
Los adolescentes murmuran el goteo de la muerte
con trazos como puntas de plata —frío cauterio— en mis oídos mojados,
          enredados
a la rectitud obsesionante de la noche: calles largas y definitivas,
edificios cortados en bloques, geometría delirante de la ciudad, orden de
          los callados delirios que la ciudad protege.
(¿Que he creído? Vienen sonando los rectilíneos dioses de 1a lluvia oscura,
el Canto de los adolescentes arde bajo mis pies memoriosos.
El recuerdo es una fiebre, un animal fantástico. ¿Cuál recuerdo? ¿Qué he creído?
Horas inconvenientes para interrogarse
en medio de la ironía del agua vertical y el suave limbo del agua horizontal.
Interrogarse, interrogarse. ¿Quién, qué es Karlheinz Stockhausen?
Música del siglo que despedaza cristalerías en los dientes de los fantasmas:          definiciones rápidas,
oscuras manos en la gruta de los bolsillos, hurtos de la noche mojada,
          mojada
como mis propios labios mojados que han besado la carne del día
y han dicho palabras adversas sobre la noche multitudinaria.

(Incurable, pp. 241-242)

En su prólogo a Cuaderno de noviembre, Jaime Moreno Villarreal señala que la tradición no es “lo que repite sino lo que deja atrás y se abre a lo que no se ha venido diciendo”. Cuando Stockhausen compuso Afinación, lo hizo velando el sueño de sus hijos, canturreando en voz baja los armónicos de la partitura. (Él, que nunca tuvo empacho en escandalizar a la audiencia, sacándola de su letargo o de la sala de conciertos.) El mismísimo autor de Incurable —auténtica revolución de la poesía iberoamericana— fue un divulgador de los Siglos de Oro y un mecenas intelectual para varias generaciones, la mía entre ellas. De manera que en esto consistía ser un enfant terrible: un creador de recuerdos inéditos, un ángel exterminador de las repeticiones. Alguien que no ha dicho la última palabra, aun después de haberse marchado con su música a otra parte.

El eterno adolescente que soy aspira a seguir sus huellas. Es hora de dejar atrás el futuro —cuya belleza, de cualquier modo, nunca pude conservar.

Bibliografía consultada

Moisés Ladrón de Guevara (ed.), 'Poesía y música'. México: UAM (Col. Malabar, IV), 1988, 293 pp.

David Huerta, 'Incurable'. México: Era, 1987, 389 pp.

___________, 'Cuaderno de noviembre' (Jaime Moreno Villarreal, prol.). México: Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Col. Lecturas Mexicanas), 1992, 102 pp.

__________, 'El vaso de tiempo'. Madrid: Vaso Roto (Col. Cardinales), 2017, 93 pp.

Mark Prendergast, “Electronics Into Light │ Stockhausen”, 1992, en muzines.co.uk/articles/karlheinz.stockhausen/9401.

AQ

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