Ana Ofelia Murguía bajó el telón de su vida

In memoriam

La Medalla Cátedra Bergman fue el último homenaje que recibió la actriz mexicana, quien falleció el 31 de diciembre, a los noventa años, después de una larga y exitosa carrera en teatro, cine y televisión.

Ana Ofelia Murguía, 1933-2023. (Foto: Sara Escobar)
Alegría Martínez
Ciudad de México /

El fallecimiento de la primera actriz Ana Ofelia Murguía (1933-2023), ocurrió el 31 de diciembre, a pocas horas del año nuevo. Familia y amistades congregadas en una casa funeraria, se abrazaron en la tristeza de perder a una mujer y artista excepcional y se unieron, en la celebración de su vida.

El delicado sonido de un dueto de cuerdas llegaba a los oídos de quienes dejaron atrás el frío, el vacío de la calle y el festejo decembrino para despedir a una madre y abuela amorosa, orgullosa de su familia, a una compañera generosa, una amiga comprensiva y solidaria. Una persona sencilla que dotaba de ironía cariñosa cada frase.

Una capilla ardiente, al sur de la ciudad, abrigó a sus dos hijas, Marcela y Marina Fernández Murguía, y a su nieto Gonzalo —su hijo Pablo, venía en vuelo. Ahí se encontraron quienes fueron sus compañeros de escena, en su mayoría actrices y actores de la Compañía Nacional de Teatro, a la que Ana Ofelia ingresó como actriz de número en 2008. Marta Verduzco, Angelina Peláez, Luisa Huertas, Julieta Egurrola, Emma Dib, Érika de la Llave, Gabriela Núñez, Zaide Silvia Gutiérrez, Diego Jáuregui, Misha Arias, Andrés Weiss, David Lynn y amigos como María Rojo, Paloma Woolrich, Carolina Kerlow, Víctor Carpinteiro, entre muchas personas más.

Tuvo la muerte digna de una mujer extraordinaria

A unos pasos del féretro cerrado, sobre el que había cinco fotos de la actriz en diferentes facetas de su carrera, su hija Marina, compartió que el sábado 30 de diciembre, por la noche, su madre se reunió —como en otras ocasiones— con su hermana, su cuñada y una prima, tertulias a las que Marina llamaba pijamadas, término que su mamá festejaba.

“Esta vez estaban tan contentas y divertidas, que hasta se quedaron más tarde, como a las 8, o casi las 9, y mi mamá estaba feliz. Comió súper bien. Después de que se fueron, pidió de cenar y se sentó a ver una película con Jose, la chica que la acompaña. Estaban atacadas de la risa. Estuvo muy contenta, como ella es, bromeando, riéndose y la metieron a la cama para que descansara. A las 1:58 empezó a sentir que le faltaba el aire y se asustó un poco, pero logró recobrar la respiración.

“Mi mamá sabía entrar a escena, estar en escena y salir de escena. Y así salió, como la primera actriz de su maravillosa vida, porque tuvo una vida de proyectos fructíferos que amó, una vida en el teatro y el arte que amaba con toda la pasión. Fue muy amada por nosotros, por toda la familia. Fue una mujer muy afortunada. Claro que, como todos, tuvo sus momentos, pero siempre sabía poner humor. A veces un humor muy negro, esa era una de sus cualidades y algo que la llevó a tener esa vida plena.

“Estamos muy contentos, muy felices porque creo que tuvo la muerte digna que se merecía esa vida extraordinaria. Bajó el telón cuando ella quiso y así se fue”.

Tamazunchale, estrellas e infancia

Entrevistada en el comedor de su departamento, una tarde de 2017, que aceptó platicar sobre su vida, para un proyecto que no halló patrocinador, recordó su niñez.

“Por lo que me contaba mi mamá, a mí se me hace que me encargaron en Tamazunchale, donde se fueron mis papás, recién casados, y estaban en la vía del tren. Ahí vivían en casa de campaña y yo creo que ahí me encargaron. Luego viví en San Luis Potosí, en Morelia, después en Toluca, en Pachuca, y en la adolescencia nos regresamos al DF y nos quedamos aquí.

“En general yo doy gracias porque tuve una niñez muy afortunada, una juventud igual. Claro, con decepciones amorosas, pero en general me la pasé jugando. Inclusive, de adolescente me gustaba mucho salir a la calle porque vivíamos en San Ángel Inn.

“Una noche muy bonita, recuerdo que me dio por subirme a la azotea a dormir, como a las 11, para poder ver las estrellas. Nos acostábamos temprano, como gallinas. Se me ocurrió llamar a mi primo que vivía en la esquina. Toqué a esa hora y me abrió mi tío: ‘¿Qué haces aquí?’ Y le dije: ‘Vengo a ver si Chato quiere ver las estrellas’. Me dijo: ‘No, no hagas eso, qué tal que un velador te ve y dispara creyendo que eres no sé qué…’. Ése era el peligro y entonces ya me fui a dormir. Era una vida muy tranquila en San Ángel Inn. Uno de mis abuelos era ingeniero e hizo toda una calle con casitas. Enfrente había un letrero que decía: ‘San Ángel Inn, la colonia más bella’. Apenas se estaba colonizando, ahora ya solo es de puros ricos”.

     —En algún momento me comentaste que a tu mamá le gustaba hacer “payasadas”. ¿Qué es lo que hacía?

     —Bailaba. Se mandó a hacer dos bloomers, de esa tela de colchón a rayas, de provincia, eran para cuando llegaban a cenar a la casa vecinos y familia. Entonces, mi mamá más rápido que nada, se ponía sus bloomers y bailaba. Tenía a todos muertos de risa, y mi papá, mis hermanos y yo, nos metíamos al cuarto a hacer coraje. Siempre fue muy payasa. La pobre me contó que cuando era jovencita, solo una vez hizo una obra de teatro para la escuela. A mí no me gustaba que hiciera el oso. Luego yo lo hacía con mis hijas, que también sentían lo mismo que yo con mi mamá.

De puro churro

     —¿Cómo fue el momento en el que te decidiste por el arte de la actuación?

     —De puro churro. Mi vida siempre ha sido de puro churro. Yo solo había ido al teatro a ver una obra infantil. Tuve un novio que trabajaba en La Capilla, del maestro Novo, que era muy chiquita y fui con él. Estaba el telón abierto y vi a los actores ahí de carne y hueso como yo, —no como los artistas de cine. Allí los podías tocar y pellizcar y lo primero que pensé fue: yo quiero estar ahí arriba. Me informé y empecé a buscar qué tenía que hacer, qué escuelas había. Creo que la obra era Trece a la mesa, u Ocho columnas, pero desde la primera vez que se abrió el telón y vi a los actores, dije: ‘Quiero estar ahí’. Me informé y me metí a la escuela del único maestro que había escuchado, Seki Sano, pero me dijeron: ‘No, ese es para estrellas. Tú tienes que entrar a la escuela de Andrés Soler’, y ese año Seki Sano iba a dar clases justo en esa escuela. Nos hicieron un examen para ver si éramos aptos.

No sé si tengo talento

“Era horrible porque yo nunca me había subido a un escenario ni nada, entonces entrabas así como a los toros: ‘He oído que aquí se enseña arte dramático’. ‘¿Que si quiero ser artista? Es mi mayor ilusión’. ‘¿Que no podré llegar a ser artista?’, lo debías decir en todos los tonos y al final tenías que agregar: ‘Porque, ¿saben ustedes? Yo tengo talento, mucho talento interpretativo. No me digan nada, primero óiganme y después díganme lo que quieran’.

“Entonces te volteabas tantito y con un monologo de La dama del alba, —después me enteré, que era esa, hace no mucho que la vi en televisión— tenías que repetir lo que una mujer decía: ‘No vengo a buscar a esta casa lo que ya no es mío. No pretendo encontrar el amor, pero el perdón sí, o por lo menos un lugar donde morir en paz. He rodado de mano en…’.

“Es lo único que recuerdo y mi maestro Seki Sano era el único que estaba ahí. Yo estaba en escena y no podía ver a nadie, pero después, ya sentada, viendo otros exámenes, había una compañera diciendo: ‘No me digan nada, yo tengo talento, mucho talento interpretativo…’. “El maestro se levantó a tirar la basura de su pipa y regresó como diciendo: ‘¡Sí cómo no, tienes mucho talento!’ ¡Qué miedo! Entonces como a los quince días tenías que regresar a ver si tenías talento y si te habían elegido. Vi que había un montón de listas. Primero la mía ¡y sácatelas que sí tenía talento! Entonces ya busqué las demás y todos estaban en la lista. ¡Pasaron a todos! Desde entonces no sé si tengo talento”.

Seki Sano y el sistema vivencial

“Y ya me tocó con Seki Sano, fue un año intenso, pero después dejó de ir a dar clases y se fue a Bellas Artes. Nos mandó ahí a dos compañeros y a mí, diciendo mentiras: que habíamos hecho dos años con él, cuándo no llevábamos ni uno. Y me quedé en Bellas Artes. Ese año lo corrieron, como a cada rato, porque era comunista. Era un gran maestro, yo le debo todo a Seki Sano. Me enseñó el sistema vivencial”.

En Cuba, una experiencia más humana que artística

Sin la guía del actor, director y coreógrafo de origen japonés, la joven Ana Ofelia Murguía, continuó como alumna de Fernando Wagner y de Salvador Novo, quien la recomendó para actuar en Poesía en Voz Alta, movimiento del que entendía poco. Comentó que esa etapa la pasó bien con gente interesante como Héctor Mendoza, José Luis Ibáñez, Juan José Gurrola y Carlos Fuentes, en un ambiente muy rico, hasta que trabajó después con Mendoza en la obra Terror y miserias del Tercer Reich en 1960 y posteriormente, en El relojero de Córdoba, de Emilio Carballido, montaje en el que interpretó a Francisca, La Bigotona, para después irse invitada a Cuba.

“En la isla me invitaron a entrar al Conjunto Dramático Nacional que lo habían formado apenas, estuve tres años y medio. Fue una experiencia más humana que artística. Dejé de ver mi nariz y el ombligo, porque de pronto uno se vuelve el centro del mundo y uno no es nada. Hay cosas mucho más interesantes y hermosas, muy terribles y tú no eres más que un alfiler ahí.

“Me tocó hacer el papel de Julieta con un director Checo, Otomar Krejča. Iba a ser Navidad, me escogió por audición. A él le importaba mucho el elenco porque quería hacer una Julieta negra. Yo me la gané a pulso. Fue una gran experiencia, la primera en que vi teatro profesional. Hice también una escena para una película, aunque ya no la vi, la dirigió Eduardo Manet, director del Conjunto Dramático.

“Además, hice varias obras, tomábamos clases, era sensacional. En Cuba había lo que no teníamos en México: te pagaban un sueldo por estudiar en las mañanas y hacer ejercicio. Por las tardes ensayabas, o dabas función. Era una época de efervescencia, nosotros llegamos como a un mes de la invasión en Playa Girón”.

La solidaridad de otra forma

“Me di cuenta de lo que es la sociedad de consumo, de pronto todo se conseguía con tarjeta de racionamiento y supe que no necesitas más que una pasta de dientes. Si no había jabón pues ni modo, claro de pronto era al contrario. Me la pasé algún tiempo solo con una lata de atún.

“La carencia hace que veas las cosas diferente. Por ejemplo, cuando me embaracé de Marina, que ahí la tuve, yo moría por un batido de mamey, me fui por toda La Habana Vieja y no había, cosas así. Fue cuando Estados Unidos quedó de pagar las máquinas para el campo y no mandaron nada. De pronto veías una fila inmensa de gente que decía: ‘Ya llegó no sé qué cosa…’ En esa ocasión era el Alka-Seltzer.

“Una sociedad de consumo te induce a eso, a comprar cosas que podrías vivir sin ellas tranquilamente sin que te pase nada. Cuando regresé aquí y pasé por la Zona Rosa, vi unos zapatos lindos que me gustaron, dije: ‘Ay, qué bonitos, cuando tenga dinero volveré por ellos’. Jamás volví, pero ahí estaban esperándome. Cosas así viví. Entendí de otra forma la solidaridad. Estuvimos ahí en Cuba en la crisis de Octubre.

El Romeo y Julieta de Otomar Krejča

“El nivel del teatro [en Cuba] era igual que el de aquí. Había actores y puestas muy buenas y otras mediocres, no eran nada diferente. El montaje de Romeo y Julieta fue el que me impactó. Vi teatro moderno porque la escenografía era de Josef Svoboda, un escenógrafo famosísimo. No había telón, una plataforma cerrada con triplay, un cuadrado que de pronto era la fuente donde se matan, luego era la cama de Fray Lorenzo, cuando se casan Romeo y Julieta y de repente cambiaban los escenarios: abrían una parte, cerraban la otra y ya era otra escena. Con poco se hizo todo y era muy bonito, esa puesta la hizo el director primero en Checoslovaquia, pero al montarla en Cuba, ya eran otras condiciones. Tenían que jalar los trastos con un mecate y la visión era nada romántica.

“Cuando como personajes nos íbamos a casar, —que Fray Lorenzo se metía por su texto— la pareja empezaba a manosearse y a Julieta la presentaba con una patada. El pleito era entre dos familias por ver quién era la más poderosa, se trataba del amor frustrado de unos jóvenes por los intereses de los mayores. Era otra visión, moderna, muy interesante. Trajeron telas y zapatos de Checoslovaquia. El director decía que un actor siempre debía sentir el piso”.

Ser actriz

“Ahí, en Cuba como actriz y persona, yo ya era más clara, para la vida. Si alguien me preguntara que es para mí ser actriz, le diría que es alguien que ama su carrera, que es su vida y que lo hace lo mejor que puede. Me encanta estar en el escenario. Decía Seki, que hay actores que solo tienen un registro, hay otros que manejan varios. Yo en ocasiones tengo varios”.

Con participación en más de 90 películas, más de 20 programas de televisión, más de 70 obras de teatro y cientos de anécdotas por compartir, la actriz mencionó que entre algunos de sus compañeros más queridos, de los sets cinematográficos y televisivos, se encuentran María Rojo, Martha Aura, Patricia Reyes Espíndola. “Me divertía mucho con este compañero que se metió a Televisa y ya no salió de ahí, Manuel Ojeda. Claro que Damián Alcázar, que aparte me parece uno de los mejores, es una persona muy linda y un compañero extraordinario. Y hay más”.

La Medalla Cátedra Bergman, fue el último homenaje recibido en 2023 por la actriz, distinguida con más de una veintena de premios a lo largo de una trayectoria que fue más reconocida en el ámbito cinematográfico que en el teatral.

“Las primeras veces eran estímulos fuertes porque en teatro nunca me habían pelado. El primero que recibí fue en cine —el Ariel de Plata en 1986, por mejor coactuación femenina en Los motivos de Luz— y con eso me reivindiqué porque yo decía: ‘Huy, el día que me llamen y me premien, les voy a decir esto y lo otro’.

“Cuando me llegó la noticia de que me iban a premiar en teatro, no sé si por La señora Klein —1990, obra de N. Wright, con dirección de Ludwik Margules— o por cuál, me hablaron para que fuera por mi boleto y además tenía que pagar la cena de no sé qué, y pues ya no fui. Me valió gorro, porque si es un reconocimiento a tu trabajo, no se vale. Llegó un momento, como a la mitad de mi vida, en que dije: ’De qué sirve tanto trabajo y tanto esfuerzo, para que vayan tres personas a verlo’. Aunque luego sí me di cuenta de que bastante gente la vio y la disfrutó. Por ejemplo, a Viejos tiempos, con dirección de Manuel Montoro, una de sus mejores puestas, fueron cuatro espectadores a vernos, nos corrieron del teatro y era un trabajo precioso.

“En el teatro solo te tienes que conformar con que te digan: ‘Esa puesta fue maravillosa’, y guardas esas palabras”.

Ana Ofelia Murguía abría su corazón y su casa, donde entraba la luz del sol por la ventana, junto a su perrita Layla, sus plantas y artesanías. Fue una anfitriona que compartía su comida, aderezada con ese gusto por la conversación que transforma todo en delicia, ante el cuadro pintado por Carolina Kerlow, que tanto le gustaba, en el que Santo, el enmascarado de plata, parecía animar a los comensales, entre distintos relojes que le otorgaban otra dimensión al tiempo.

En una ocasión, durante una breve entrevista telefónica sobre Nele, el personaje que interpretó en la obra Ilusiones, de Ivan Viripaiev, la primera actriz, que en cada función encontraba una revelación más profunda sobre la última etapa de la vida, comentó con su ímpetu esclarecedor: “Nele no es ridícula, no quiere hacerse la jovencita. Sabe que tiene 70 años y es muy triste dejar de hacer cosas, de vibrar, de aprovechar la vida. Ella se niega a ser vieja mental y emocionalmente”.

AQ

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