El cuarto donde escribe Sergio Ramírez es un pequeño dormitorio reconvertido en estudio. Tiene una mesa de madera, una estantería y dos repisas, medio llenas o medio vacías, según se mire, con libros nuevos, algunos ya manoseados y subrayados, que le han regalado sus propios autores o las editoriales que los publican. Su objetivo, sin embargo, no es hacer acopio de novedades bibliográficas sino contar con las herramientas necesarias para su trabajo literario. Por eso ha tenido que adquirir un ejemplar de Don Quijote de La Mancha, otro de la Divina Comedia y uno más de Las mil y una noches. Tal vez pronto vuelva a la librería para reponer en su acervo “más clásicos” porque, dice, “son los cimientos” de la obra que comenzó hace seis décadas.
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Para este hombre de ojos tristes y mejillas desplomadas, no ha sido tan difícil acostumbrarse a trabajar en un espacio como este. “Simplemente hago de cuenta que tuve que cambiar de lugar mi laptop y ya está”, arguye con media sonrisa. Virgina Woolf escribía en una pequeña cabaña ubicada en un extremo del jardín de su casa. Lo mismo hacían Roald Dahl y George Bernard Shaw, aunque la cabaña de éste último tenía la peculiaridad de ser giratoria (para estar iluminada por el sol durante todo el día). Tennessee Williams encontraba la tranquilidad en el interior de un molino, J.K. Rowling, como tantos otros autores, empezó a escribir en una bulliciosa cafetería y, durante sus últimos años de vida, Juan Carlos Onetti se refugió en su cama. Sergio Ramírez escribía en medio de la amplia, surtida, ordenada y luminosa biblioteca que tenía en su casa, a las afueras de Managua, pero desde hace unos meses para crear sus historias se ha tenido que adaptar a una desangelada habitación de cuatro metros cuadrados.
Fue el pasado mes de enero cuando el escritor vivo más importante de Nicaragua llegó a vivir al quinto piso de un edificio de estilo mudéjar, en el distrito Centro de Madrid, a unos pasos del Museo Reina Sofía y del Teatro Circo Price. Se instaló aquí con su inseparable esposa, Gertrudis Guerrero, Tulita, después de hacer un periplo por varios apartamentos prestados, pues al principio no tenían planeado residir en la capital de España. “Vinimos a presentar aquí, y en otras ciudades de Europa, mi última novela y luego pensábamos irnos a San José (Costa Rica). Pero los acontecimientos, las oportunidades y la buena acogida hicieron que nos quedáramos”, dice el escritor octogenario que, por segunda vez en su vida, afronta el exilio.
Las paredes blancas y sin adornos de esta casa potencian la luz uniforme que entra por las ventanas. Unas ventanas que, si están cerradas, impiden por completo el paso del ruido de una de las avenidas más transitadas de la ciudad. De esta manera, por dentro los escasos muebles y la austeridad decorativa acentúan el silencio. “El otro día, a través de una videollamada, una de mis hijas nos dijo que colgáramos algo en las paredes para que todo esto se viera un poco más alegre. Yo le dije que tenga paciencia, que ya estoy gestionando con los del Museo del Prado que me presten unos cuadros de esos que tienen guardados y no exhiben”, cuenta Sergio Ramírez antes de soltar una carcajada y envolver con ella su resignación por ser plenamente consciente de que no vivirá aquí de manera provisional.
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Exilio:
Del latín exilium.
Separación de una persona de la tierra en que vive.
Expatriación, generalmente por motivos políticos.
Efecto de estar exiliada una persona.
Lugar en que vive el exiliado.
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En mayo del año pasado, Sergio Ramírez hizo una pequeña maleta para irse a Baton Rouge (Luisiana), adonde acude con cierta frecuencia para tratarse las dolencias cardiovasculares que padece. Al igual que en otras ocasiones, el plan era estar ahí un par de semanas, lo suficiente para una exhaustiva revisión médica, y luego volver a Managua, pero la llamada de una de sus hijas acabó por convencerlo de que era mejor no regresar a su país.
Unas semanas antes, la Fiscalía de Nicaragua había citado a Ramírez para declarar como testigo en un caso de supuesto lavado de dinero en el que estaba involucrada la aspirante presidencial Cristiana Chamorro, hija de la ex presidenta Violeta Barrios de Chamorro. El escritor explicó que la Fundación Luisa Mercado, que él preside, había recibido dinero de la Fundación Chamorro para financiar unos talleres culturales y mostró los documentos que así lo acreditaban. A las autoridades les pareció que “todo estaba en orden”, pero cuando el Premio Cervantes 2017 salió de las oficinas ministeriales una extraña sensación se apoderó de él. “Noté que ahí se había roto una membrana. Sentí que me estaban queriendo decir que yo estaba a su alcance”, recuerda ahora en Madrid.
Tenía razón. La primavera y el verano nicaragüenses de 2021 estuvieron marcados por las detenciones de los principales opositores políticos del presidente Daniel Ortega, algunos de ellos con serias posibilidades de ganarle en las elecciones que se llevarían a cabo en noviembre de ese mismo año. Pronto, con cargos exagerados o inventados, reformas legislativas arbitrarias y procesos judiciales irregulares, todos aquellos líderes que habían propugnado por un cambio político en Nicaragua fueron encarcelados o, en el mejor de los casos, se vieron en la necesidad de huir del país.
Así que, por prudencia, Sergio Ramírez y su esposa decidieron que de Baton Rouge se irían a San José de Costa Rica. “La situación era preocupante. Algunos de los presos políticos eran gente cercana a mí. Y a Ortega también, porque habíamos luchado juntos en la Revolución que triunfó en 1979, como Dora María Téllez o Hugo Torres. Bueno, pues en San José estuvimos en casa de una de mis cuñadas. Se acabó mayo, pasó junio y julio y en Nicaragua las cosas no dejaban de ponerse peor. En agostó surgió la posibilidad de venir a Madrid y, enseguida, la realidad nos dio el golpe certero”, explica el escritor.
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En los primeros días de septiembre del año pasado, justo antes de salir rumbo a España, dos noticias dislocaron a este hombre de hablar pausado: la prohibición en Nicaragua de su última novela, Tongolele no sabía bailar, y una orden de detención en su contra por “lavado de dinero, bienes y activos, menoscabo a la integridad nacional y provocación, proposición y conspiración”. Al enterarse, lejos de sentirse abatido, lo primero que hizo fue grabar un video para colgarlo en su cuenta de Twitter: “Las únicas armas que poseo son las palabras y nunca me impondrán el silencio”, dijo con voz firme, entre otras cosas, para responder al disparate ideado por el despotismo tropical de Daniel Ortega.
Enseguida, las llamadas y los mensajes de apoyo desde distintos países comenzaron a saturar su teléfono, el hecho de tener que vivir un nuevo exilio quedó más claro que nunca y una arritmia cardiaca comenzó a descomponerle el cuerpo. Por eso, al llegar a Madrid, una de las primeras cosas que hizo fue acudir al cardiólogo. “Guarde reposo. Limite al máximo sus desplazamientos. Salga de ese estado de estrés en el que se encuentra. Duerma bien”, le dijo el médico que también le ajustó el marcapasos y le confesó que era uno más de sus lectores, “por esa manera suya que tiene de contar”.
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Sergio Ramírez era un chiquillo de 12 años cuando escribió el guion de una radionovela y lo mandó a un concurso. Ya no recuerda la trama pero sí que resultó ganador y que el cuadro de actores de Radio Mundial dramatizó su historia y, sobre todo, no se le olvida que por esa hazaña le dieron el primer premio que recibió en su vida: dos botellas de Ron Cañita, el más popular en las cantinas de Nicaragua.
Dos años después mandó un cuento al suplemento literario del periódico La Prensa, sobre una carreta fantasmal en busca de almas pecadoras para llevárselas al otro mundo, y no tardaron en publicárselo. Influido por las historias que escuchaba en la radio, por el cine y por los cómics que coleccionaba con devoción, su pasión por narrar parecía un caballo desbocado mientras su familia paterna tocaba foxtrots, valses y boleros en las fiestas de los vecinos de Masatepe, su pueblo natal, o amenizaba misas, entierros y procesiones.
A él le gustaba la música (“siempre que escucho Dos gardenias vuelvo a la infancia”), pero jamás se le pasó por la cabeza la idea de ser un miembro más de la Orquesta Ramírez pues, tal y como le repetía una y otra vez su padre, su misión era ser el primer universitario de la familia. Por eso, al cumplir 16 años, se fue a León para estudiar Derecho. Apenas una semana después de haber comenzado la carrera participó en una manifestación contra la dinastía Somoza, atrincherada en el poder desde 1934. Fidel Castro acababa de triunfar en Cuba y los estudiantes nicas querían emularlo y empezar a resquebrajar la dictadura que sobrellevaban a duras penas. Ese día, sin embargo, el clamor popular fue rápidamente disuelto con bombas lacrimógenas y balazos. Él corrió, logró esconderse en un restaurante y cuando se calmó el estruendo se asomó por la ventana: dos de sus compañeros de clase yacían muertos a media calle y un montón de heridos buscaban dónde refugiarse. Ese acontecimiento, que hoy recuerda con absoluta nitidez, lo impulsaría más adelante a meterse de lleno en la lucha contra la dictadura.
Pero entre la escuela y la protesta, en su día a día los libros fueron ganando terreno. Los cuentos y las novelas lo envolvían hasta dejarlo maravillado por la disolución de la realidad en la ficción. Leía, pero también escribía. A los 20 años, poco antes de convertirse en licenciado, juntó un puñado de cuentos y con sus ahorros se financió una edición de 500 ejemplares que su novia, Tulita, le ayudó a vender por las calles de León.
Terminó la carrera, le entregó el título de abogado a su padre, que no puso reparos al enterarse de que no ejercería, se casó con Tulita y, ya en pareja, se fue a Costa Rica para trabajar en el Consejo Superior Universitario Centroamericano. Luego consiguió una beca para irse, ya siendo padre de familia, a Berlín con el objetivo de escribir la que sería su primera novela, ¿Te dio miedo la sangre? Pero su creciente trayectoria literaria se vería interrumpida por su implicación directa en una Revolución que llegó a encandilar a toda América Latina.
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No es la primera vez que pesa una orden de detención sobre Sergio Ramírez. En 1977, cuando todavía vivía en Costa Rica, se integró al llamado ‘Grupo de los Doce’, formado por empresarios, sacerdotes e intelectuales que respaldaban a nivel nacional e internacional al Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) en su lucha política y armada para derrocar a los Somoza, quienes de inmediato amenazaron con encarcelarlos, por “terrorismo y asociación ilícita para delinquir”, si ponían un pie en Nicaragua. A la mayoría eso no les importó y, basados en sus planes revolucionarios, desafiaron al régimen y entraron de manera clandestina al país. Cuando finalmente triunfó el movimiento armado, los doce fueron recibidos y aclamados por una multitud que depositó en ellos todas sus ilusiones para iniciar un tiempo nuevo.
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El entonces grandulón y greñudo Sergio Ramírez Mercado nunca empuñó un arma ni llevó uniforme militar. Antes y después de la guerrilla desempeñó un papel intelectual y de apoyo logístico. Al concluir la revuelta formó parte de la Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional y se ocupó, entre otras cosas, de que algunos jefes de Estado extranjeros reconocieran la legitimidad del naciente régimen y de conseguir dinero para implantar una estructura gubernamental o comprar pizarrones y pupitres para alfabetizar a la población.
Serían 10 años los que pasaría como número dos al mando de ese pequeño país que Julio Cortázar definió como “violentamente dulce”. Una década de trabajo absorbente en la que si su familia no se resintió fue gracias a Tulita. “Ella es la que ha soportado sobre sus hombros todo el edificio del clan, incluso en las circunstancias más duras. Mientras yo estaba en la clandestinidad, la dejé sola con los hijos, sin nada, y salió adelante. Después, cuando fui vicepresidente, yo vivía siempre ocupado, tan ocupado que una vez ella, con ironía, le pidió a mi secretaria que la pusiera en la agenda de mis citas diarias y apareció en mi despacho con una lista de los asuntos de los dos que quería tratar conmigo. Otra mujer que no fuera ella seguramente me habría dejado”, reflexiona ahora el escritor que es hijo de un vendedor de abarrotes y de una profesora de secundaria.
En 1990, después de las segundas elecciones libres y transparentes en casi todo el siglo XX nicaragüense, el FSLN cedió el poder a la oposición y él fue jefe de la bancada sandinista en la Asamblea Nacional. Seis años más tarde, cuando ya las diferencias con la cúpula de Daniel Ortega fueron insalvables, fue candidato a la presidencia y… perdió. Esa contundente derrota de 1996 apagó sus sueños y anhelos de justicia y desarrollo para su país y lo llevó a refugiarse, de una vez y para siempre, en la literatura.
“Sergio vino a verme en esa época”, recuerda el periodista, editor y escritor Juan Cruz. “Yo era director de Alfaguara y me dijo que ya no quería ser conocido como político sino como escritor. Le contesté que eso era imposible, a menos que se despidiera. ‘¿Y eso cómo se hace?’, me preguntó. Entonces le sugerí que tenía que escribir un libro cuyo título fuese Adiós, muchachos. Me hizo caso y se conoce que ese libro es tan bueno como El pez en el agua, de Mario Vargas Llosa. Porque es una honesta, memoriosa y nada rencorosa despedida de la política”.
La mañana del viernes 20 de febrero de 1998, el escritor que es nieto de un músico y de un ebanista de Masatepe se despertó con los timbrazos del teléfono. Era Carlos Fuentes, presidente del jurado del Premio Alfaguara de Novela de ese año, para decirle que él, y el cubano Eliseo Alberto, eran los galardonados. “El premio es doble, no dividido”, le aclaró el autor mexicano, para su tranquilidad económica. “Solo que… todo el jurado recomendamos que le cambies el título a tu novela: que en lugar de Fin de fiesta se llame Margarita, está linda la mar”. Ramírez aceptó sin pensarlo dos veces (“no estaba para dobles pensamientos”) y después de colgar el teléfono se fue a su biblioteca. Estaba solo en casa, su mujer había salido muy temprano, y al mirar por la ventana a dos pájaros alborotados en las ramas de un capulín, se sintió “en medio de un vacío absoluto, de un vacío feliz”. Porque sabía que a partir de ese momento su carrera literaria se consolidaría.
Puede que Sergio Ramírez se haya despedido de los cargos políticos, pero no de la política. Casi todos sus cuentos, novelas, ensayos y artículos están escritos a la sombra de la corrupción, la desigualdad o la inestabilidad política de su país. Cuando en abril de 2018 fueron reprimidas las protestas por la intención gubernamental de recortar las pensiones y aumentar las contribuciones de empresarios y trabajadores a la Seguridad Social, el escritor que es padre de tres hijos y abuelo de ocho nietos sintió que el pasado había vuelto. Ya nadie dudaba que Nicaragua estaba, una vez más, sometida por una dictadura siniestra y esotérica (elemento aportado por Rosario Murillo, “compañera eternamente leal” de Daniel Ortega) y era necesario no sólo impedir el recorte a las pensiones, sino restaurar la democracia que 40 años atrás había conquistado la Revolución.
Mientras continuaban las protestas y la represión en su país, Sergio Ramírez aprovechó su discurso de aceptación del Premio Cervantes, para dejar claro que “cerrar los ojos, apagar la luz o bajar la cortina, es traicionar el oficio. Todo irá a desembocar tarde o temprano en el relato, todo entrará sin remedio en las aguas de la novela. Y lo que calla o mal escribe la historia, lo dirá la imaginación, dueña y señora de la libertad, por la que se puede y debe aventurar la vida, pues no hay nada que pueda y deba ser más libre que la escritura, en mengua de sí misma cuando paga tributos al poder el que, cuando no es democrático, sólo quiere fidelidades incondicionales. Somos más bien testigos de cargo. Nuestro oficio es levantar piedras, decía Saramago; si debajo lo que hallamos son monstruos, no es nuestra culpa”.
Por eso, al volver a su casa, se sentó a escribir sobre los brutales acontecimientos y el turbio entramado que los provocó. Su estrategia narrativa se basó en el regreso del inspector Dolores Morales, un personaje conocido por sus lectores, pues había protagonizado sus dos novelas anteriores, El cielo llora por mí y Ya nadie llora por mí. “Morales viene a ser una suerte de alter ego de mí mismo. Tiene otra personalidad, pero sus desencantos y los míos pertenecen al mismo ámbito, así que yo interpreto a través de Morales un desengaño que no es solo mío sino de toda una generación que ha visto a la Revolución no sólo envejecer sino descomponerse y convertirse en un cadáver que huele mal, que está ahí, expuesto al sol. Él va contemplando a lo largo de las tres novelas esos acontecimientos y participa en ellos a través de historias que dejan de ser policiacas para ir transformándose en narraciones que de alguna manera son políticas”, reconoce ahora el autor.
“Si en Nicaragua se atribuye a Rubén Darío la paternidad de la abundante producción poética en el país, le corresponde a Sergio Ramírez ser el patriarca de la novela nicaragüense. A pesar de la calidad y alcance de novelistas como Rosario Aguilar o Lizandro Chávez, contemporáneos suyos, él ha sido sin duda quien puede ufanarse de colocar la novela a la altura de la gran poesía que ha ocupado el cetro de honor en Nicaragua. A menudo he pensado que Sergio es el Balzac de nuestra sociedad, un retratista implacable cuya brújula apunta siempre al meollo de la condición humana y por lo mismo no es ajena ni a la soledad del monstruo, ni a los cristales cortantes del azúcar”, opina su colega y compatriota Gioconda Belli, recientemente también exiliada en España.
En Tongolele no sabía bailar (Alfaguara), el inspector Morales vuelve a la Managua actual, empobrecida y desencantada, después de haber sido expulsado a Honduras por Tongolele, el jefe de los servicios secretos nicaragüenses, a quien le dicen así porque el mechón blanco de su pelo recuerda a unas de las rumberas que formaron parte de la Época de Oro del cine mexicano. Igual que Morales, Tongolele fue un combatiente guerrillero en la lucha para derrocar a la tiranía de Somoza, pero los caminos de ambos se separaron y no han tenido más remedio que enfrentarse en un escenario turbulento, y a ratos ridículo, lleno de secretismo, traiciones y oscuras maniobras.
“La verdad es que no me imaginaba que llegarían a prohibir la novela. Yo sabía los temas que estaba tocando: la insurrección popular combatida a balazos, mientras el Estado difundía la idea de que había el intento de un golpe de Estado. También me metí a escarbar en la naturaleza esotérica y rarísima que tiene este régimen. Desde luego sabía que no iba a quedar bien ante ellos con este libro, pero no me imaginé que lo prohibirían y, mucho menos, que emitirían una orden para capturarme”, explica el escritor que lleva casi un año enfocado en sobrellevar, de la mejor manera posible, su segundo exilio.
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El nombre de Sergio Ramírez Mercado es uno más en la larga lista de escritores exiliados. Tan solo en el siglo XX, autores como Stefan Zweig, Thomas Mann, Cesare Pavese, Natalia Ginzburg o Vladimir Nabokov, tuvieron que huir de los regímenes autoritarios que prevalecían en sus respectivos países. En la historia contemporánea de América Latina, el exilio también ha sido el denominador común para varios autores, algunos de ellos con una participación comprometida en la política regional.
Al destierro fue a dar dos veces Rómulo Gallegos, primero bajo la dictadura de Juan Vicente Gómez y luego bajo los tentáculos de Marcos Pérez Jiménez. Juan Bosch, exiliado por la dictadura del generalísimo Rafael Leónidas Trujillo, y luego de muerto Trujillo, electo presidente de la República Dominicana, sólo para ser derrocado por los militares trujillistas, y vuelto otra vez al exilio. Pablo Neruda se comprometió en 1946 con la candidatura de González Videla, y se involucró en su campaña electoral, pero ya en el poder, aquel lo mandó perseguir y tuvo que huir a través de la cordillera hacia Argentina.
Exiliados tras el derrocamiento de Jacobo Arbenz en Guatemala fueron Tito Monterroso y Luis Cardoza y Aragón, por la dictadura de Castillo Armas. Augusto Roa Bastos se fue de Paraguay por la dictadura de Stroessner. Exiliado Mario Benedetti del Uruguay, exiliado Juan Gelman de Argentina, su hijo asesinado y su nuera secuestrada y llevada al Uruguay donde dio a luz a una niña, secuestrada por largos años. Exiliados de Cuba fueron Reinaldo Arenas, Guillermo Cabrera Infante y Severo Sarduy.
Después de que miles de españoles fueran expulsados por el régimen de Franco, y acogidos principalmente en México y en Argentina, en torno a los años 70 del siglo pasado los exilios sucesivos de cubanos, chilenos, uruguayos y argentinos produjeron en España una pléyade de profesionales de distinta índole, sin los cuales es hoy sería imposible concebir muchas de las historias reflejadas en su cine, teatro, música y poesía e imaginación.
Cuando ya en España había democracia, se instalaron en este país escritores como Jesús Díaz, Manuel Díaz Martínez o Raúl Rivero, que inició aquí su destierro y que se murió, en la misma diáspora, en Miami. Leopoldo Castedo, historiador republicano que huyó en Chile, hizo luego el viaje a España cuando se produjo, entre disparos y sangre, el golpe de Pinochet. En los 70 también se iniciaron en Uruguay y en Argentina dictaduras concatenadas e igual de crueles. Una denuncia que parecía tener raíz literaria, haber contribuido a premiar un cuento que los militares no vieron con buenos ojos, acabó con el encarcelamiento y luego el exilio de Juan Carlos Onetti, quizá el escritor más importante de aquella república. Él eligió España y todavía hoy sigue siendo un símbolo del exilio literario del Cono Sur, al que se unieron sus compatriotas Mario Benedetti y Cristina Peri Rossi.
También llegaron a España la galerista Carmen Waugh, la compositora y poeta María Elena Walsh,a Mario Muchnik, editor, o a Atahualpa Yupanqui, el folclorista. Alejo Stivel, cofundador del grupo Tequila, tenía 17 cuando subió con su madre, la actriz Zulema Katz, al barco Cristóforo Colombo, que los llevaría desde aquel infierno que empezaba en Buenos aires hasta Barcelona. Por aquel tiempo también viajaron a España Abrasha Rottenberg, editor, y su mujer, Dina, pianista, con sus hijos Ariel, compañero de Alejo en Tequila, y Cecilia Roth, que triunfaría en el cine español. En barcos y en historias parecidas viajaron Cristina Rota, actriz, maestra de actores, y su hijo Juan Diego Botto, que entonces era un niño perseguido como su madre y que interpreta, por ejemplo, a Federico García Lorca en los escenarios.
Susana Constante murió en Sitges en 1993, meses después de que lo hiciera en Madrid Daniel Moyano. Ambos tuvieron que salir de la Argentina tras el golpe militar de 1976. Y ambos recalaron en España, lo mismo que otros de sus compatriotas, como Antonio di Benedetto o Héctor Tizón, o Clara Obligado, que sigue viviendo en Madrid igual que Nora Catelli continúa viviendo en Barcelona. Su llegada a España coincidió con el final de la dictadura de Franco. Y en los últimos años, también muchos latinoamericanos han elegido de nuevo España como lugar de exilio político o económico.
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El primer escritor centroamericano en obtener el Premio Cervantes es un hombre octogenario, alto, grueso, con pocas canas, labios finos, ojos caídos, no soñolientos: tristes, enmarados por unas profundas ojeras y con una honda decepción instalada en los párpados. Está afligido, pero de vez en cuando se apoya en los recuerdos y saca a relucir su sentido del humor.
Desde hace poco, este padre de tres hijos y abuelo de ocho nietos también se apoya en un bastón para caminar. Además de sus achaques cardiovasculares tiene artrosis en una rodilla. El ortopedista le recomendó ponerse una prótesis, pero tumbarse en un quirófano no es algo que le agrade. Así que él, que se considera “un buen paciente”, fue a la farmacia y se compró un bastón, porque no vaya a ser que un día de estos la rodilla le falle, tenga un accidente y se rompa una pierna o el coxis. El problema es que todavía no se acostumbra a llevar bastón y ya ha perdido tres. Llega a una estación de tren o a una cafetería o a un evento y lo deja recargado en la pared y luego, cuando se va del lugar, no se acuerda de llevárselo. Cada vez que va a comprar otro, en la farmacia de su barrio se ponen muy contentos.
Una tarde reciente, mientras él bebía a sorbos un café, Tulita un agua mineral y yo un té helado, me dijo que “como el bastón es parte de la edad, uno se resiste y entonces ve al bastón como algo ajeno, como que este cuerpo no lo necesita. Pero, bueno, es cosa de asimilar el cambio”. Hacía calor y poco a poco la conversación fue derivando en el paso del tiempo y la vejez. “Mi temor a la vejez no está en la muerte, sino en la pérdida de la curiosidad, sin la cual la escritura tampoco existe”, soltó en el tono de quien pronuncia una sentencia. “El poeta Salomón de la Selva, en Evocación de Píndaro, me enseñó para siempre esto: “no sea yo jamás viejo gruñón, ni avaro, ni enteramente viejo”.
El hombre que a sus ochenta años se resiste a ser gruñón, avaro y viejo se enfrenta a la cotidianidad de su segundo exilio con la resignación y la entereza que amerita la situación. Por las noches lee un buen rato y apaga la luz a eso de la una de la madrugada. Se levanta sobre las ocho, se ducha, revisa las noticias y el correo electrónico en el celular, desayuna y, sobre las 10 de la mañana, se va a su pequeño estudio, enciende su laptop, pone música de cámara, nunca de orquesta sinfónica porque se distrae, y comienza a escribir.
Lleva varias semanas afinando el libro de cuentos que publicará en otoño. Se titula Ese día cayó en domingo y cinco de los relatos que contiene los ha escrito aquí en Madrid, durante sus primeros meses de exiliado. Tocan temas como la familia, el amor, la muerte, la memoria y la vida cotidiana. La historia que abre el libro es sobre un dictador que sale de su tumba y se va tranquilamente a su despacho en la casa presidencial. Al darse cuenta de que las cosas han cambiado, pregunta qué ha pasado. Le dicen que ha habido una insurrección y que ahí tiene la gente esperando sentencia. Asombrado, sólo atina a decir: ‘¡pero si esto ya había sido resuelto el siglo pasado!’ “Es la idea de que el tirano siempre es el mismo, cualquiera que sea”, me explicó Sergio Ramírez con media sonrisa.
Hace unos días, sin embargo, retomó una novela “muy larga” que empezó hace siete años. “No es que yo le haya dedicado todo ese tiempo. Quiero decir que he venido haciéndola a retazos. Y la primera vez que escribí algo fue hace siete años. Pero ahora sí el libro ya tomó cuerpo y voy hacia la recta final”, me contó antes de que abandonáramos la cafetería y saliéramos al furioso calor que este verano se ha apoderado de toda España. En realidad, tal vez tarde un poco más en acabar esa novela, “que superará las 500 páginas”, porque a finales del próximo mes se irá la Universidad de Princeton a impartir un curso sobre Modernismo, y estará ahí hasta diciembre. “Ahora tengo que preparar el curso, pero pienso retomar la novela en Estados Unidos, en una casa que alquilaremos en medio de un bosque. Princeton es un lugar pequeño, sin distracciones. Para ir a Nueva York tendría que tomar un tren. Así que…”, me dijo con cara de ¡bingo!
Mientras tanto, aquí en Madrid, el escritor que tuvo como primer premio de su vida dos botellas de Ron Cañita suele trabajar en sus historias hasta las tres de la tarde. A esa hora come y con frecuencia echa de menos algunos platillos nicas, como la carne en vaho. “Es lo más suculento de la cocina nicaragüense. Es una carne al vapor que tiene seguramente raíces africanas. En un envoltorio de hojas de plátano se pone cecina salada y secada al sol junto con plátanos verdes, con todo y la cáscara, y trozos de yuca. Todo eso se envuelve y se pone a cocer al vapor en una olla de barro. Cuando ese envoltorio se abre, el perfume es extraordinario”, me dijo entre cerrando los ojos y suspirando. Últimamente, él y Tulita comen más pescado que carne. “Porque aquí no es fácil encontrar los cortes que comemos en Nicaragua”, añadió en voz baja, no vaya a ser que algún español lo escuche y se ofenda.
Después de comer, aprovecha la diferencia horaria y habla con gente del otro hemisferio, responde correos electrónicos o se cita con los periodistas que le piden una entrevista. Si cena en casa, el menú es ligero: “fruta, ensalada, queso, una rebanada de pan… nada pesado”, detalla. Pero si algún amigo organiza una cena colectiva, lo cual es frecuente, se deja mimar con lo mejor de la gastronomía ibérica. Los fines de semana también se reúne con amigos o él y Tulita se van a algún museo. No sólo al Reina Sofía o al del Prado, que son los que tiene más cerca, sino a “algunos de esos pequeños y lindos”, dice. “El otro día nos fuimos a la Iglesia de la Florida, donde están los frescos de Goya, que no conocíamos. También hemos ido a la Academia de San Fernando o al Thyssen y al de Sorolla, que le gusta mucho a mi mujer. Alguna vez hemos ido al cine. Los buenos teatros siempre están llenos y hay mucho vodevil que no me interesa”.
Se comunica con sus hijos y con sus nietos a través del WhatsApp y de las videollamadas, una costumbre que no es de ahora sino que ya tiene varios años porque su familia está repartida en varios países. “Nuestras hijas están en Nicaragua, con sus maridos. Pero todos nuestros nietos ya están prácticamente fuera. Uno, el mayor, está aquí en Madrid. Aquí estudió y aquí trabaja, es ingeniero en sistemas. Tenemos otras dos en Londres, una trabaja en Twitter y la otra es psicóloga. Otra está en Montpelier, ella sí es pequeña, tiene 11 años, y vive con mi hijo allí. Otro nieto estudia en Pamplona. Y los otros dos están a punto de irse a estudiar a Estados Unidos. De manera que nuestros ocho nietos están todos fuera. Bueno… y ahora nosotros también”, cuenta, y estalla en una agridulce carcajada.
La primera Navidad de su segundo exilio fue más alegre de lo que se imaginó. Vinieron a Madrid todos sus nietos y cenaron en casa del mayor que vive aquí. “La pasamos muy bien. Era la primera Navidad fuera de mi papel de paterfamilias. Porque mi familia va más allá de mis hijos. Tengo muchos sobrinos que las circunstancias familiares también han hecho que sean como mis hijos, porque sus padres murieron jóvenes y han crecido bajo mi atención. Y, bueno, es la primera vez que mi mujer y yo no presidimos esta fiesta. Pero la de aquí no estuvo mal”.
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Cuando asumió que volvería a ser un exiliado, Sergio Ramírez le dijo a una de sus hijas que le mandara una maleta grande llena de ropa y, de manera paralela, él y Tulita se convirtieron en ciudadanos ambulantes por Madrid. De un hotel pasaron al apartamento de una amiga nicaragüense, luego su editorial, Alfaguara, les consiguió otro y luego uno más, mientras reformaban el que sería el “definitivo”. ¿Ya se hizo a la idea de que ésta será su casa por largo tiempo? “Eso es algo con lo que uno no termina de hacerse. Es un proceso muy largo. Dejar de pensar en el sentido provisional que tiene un lugar… no es tan sencillo. Una casa, en el sentido emocional, mental y físico, no sólo está formada por paredes y techo, sino por lo que hay dentro: cuadros, recuerdos, libros, el ambiente, la costumbre de vivir…”, reflexiona.
La casa de la que salieron Sergio y Tulita, y a la que no saben cuándo podrán volver, la había diseñado su hija Dorel, que estudió arquitectura en la Universidad Iberoamericana de la Ciudad de México, la misma que en 1996, cuando se anunció su candidatura a la presidencia del país volcánico donde nació, le pidió hablar a solas y le espetó que dejara la política y se dedicara a la literatura de una vez por todas. Así lo hizo, después de la derrota electoral, y desde entonces todos los domingos fueron el día de la infaltable reunión familiar. “Nosotros le habíamos cogido mucho gusto a esa casa, porque estaba hecha de acuerdo con nuestras necesidades y lejos del centro de Managua, en un lugar muy bonito, en medio de un bosque. Pero las circunstancias son las que son”, arguye el autor de Tiempo de fulgor.
Una tarde de sábado de hace casi un año, el periodista Juan Cruz llamó al poeta Luis García Montero, director del Instituto Cervantes, para decirle que Sergio Ramírez vendría a España. “Le dije que, como decía Benedetti, había que hacer algo con esa casualidad. Pues, mira: en cuestión de minutos, Luis armó una historia para que Sergio se sintiera en casa. Ideó una gira por los institutos Cervantes que hay regados por Europa para presentar Tongolele no sabía bailar y también se le ocurrió que podría dar un curso de escritura aquí en Madrid y, oye, me quedé verdaderamente asombrado y agradecido por ser testigo de ese agasajo. ¡Luis debería de ser el jefe del Protocolo Afectivo de España!”, expresa el hombre a quien Ramírez le reconoce haberlo equipado para no soltar jamás la escritura.
Desde entonces, la calidez institucional y amistosa para el oriundo de Masatepe se desató y, hasta la fecha, no ha cesado. El Gobierno de España, la Academia de la Lengua y más de 250 escritores y artistas firmaron una carta de apoyo, en contra de la persecución que padece. Lo invitaron a comer con el presidente, con el ministro del Interior y con el ministro de Cultura. La Casa de América le rindió un homenaje, en el que Mario Vargas Llosa, otro escritor que ahora lleva bastón, ensalzó su obra y lamentó que un régimen siniestro no le permita volver a su país. También lo han invitado a varias ferias le libro regionales y a festivales culturales en varias ciudades españolas.
La tarde del 25 de octubre del año pasado, cuando la arritmia se calmó y el cardiólogo lo dio de alta, llegó muy bien trajeado al Círculo de Bellas Artes de Madrid, que le otorgó su Medalla de Oro. Entre otras cosas, en su discurso de agradecimiento se acordó de Ovidio, “el más antiguo de los escritores exiliados”, y de varios latinoamericanos que, como él, han tenido que dejar sus países para irse a México, Estados Unidos o Europa.
Si en 1978, cuando Somoza quiso encarcelarlo y se exilió por primera vez, se atrevió a desafiar la orden de detención que tenía en su contra al entrar en Nicaragua de manera clandestina, hoy confiesa que no se ve capaz de hacer lo mismo. “En esa época regresé porque sabía que mi resistencia estaba contribuyendo a remover los cimientos de la dictadura. Hoy mi papel no es activo, yo ahora solo tengo la palabra, y no he vuelto ni pienso volver porque sé que Ortega sí es capaz de meterme preso o, en el mejor de los casos, de encerrarme en mi casa. Sé de muchos de mi edad que tienen su casa por cárcel. Y, entre el papel de preso y el de exiliado, he elegido el de exiliado. Además, con Somoza tenía la vida por delante, ahora con Ortega tengo la vida por detrás”, me dijo en una de las muchas y continuas conversaciones que hemos sostenido a la largo de los últimos meses.
La misión principal de todo exiliado consiste en adaptarse. “Mi situación no es la que quisiera, pero sé que tengo que sacarle el mejor partido”, dice el ex vicepresidente de Nicaragua. “Para mí es difícil vivir en un piso, porque yo he vivido siempre en campo abierto, rodeado por naturaleza, con un patio… y vivir en un piso es otra experiencia. Pero duermo bien y me levanto sin angustia, eh. A veces me preocupo más por mi mujer, porque para ella está siendo más difícil, se siente muy lejos de su familia. No es que yo me haga el valiente, simplemente lo asumo y ya está”.
Por el momento, Sergio Ramírez no conoce a todos sus vecinos. Solo al presidente de la Comunidad y al que vive al lado. Le urge que su casero le mande instalar el aire acondicionado porque, dice, estos días veraniegos su casa es un auténtico infierno. “Yo vengo de un país caluroso, pero este calor nunca lo he sentido. Es como el fuego. Cansa y hasta se me quita el hambre”, arguye el hombre que ahora vive sin cuadros en las paredes. “En mi casa de Managua tenía muchos que me han regalado: uno de Wilfredo Lam, que me dio García Márquez, que forma parte de la serie del Buque Fantasma, los grabados que él hizo para Gabo. Tengo otro grabado que me regaló Günter Grass: un caracol. Tengo un cuadro muy hermoso, cinético, regalo de Julio Le Parc. Otro cuadro de Armando Morales, el gran pintor nicaragüense. En fin: son cuadros que son parte de mí mismo y… ¡mira ahora!”, dice resoplando al ver las paredes desnudas de su casa madrileña.
Pero lo que más echa de menos es su biblioteca, llena de luz y tranquilidad, donde solo alcanzó a escribir su última novela. Por eso, en la inauguración del FIL de Guadalajara del año pasado, hizo una entrañable oda a ese acervo bibliográfico sobre el que ha edificado toda su obra. Ahí, contó, tiene ejemplares de libros como “La comedia humana de Balzac, formada por más de 20 tomos, con tapas de cartón. Es una edición muy vieja, que compré una vez en una librería de Clermont-Ferrand en Francia, porque su precio me pareció irresistible. Y mis dos tomos de cuentos de Chéjov, empastados en cuero e impresos en papel biblia, como misales. O libros de aprendizaje, como La perla, de John Steinbeck, el primero que leí en inglés, como tarea, esforzándome en noches de desvelo con el diccionario Webster de bolsillo, durante aquel curso de verano en la escuela de idiomas de la Universidad de Kansas en 1966. O La metamorfosis, que al terminar de leerlo tirado sobre la hierba, bajo un tilo en el Volkspark de Berlín, le dije triunfalmente a Tulita: ‘Ya puedo leer a Kafka en alemán’. Y la edición del Quijote en cuarto mayor que me entregó la Universidad de Alcalá de Henares al recibir el Premio Cervantes, para la que había mandado hacer un atril con la intención de repasar de pie sus páginas, como los monjes repasan los libros de horas de los conventos”, dijo ante el extenso auditorio que lo escuchó en el pabellón principal de la feria mexicana.
El otro día, al ver los estantes semivacíos de su nueva casa, Sergio Ramírez se hizo a sí mismo una pregunta: “¿Cuándo llegará el momento en que yo pueda tener aquí una biblioteca espejo de aquella?” La respuesta fue inmediata: “Nunca. Eso no es posible”. El único consuelo que le queda es “reponer” los ejemplares fundamentales para su vida de lector y escritor. Y acumular, después de leerlos, aquellos que le van regalando.
Estos días está leyendo un libro sobre neurociencia, que se llama El bazar de la memoria y trata sobre los mecanismos físicos de la memoria y del cerebro. La autora, Verónica O’Keane, es una psiquiatra que, según él, escribe “de manera muy literaria”. Pero hace unas semanas leyó un libro que es “un poco pesado”, por la cantidad de referencias que tiene. Se llama La risa de la antigua Roma y, claro, cuando se topó con una cita de Plutarco o de Cicerón, por ejemplo, le dieron ganas de consultar de inmediato la fuente original. “En mi biblioteca eso estaría resuelto. Aquí, en cambio, me siento perdido”, puntualizó antes de decirme que al día siguiente iría a la librería a comprar un ejemplar de Cantos de vida y de esperanza, de Rubén Darío, como quien va a un santuario en busca de un remedio para el alma.