“Soy el que no conoce otro consuelo que recordar el tiempo de la dicha”, escribió Jorge Luis Borges (“The thing I am”). “Detrás del tiempo de los relojes está el tiempo infinito de la dicha”, escribió Elena Garro (La señora en su balcón). Dichosa coincidencia: el escritor argentino y la escritora mexicana escriben la misma frase, “el tiempo de la dicha”. Borges alude al pasado (el recuerdo se da en el cuando). Garro habla de dos tiempos simultáneos: uno corresponde al cuando —“el tiempo de los relojes” —, y el otro, además, corresponde al donde: “el tiempo de la dicha”, situado en una dimensión de sensaciones y sentimientos. ¿Podría ser (por el cuándo de la historia y por el dónde de su espacio), la estructura profunda de ambos ejes? Al cruzar el espejo del tiempo, Elena Garro divide aunque curiosamente a la vez multiplica: su concepción del tiempo no concibe uno solo, sino dos, y en uno de ellos tiene lugar el tiempo de la dicha; es su hogar, sólido e infinito.
Hizo eco en nosotros su frase, célebre ya, y en el año de su centenario propusimos el coloquio “El tiempo de la dicha: la lectura de Elena Garro” (Bellas Artes, domingo 18 de septiembre de 2016). Al releer Los recuerdos del porvenir, nos encontramos con “qué dicha ser hombre y poder decir lo que se piensa” (aquí, conciencia de género); pero también leemos “ya se está amontonado la desdicha” (aquí, conciencia de dolor); y, una vez más, “estábamos desterrados de la dicha” (aquí, conciencia de pérdida, de destierro). Género, dolor, pérdida y destierro, ¿constancias éstas en la obra que releemos a los 25 años de la ausencia de la autora? (22 de agosto de 1998). Con sus palabras, publicadas como novela en 1963 (y escritas desde antes, como escrito desde antes fue su teatro), Elena Garro se curó en salud: dijo lo que pensó, aunque era mujer (y así le fue); supo que la desdicha “amontonada” cada vez era más grande; que, exiliada durante muchos años, México sería su pérdida mayor, su dicha desdichada.
Un día de junio de 1993 Elena Garro volvió a México y, ya aquí, siguió hablando, acumulando desdichas y dolor también, y así vivió el último lustro de su vida. Con los años se agiganta su figura (¡pero si es la misma!), tiene nuevos descubridores y sus fieles estudiosos la siguen redescubriendo. Como ha dicho Luzelena Gutiérrez de Velasco: “Sin Elena Garro nuestra literatura tendría otro sabor y colores”, y nos lo recordó a unos pasos de la Alameda aquel domingo de septiembre de 2016 en Bellas Artes dedicado a la escritora poblana, mexicana, universal, cuando Elena Poniatowska dijo que Elena Garro es un género literario. Ah, nuestras dos Elenas, dos caras de la misma moneda: México; cada una, un género literario.
Al menos a mí, me faltaba conocer a la escritora poblana como poeta. En Cristales de tiempo leo (en el periódico MILENIO) “Mar de dedos” (1956); “A mi sustituta en el tiempo” (1947); “Hoy ármese mi mano” (1949); el título “O” (1955) y “Ensueño” (1964). Estos poemas, entre otros, y la dicha por ella dicha, sugerirían lecturas acerca de los afectos en la obra de Elena Garro. Por ahora, solo menciono la sugerencia.
Los avatares de su vida personal, a los que se ha dedicado una buena parte de la crítica interesada sobre todo por Octavio Paz y Elena Garro (por Paz o por Garro, o por Garro versus Paz), acentúan aún más la capacidad de una autora que, a pesar de acosos y acusaciones (que van más allá de Paz, y de los que Garro también es responsable), fue marcando el rastro de su obra, imprescindible en el canon de la literatura mexicana. Es el punto que nos interesa, aunque es tentadora la dinámica de relación de dos figuras señeras de nuestra cultura. Ella habló y escribió sin artilugios acerca de él: él posiblemente la vio venir en “Mi vida con la ola” (¿Águila o Sol?, 1951) ¿Y por qué no Águila y Sol? Murieron con una diferencia de cuatro meses (en 1998: Paz, el domingo 19 de abril; ella, el sábado 22 de agosto); se habían casado 61 años antes (1937) y divorciado, 39 (1959). Estuvieron casados 22 años (1937-1959). ¿Se odiaron? ¿Se perdonaron? Cuando Elena se enteró de la muerte de Octavio Paz, dijo: “Se me adelantó. Él me va a recibir allá arriba. La muerte es para vivir siempre”. Él murió a los 84 años, 19 días; ella, a los 81 años, 8 meses, 11 días. Genio y figura —águila y sol—, una y otro, y nadie lo puede negar, como tampoco la concepción barroca de la vida que tenía Elena Garro, su idea eterna del tiempo, la intemporalidad de la dicha.
Aunque importantes y justicieras de un lado y de otro, y más allá de Octavio Paz y más allá de Elena Garro, dejemos aparte (¿en una bolsa de gatos?) las discusiones extra literarias y leamos directamente el legado de una escritora que pudo obtener más homenajes de cien años en 2016 y que merece aún más a los 25 años de su muerte, en el año 2023, como el que dedicó la FIL de Guadalajara en el Día Mundial del Libro. ¿Qué tan justos y proporcionados son los homenajes a Elena Garro respecto a los de otros grandes escritores?
La celebración de sus años y la evocación de su muerte nos ha llevado a leer y a releer una obra sin desperdicio, articulada desde un orden coherente de tiempos y espacios —esto es, de cordura artística, poética— acompasados por una autora llamada Elena Garro, nacida en un contexto real de persecuciones (pensemos tan solo en las religiosas), y estructurada formal y temáticamente por la construcción de personajes concebidos siempre en una colectividad, sea ésta la familia o la comunidad. Personas y personajes huidos (no tránsfugas) en la realidad y en la ficción convergen en una poética de la fugacidad, en la que la palabra mayor la tiene la misma autora, y sobre todo uno de sus libros, Andamos huyendo Lola, de 1980; en éste, la realidad (o realidades) es sustento de la ficción: la autora huye, los personajes huyen (se huye de, pero ¿a dónde?), y el vacío —el tiempo sin tiempo— se llena con el testimonio literario del andar de la escritura.
El prodigio de esta escritura se da en la huida. Pero, ¿quién no huye, por ejemplo, en el mito, en la historia? Quetzalcóatl y también Netzahualcóyotl; huye Eneas y Jonás, Moisés, Jacob y David; San José y la Virgen María también. Y los lectores, ¿no huimos acaso? Por suerte, ahora es hacia los libros escritos en una ruta de zozobra y de incertidumbre. ¿Con qué instrumentos contaría Elena Garro a la hora de escribir digamos en el exilio? ¿Tan solo con la memoria y el talento? ¿Huida sin fin, como la errancia, para acabar en Cuernavaca de donde salieron, entre otros, títulos de novelas cortas, de los que dijo que publicaba por necesidad económica? Qué pena da pensar en sus últimos años, qué pena da su imagen, su fortaleza tan debilitada. ¿Qué pasó con Nellie Campobello? ¿Qué con Elena Garro? ¿Antes y a la hora de su muerte?
En 1996 —80 años de Elena Garro y ya en México— se publicaron tres de sus libros: Un traje rojo para un duelo, Un corazón en un bote de basura y Busca mi esquela/ Primer amor. Es el año del volumen colectivo Elena Garro: recuerdo y porvenir de una escritura (2006). Título atinado que nos remite a la lectura de la obra: ése es el camino, los homenajes de estos días. Porque, ¿qué creer de lo que dijo, dijeron, se dice de Elena Garro?
La escritora poblana, quien vivió en Iguala, en la Ciudad de México, en París, en Berna, en Nueva York, en Madrid, entre otras geografías recorridas con fuertes cargas históricas, dejó títulos rotundos en varios géneros literarios. Un hogar sólido, teatro; Recuerdos del porvenir, novela; “La culpa es de los tlaxcaltecas”, cuento; Memorias de España 1937, crónica, historia, nueva historia. Y hay otros títulos suyos, también imprescindibles. Felipe Ángeles de 1979 y otros cuatro publicados entre 1980 y 1983: Andamos huyendo Lola (1980); Testimonios sobre Mariana (1981); Reencuentro de personajes (1982); La casa junto al río (1983).
Nos preguntamos en qué circunstancias los escribiría. Si los sacó de un baúl fue porque, ya compuestos, ella misma los habría puesto allí. Fueron olvidados, rescatados, aunque también desconocidos en su época. En Santa Bárbara, California, me dijo Ingrid, esposa de Arturo Serrano Plaja (poeta de la Generación del 27, muy citado por Octavio Paz): “Convivimos en París, nunca me hubiera imaginado que Elena escribía”. En la Embajada de México en España —en uno de los festejos a Elena Poniatowska, por su Premio Cervantes—, me dijo Clara Janés: “En Madrid fui vecina de Elena Garro y de Helena Paz Garro. Compraban cremas muy caras, tomaban mucho café. Estimulé a Helena Paz Garro a escribir sus versos, que yo traduciría del francés al español. Se lo comenté a Octavio Paz, quien se mostró muy interesado en saber de su hija”. Errantes ambas, Helena (con “h”) empezó a escribir; Elena siguió escribiendo.
Si de teatro se trata, Un hogar sólido de 1957 es escenario inicial y allí caben también El rey mago, Ventura Allende y El encanto, tendajón mixto. Estamos a fines de la década de 1950, escuchamos a los actores de Poesía en Voz Alta. Y quién no ha leído o visto las representaciones de La dama boba, de La mudanza, Los perros, Benito Fernández, El rastro, Parada San Ángel, Sócrates y los gatos y El árbol (mismo título de un texto de Guadalupe Dueñas, a quien Elena Garro leía y apreciaba). Un hogar sólido —habitado por personajes muertos que dan la bienvenida a nuevos muertos— nos recuerda, aunque otro sea el tono, La amortajada de María Luisa Bombal (1938), Pedro Páramo de Juan Rulfo (1955) y “El regreso” (1950) de María Elvira Bermúdez. En la segunda edición de 1965 de la Antología de la literatura fantástica, Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares (a quien Elena hizo cantar “Juan Charrasqueado”) y Silvina Ocampo incluyeron Un hogar sólido. Los editores consideraron fantástica esta obra teatral de un acto. Con la novela corta, la obra de un solo acto es otra propuesta de escritura de Elena Garro: Un hogar sólido es ejemplo aun siendo ópera prima.
Desde la publicación de Un hogar sólido (1957) de Elena Garro está la presencia, que sería recurrente, de muros y huesos. Hay en la obra un osario literario, una reliquia, huesos duros de roer que en el mecanismo de la escritura de Elena Garro se convierten en lo que podríamos llamar un acto de leer la memoria. Con la alusión a los huesos de Un hogar sólido pienso en “Perfecto Luna” (de La semana de colores); en “La primera vez que me vi…” (de Andamos huyendo Lola). Mis estudiantes de University of California, Santa Barbara, “enloquecen” con “Perfecto Luna”, cuando lo leen en un “chance” que les da “La culpa es de los tlaxcaltecas”.
Y si de narrativa se trata, la novela Los recuerdos del porvenir (1963) marca el camino, y La semana de colores (1964) y Andamos huyendo Lola (1980) son relatos fundantes en nuestra cuentística. Reunidos en Cuentos completos (2016), presentan no solo un modelo de esta forma breve, sino que ofrecen un modelo de relato fantástico. En estos textos asoma la locura: Juan Cariño en Los recuerdos del porvenir y el personaje del gringo desquiciado de “La primera vez que me vi…” La locura está en la ficción hecha “realidad” desde la coherencia artística que guía el proceso de la creación. Distinto es el tratamiento de Elena Garro en sus Memorias de España 1937 (1991), capítulo crucial del siglo XX. Y si nos vamos más atrás, encontramos varias entrevistas (a Frida, a Pablo Neruda), lo mismo que su reportaje Revolucionarios mexicanos. Andamos leyendo a Elena.
En esa versatilidad, la autora está metida en la cultura de su época. Tuvo que ver con el Ballet Nacional de México (se dice que bailó Carabina 30 30 de Nellie Campobello), y ella misma cuenta que Xavier Villaurrutia la buscó cuando el escritor contemporáneo iba a poner en escena Perséfone de André Gide. Estamos hablando de la segunda mitad de los años treinta y de los años cuarenta, época en que Elena Garro escribió guiones de cine, reportajes, cartas, diarios personales, los de una persona (“no persona” dijo de sí misma, lo que leemos como “sin máscara”) abogada de los indios, quien inventó también el cargo de abogada de los niños, abogada de los animales. Vivió y se adelantó a los tiempos, no solo de la violencia, sino al tiempo de la denuncia, de los derechos humanos.
Leemos a Elena Garro y a quienes leen a Elena Garro. Por cierto, La semana de colores (1964) lleva 59 años de haberse publicado. ¿Desde cuándo estará en la lista de lecturas de las escuelas? ¿Lo estará? ¿Y qué pasa con Andamos huyendo Lola, una colección de diez relatos integrados? Su coherencia la da el desplazamiento de los personajes de un relato al otro; sin embargo, hay un paréntesis, un juego de la fantasía, un cuento con el que se podría enseñar la historia de México. Me detengo muy brevemente. Se trata de “La primera vez que me vi…” (pp. 33-54). El variado punto de vista de los cuentos de Elena Garro esta vez corresponde al de “un sapito mexicano”, que manifiesta su condición: “Íbamos huidos” (p. 33). ¿Quiénes? Una viuda y su hija huerfanita (alter ego respectivo de Elena la grande y Helena la chica): “No recuerdo en qué año fue la huida, las fechas son la misma fecha porque en todas andábamos escapando de la muerte” (p. 37). El narrador nunca se presenta como tal, casi al final del cuento nos enteramos de su (digamos) “identidad”. En este cuento y a través de la visión y la narración de Dimas, que así se llama, recurre la concepción de tiempo de la autora:
“Ahora suele decirse que aquellos tiempos eran otros tiempos, que eran tiempos mejores. Eso es un decir, no hay mejores ni peores, todos los tiempos son el mismo tiempo aunque las apariencias nos traten de engañar con su espejeo [...] Oigo decir por ahí, a los necios y a los miopes, que cualquier tiempo pasado fue mejor. Ya dije, que yo no opino lo mismo, todos los tiempos son mejores porque son el mismo tiempo y yo, colocado en el centro, hago correr las puertas de los biombos de oro y los veo a todos” (pp. 33 y 36).
La simpatía de la voz contrasta con las tragedias que se cuentan: el fusilamiento de un joven que, durante el período de Juárez y de Maximiliano y Carlota, se cambia al bando de los franceses. Se llega al periodo de Victoriano Huerta; se menciona a los hermanos Ávila Camacho; el cine nacional mexicano con María Félix. Allí está la Revolución mexicana. “—Palabra de honor, señorita Ceci, que si el difunto Doroteo Arango, conocido como Francisco Villa, la hubiera visto a usted, hubiera perdonado a su honorable familia y no hubiera hecho la ¡Revolución!” (p. 42). Elena Garro pone en boca de Dimas su situación real: “Yo sabía que andaban huidas, pero con ellas no quise comentarlo”. ¿Para qué recordarles que las habían acusado de traidoras? La huida, la traición, el poder, están presentes. Y, muy importante, hay párrafos dedicados a la deportación: “Caray, no es fácil ser mexicano, arriesga uno ser traidor, ser escapado de la justicia, ser fusilado, ser bracero y ser deportado” (p. 38). No queda duda alguna, Elena Garro vivió y se adelantó a los tiempos de hoy.
El sapito, nuevo Narciso que mira en las aguas tragedias y sangre, concepción similar a la de la niña narradora de Cartucho de Nellie Campobello (“La sangre no me disgusta, porque tiene un color muy escogido y cuando se coagula tiene formas caprichosas como joyas reales”, p. 34), se desliza por un espejo que convertido en agua lo hace aparecer en otros tiempos y otras geografías:
“No supe hasta dónde llegué, pues amanecí en Durango, cerca de unos muchachos mineros, con la cara llena de tierra que se precipitaron para darme la bienvenida:
“—¡Dimas, te estábamos esperando! Tú sabes, mano, que andábamos muy revueltos y tenemos que escaparnos…” (p. 54).
Sapito/Narciso que se convierte en príncipe en el milagro de una cuentística de sinfonía perfecta, repitiendo el “Caray” como estribillo. Nuevo Narciso que en las aguas del espejo ve las tragedias de un país de cuyo nombre siempre me acuerdo. Como el personaje, el cuento es “una hoja de tilo” (p. 53), un bálsamo, un paliativo, una dicha. Literatura de metales: de oro y plata; de piedras preciosas, de colores. De imágenes, de esmaltes, de agua, de piedra. Todo comenzó con Los recuerdos del porvenir. Gracias, Elena Garro, por “sacar las castañas del fuego”, ¿sacadas por un gato como en la fábula de La Fontaine?
En el Canto V de La Divina Comedia leemos “No hay mayor dolor, en la miseria, que recordar el tiempo de la dicha”. Las traducciones de la frase dantesca varían, pero no su sentido. Ya hemos citado a Borges. Elena Garro se acerca a la frase y osadamente dice (también lo citamos): “Detrás del tiempo de los relojes está el tiempo de la dicha”. Su propuesta no consiste en recordar el pasado sino en saber que la dicha está en un tiempo que no es cronológico, es otro tiempo, es el tiempo por venir.
Pero, ¿qué es la dicha? Los tiempos sin tiempo o un tiempo son todos los tiempos, dan lugar a la alegoría: no importa el antes ni el después, allí donde reside la dicha. Podríamos decir: “No hay mayor amor, en la memoria, que recordar el tiempo de la dicha: la lectura de Elena Garro”. Entre las liras de Sor Juana, hay una voz poética que versa: “no envidio el bien ajeno/…/ que como dicha envidio el mal ajeno”. Barroca la poeta novohispana de la que ahora se cumplen 318 años de su muerte (1695-2023). ¿Y lo es también y a su manera la escritora mexicana de la que este 2023 conmemoramos los veinticinco de su muerte? Su frase “Como mi dicha es mi pena” la hace también barroca. Una propuesta (una más) de acercamiento a su obra es —insistiría— leerla desde los afectos: encontrados, correspondidos; la ponen en movimiento. Participar en él es celebrar la dicha de una obra imprescindible con firma de autora, Elena Garro. 2023: veinticinco años de su muerte y sesenta de Los recuerdos del porvenir.
Sara Poot Herrera
Doctora en literatura hispánica por El Colegio de México y profesora-investigadora del Departamento de Español y Portugués de la Universidad de California, Santa Bárbara. Cofundadora y directora de UC–Mexicanistas, entre otros libros es autora de 'Un giro en espiral. El proyecto literario de Juan José Arreola' (1992), 'Los guardaditos de Sor Juana' (1999) y 'Caracolas iluminadas. Diversas, fantásticas, detectivescas' (2021).
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