Un último desafío

Escolios

Sócrates fue condenado a muerte por los cargos de impiedad y corrupción de la juventud; él, sin embargo, estaba plenamente consciente del costo de la incongruencia.

'La muerte de Sócrates', obra de Jacques-Louis David. (Wikimedia Commons)
Armando González Torres
Ciudad de México /

Sócrates estaba predestinado a buscar la verdad por medio de la interrogación de sus conciudadanos. Pese a la aparente tersura de su diálogo, mientras que había muchos que apreciaban su interlocución, otros que se sentían perturbados con su incómodo escrutinio y cultivaban animadversión a su persona. En 399 a.C. las autoridades atenienses dieron curso a una denuncia presentada por Meleto y secundada por Ánito y Licón, quienes lo acusaban de impiedad y corrupción de la juventud.

Durante el juicio, cada una de las partes debía tomar la palabra por un tiempo equivalente para sustentar y refutar la denuncia. Luego, la parte acusadora pediría una condena y el acusado replicaría proponiendo la pena que creía merecer. El jurado, a la vista de los argumentos de las partes, tomaría la decisión definitiva. Como se narra en La apología de Platón, Sócrates emprendió su defensa diciendo que no había preparado un discurso porque la verdad no requería de artificios y que hablaría con el mismo vocabulario sencillo con el que solía conversar.

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El acusado contó que, siendo muy joven, un amigo suyo consultó al oráculo sobre si había un hombre más sabio que Sócrates, y éste dijo que no. Intrigado, Sócrates dedicó todo su empeño a descifrar esta respuesta oracular que le parecía tan extraña y fuera de lugar: desde entonces interrogó a políticos, poetas, artistas y oradores para desmentir la afirmación del oráculo, pero pronto cayó en cuenta que todos estos supuestos sabios desconocían su ignorancia y, por ello, su única sabiduría podría ser que él sí asumía que ignoraba. Su nominación sería un escarmiento del oráculo: “sin duda se ha valido de mi nombre como un ejemplo, y como si dijese a todos los hombres: ‘el más sabio entre vosotros es aquel que reconoce, como Sócrates, que su sabiduría no es nada’”.

El resentimiento de todos aquellos falsos sabios que él había desenmascarado explicarían las calumnias. Luego pasó a rebatir con lógica implacable los alegatos de sus acusadores y reputó su labor en la ciudad como la de un tábano que despierta a un caballo perezoso. A la hora de proponer sentencias, los acusadores pidieron la pena de muerte, Sócrates en cambio, propuso ser agasajado por el Estado y sugirió una multa irrisoriamente baja para conmutar la pena capital. Su actitud desafiante enojó al jurado y una mayoría votó su ejecución por cicuta. Mucho se ha especulado sobre esta acritud, y hasta arrogancia, de Sócrates que complicó una querella de rutina y lo llevó a la muerte.

En el diálogo platónico, Critón, Sócrates distingue el mal juicio de los hombres de la pertinencia de las leyes y desarma de manera tan elocuente como conmovedora, los argumentos con que sus discípulos lo incitan a huir. Sócrates, ya con bien vividos 70 años, estaba plenamente consciente del costo de la incongruencia entre la palabra y el acto y sabía que la rectitud de sus pesquisas y la virtud de su insapiencia serían fijadas para siempre con el poderoso adhesivo del sacrificio.

ÁSS

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