El viernes 4 de noviembre de 2019, a las dos de la tarde, me llamó Bertha Mendoza López; durante 22 años había trabajado con José de la Colina y su esposa María Díaz, convirtiéndose en parte de su familia. “Tengo una noticia que darle”, me dijo. Adiviné lo que iba a decirme: “¿Ya?”, le pregunté. “Ya”, respondió. Don José llevaba mucho tiempo enfermo y en las últimas semanas, con Armando González Torres, lo había visitado en el Hospital Español, donde le colocaron un marcapasos. Por teléfono me puse de acuerdo con Armando y juntos acudimos al departamento donde otras ocasiones estuvimos con él y María platicando, discutiendo, riéndonos siempre, como durante tantos años lo hicimos en las tertulias que frecuentamos en El Salón Palacio, El Mirador, la cafetería del Hotel Imperial, El Gallo de Oro, la Costa Cantábrica…
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Lo encontramos en su sillón frente al televisor, donde había pasado los últimos meses viendo noticias en el canal de MILENIO y películas clásicas de Hollywood en el 658 de Cablevisión. Murió alrededor de la una de la tarde, mientras se transmitía Los cañones de Navarone, dirigida por J. Lee Thompson y protagonizada por Gregory Peck, David Niven y Anthony Quinn. Fue la última película que vio, una historia que transcurre en los días de la Segunda Guerra Mundial, cuando él era niño y descubría asombrado la ciudad a la que había llegado con su familia en 1941 como parte de la diáspora española. Una ciudad donde “los chicos del exilio jugaban (…) a nazis versus aliados y seguían el curso de la guerra mundial a través de las revistas, del cine, como una segunda y última parte de la guerra de España”, como recuerda en su autobiografía La mar en medio, que permanece inédita.
La amistad de José de la Colina fue un privilegio. Hablábamos de libros, escritores, películas, directores, actores, actrices, y peleábamos por mi encendida defensa del rock, música que él detestaba. Compartimos muchas tardes y noches de viernes en las tertulias en las que se reencontró con su viejo amigo Raúl Renán, al que elogiaba su esbeltez y elegancia, y ejerció como nadie el arte de la anécdota, que siempre defendió como género literario.
Ese viernes, Armando y yo llegamos al conjunto habitacional de Río Mixcoac 325, nos registramos en la entrada y nos dirigimos al Edificio B, subimos al cuarto piso y tocamos la puerta del departamento 8, nos abrió Bertha; al entrar vimos a don José en su sillón de siempre y, sentados junto a él, a un par de vecinos. María, enferma, estaba en su recámara, descansando. Por primera vez no pude bromear con él ni recibir sus contundentes respuestas, tampoco escuchar la frase con que saludaba a sus visitas en los últimos tiempos, cuando con un murmullo decía: “Platiquen algo o váyanse”.
AQ | ÁSS