“Eliezer y Rebeca”, un cuento de Pedro Gómez Valderrama

Ficción

Este cuento forma parte del libro Más arriba del reino (UACM-UANL, 2022). Su autor, fallecido en 1992, casi desconocido en México, forma parte de la gran tradición de la narrativa colombiana.

Portada de 'Más allá del reino', de Pedro Gómez Valderrama. (UANL)
Laberinto
Ciudad de México /

Y en aquella taberna de Alejandría, el viejo judío prosiguió así su relato:

     —...y fue así como después del largo viaje, llegué a la ciudad de Nachor, donde encontré a Rebeca a la orilla del pozo, recogiendo agua en su cántaro. Aún no sé por qué le hablé a ella, por qué no me dirigí a otra de las doncellas que pasaban. Tal vez precisamente porque sabía que iba a buscar mujer para el hijo de mi amo, violenté el impulso egoísta de esperar a encontrar primero la elegida, para luego llegarme a Rebeca. Tal vez porque su mirada se me enterró en la carne, y sentí que yo, el siervo, no podía reservarla para mí. Tal vez para que la escogiera puso el Señor en mí ese impulso, y se valió del alma del sojuzgado para hacer el milagro de la elección.

Me miró, y yo le hablé. La sentía suspensa de mis labios, fija en mí, cuando le decía el mensaje, y le enseñaba cómo ella misma se había elegido, al ofrecer también dar de beber a mis camellos. Todo fue extraño: la pausa de silencio que tuvimos, frente a frente, antes de hablar. El modo como ella corrió hacia su casa, a dar a su padre la nueva; mi llegada al umbral; mis palabras a Bethuel, su padre; el dolor con que éste por fin me la entregó; los recelos de la madre, que se oponía a que viajara en mi sola compañía, con los esclavos y su esclava blanca.

Finalmente, salimos de Harán, y nos dirigimos una tarde hacia las tierras de Abraham, donde Isaac esperaba a la esposa que yo le llevaría. Acampamos la primera noche bajo las palmeras del mismo arroyuelo donde apagué mi sed antes de llegar, para que no me impidiera ver con ojos limpios a la esposa escogida. Era un plenilunio de calor sofocante, y salí a pasear al borde del riachuelo. Pensaba que era absurdo haberme comprometido a hacer este viaje, y sin saber por qué, deseaba volverme y buscar otra esposa para Isaac.

De pronto la vi, inmóvil, vestida de túnica blanca, mirándome. Me dijo en voz baja, como si temiera despertar a los que descansaban:

     —¿Por qué no duermes, Eliezer?

     —El calor es insoportable en la tienda —murmuré. Deseaba que no hubiera estado allí, porque ahora era imposible dejarla irse.

Ella se aproximó en silencio, y se quedó mirando los cabrilleos de la luna en el agua. Yo callé también. De pronto ella me preguntó:

     —¿Por qué me huyes siempre? Cuando te acercaste a mí en el pozo, titubeaste como si no quisieras hablarme…

     —No huyo de ti, Rebeca, sino de mí mismo. Serás la esposa de Isaac, el hijo de Abraham, mi señor, y debo ser respetuoso. Si dudé al hablarte, solo fue por pensar si serías digna esposa. Después lo supe. Es hora de que duermas.

Mi mano temblaba al señalar la tienda, y me daba cuenta de que tenía miedo. De que en ese momento ella debía dejarme solo. Esa noche el sueño me abandonó, y me paseé largamente sin comprender por qué mi pensamiento estaba fijo en ella.

Claro está, vosotros no sabéis quién es Abraham el Caldeo. Es uno de los más ricos señores de Canaán, como Isaac, su hijo, habrá de serlo un día. Yo era su siervo desde pequeño, y aunque hoy me veis así, en aquella época, cuando tenía cuarenta años y mi barba era oscura, yo gobernaba todos sus bienes. Y nunca señor alguno depositó en su siervo la confianza que Abraham en mí.

Al día siguiente, continuamos el viaje, lentamente para evitar el cansancio a Rebeca. Ella entreabría a veces las cortinas de su litera, para pedirme agua, o para preguntarme alguna cosa. Era casi una niña, y sus ojos no podían esconder su pensamiento. Cada vez que los fijaba en mí, yo temblaba, sintiendo que algo oculto en mí me ahogaba. Algo que no había conocido antes, en las cálidas noches junto a las mujeres sin velo.

Cada noche acampábamos, y siempre su sombra aparecía junto a mí. Mi temor trataba de encerrarme en mi tienda, pero siempre salía a buscarla. Mas, poco a poco, el temor se fue de mí, y esperaba la hora nocturna. Sus ojos me interrogaban en el día, y me decían que me esperaban en la noche. Un día, al acercarme a su litera, puso su mano en la mía, y murmuró, tan quedamente que apenas la oí:

     —Al salir la luna...

La connivencia secreta que había nacido entre los dos se hizo franca. Y aquella noche, ella me dijo de improviso:

     —Gracias, Eliezer. Gracias por haber prolongado el viaje. He visto cuántos rodeos has hecho dar a la caravana. ¿Por qué lo haces?

No pude contestar. Algo me lo impedía, lo único que quedaba claro en mí, que estaba faltando a mi deber, que ella era la esposa de Isaac. Ante mi silencio, ella se aproximó. Estábamos sentados en una roca, al borde de un trigal. Apoyó la cabeza en mi hombro y murmuró:

     —Cambia el rumbo de la caravana, y vamos a Damasco. Tengo miedo de llegar.

Yo, balbuciente, traté de explicarle que era imposible, que Isaac la esperaba y tenía veinte años.

Ella respondió:

     —Sí, pero entonces te perderé.

Al volver a mirarla, vi sus ojos húmedos y ese llanto me hizo pecar y faltar a la lealtad con mi amo. Al verla así, tan cerca, la tomé en mis brazos. Aquella noche no regresamos a las tiendas.

A la mañana siguiente no dejé partir la caravana, aun cuando yo sabía que todo era en vano, que nuestro destino era llegar. Pero fue tanta su alegría que no pude dar la orden de marcha. Y no he debido darla. Todavía el pesar corroe mis entrañas cuando pienso cómo, después de una noche en vela, mientras ella dormía a mi lado sobre la hierba fresca, yo decidí partir, y entregarla a su esposo, castigando así el feroz remordimiento que me mordía los días. Había pecado, pero me castigaba entregando lo que amaba.

Y a la mañana siguiente, partimos. Al pasar junto a su litera murmuré:

     —Vamos hacia Damasco.

Ya estaban cerca las tierras de Canaán. Ya se me iba mi felicidad, que fue en aquellos días más hermosa, pero tan frágil, tan sostenida en aquella mentira que ni yo mismo comprendía, cuya necesidad salía de lo hondo de mí, de mi estremecimiento al pensar en la vida tremenda huyendo de la mano vengadora de Jehová.

Aquella noche me dijo, mientras mi mano jugueteaba en su cabellera:

     —¿Por qué, si tú me amabas desde el comienzo, me ibas a entregar a él?

Y sin dejarme contestarle, empezó a hablar de nuestra vida futura en un lejano país, donde no recordáramos nada de lo que íbamos a dejar. De pronto, me atrajo contra sí y me dijo con los ojos en llanto:

     —¡Júrame que no me dejarás, que nada en la vida te hará abandonarme! Si te perdiera, tendría algo muerto dentro de mí. No podría volver a ser como hoy. Cuando me abrazas y miras las estrellas, no quisiera volver a las ciudades.

Y yo juré que no la dejaría, mientras pensaba que al día siguiente estaría bajo el techo de Abraham.

Quise llorar, pero las lágrimas no me brotaban. No pude sino tomarla en mis brazos bajo esa noche última que para mí no tendría alba, porque ella no volvería a despertar a mi lado.

Al día siguiente vimos a lo lejos, a la caída de la tarde, la silueta de un hombre que se dirigía hacia la caravana. Rebeca levantó los ojos hacia mí y me preguntó:

     —¿Quién vendrá hacia nosotros por el campo?

Y yo respondí en voz baja:

     —Es Isaac, el hijo de mi señor.

En ese momento, vi en sus ojos la muerte de que me había hablado. Y vi lo que no olvido nunca: su reproche por el engaño, por esta entrega que hacía de ella, de su amor por mí. Su amargura por todo lo que yo traicionaba.

Con mano que no tembló, tomó el velo y se cubrió el rostro cuando llegaba Isaac.

Permanecí en casa de Abraham sólo unas horas, mientras, con el remordimiento y la muerte en el alma, contaba a Isaac el viaje y el encuentro. Ya entrada la noche, cuando Isaac tomó a Rebeca y la llevó hacia la tienda que había sido de Sarah, su madre, huí en la oscuridad.

Y he vagado desde entonces, de ciudad en ciudad, huyendo de su última mirada, huyendo de todos mis recuerdos. Y he venido a dar con mis huesos, ahora que se acaban mis fuerzas, a este puerto de Egipto, a ser, como vosotros, cargador de barcos, a morirme de hambre y de olvido.

(1950)

AQ

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