Elisa de Gortari escribió una novela donde el futuro se ha volcado hacia atrás. En Todo lo que amamos y dejamos atrás, la escritora mexicana pone en marcha una fascinante exploración de la pregunta “¿Qué pasaría si…?”. En esta realidad de mediados del siglo XXI la luz eléctrica no existe más y a la Tierra la circundan colosales anillos planetarios —a semejanza de Saturno—. Quienes habitan estos parajes derruidos ejercen una suerte de arqueología emocional: descubren en la basura aquello que constituía la sustancia de nuestros afectos.
Grijalva, una reportera que aún conserva la memoria de ese otro mundo que, no obstante, se le escapa como arena entre los dedos, viaja a Tamarindo acompañada de su hijastro. En ese pueblo de Veracruz, los niños han sido acometidos por un delirio inexplicable: están poseídos por historias ajenas y dolorosas.
Todo lo que amamos y dejamos atrás es un manifiesto contra los absolutos: ni el pasado fue un edén, ni el futuro será necesariamente una pesadilla.
En esta conversación, Elisa de Gortari ahonda en los pliegues de su universo narrativo: el uso transgresor de la segunda persona para desdibujar identidades; la música de una prosa corregida al borde del ahogo físico; y su ambivalente relación con la ciencia ficción. Hablamos sobre J.D. Ballard y jabones artesanales, de fósiles tecnológicos y de cómo incluso en la catástrofe hay espacio para los tamales y las risas.
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Como parte de la generación que transitó de los cassettes a los discos compactos y después al streaming, me identifiqué con la nostalgia tecnológica que retratas en tu novela. ¿Cómo construiste esa temporalidad dual —destrucción y arqueología— como motor de la trama y la identidad de tus personajes?
Me preguntaba cómo verían esos futuros personajes los objetos que usamos para canalizar afectos, como un disco. También me importaba su relación con la civilización perdida. La novela trata un cambio civilizatorio entre dos épocas: no hay reconstrucción posible porque faltan medios, gente y tiempo. Me inspiré en Submundo de Don DeLillo, con su arqueología de la basura, aunque él se enfoca en objetos nuevos. Yo quise centrarme en lo viejo. El otro tiempo trastocado es el verbal. La novela usa mucho la segunda persona del singular, un recurso más propio de cuentos, como en Junot Díaz, Alejandro Zambra, Steven Millhauser o Aura de Carlos Fuentes. Quería intercalar voces para no fatigar al lector, pero también para que, hacia el final, se trastocara la identidad de quienes narran. Era crucial esa machincuepa ontológica, que sólo podía lograrse deformando la segunda persona.
Esa elección de la segunda persona como eje narrativo es una decisión estructural relevante. ¿Cómo condicionó esa decisión temprana la arquitectura de la novela y qué riesgos implicaba sostenerla hasta el clímax?
Lo primero que defino al escribir es la persona narrativa y su función. Aquí necesitaba una segunda persona no imperativa —como en Aura de Carlos Fuentes, donde el «tú» es una orden—, sino un testigo que registrara acciones sin intervenir. Pero también requería que ese «tú» se trastocara: que su gramática deviniera juego identitario a medida que avanzara la historia. La duda sobre quién habla era clave.
El primer capítulo lo escribí de un tirón, a mano, casi sin correcciones posteriores. Tengo una regla: el inicio debe condensar toda la trama. Fue natural que surgiera en segunda persona, planteando todos los conflictos en una página. Un lector me dijo: «Tu novela es como jugar Castlevania: recolectas ítems que parecen insignificantes, pero años después los necesitas para derrotar al jefe final». Y sí: toda la información está ahí desde el principio. Las claves se revelan al releer ese capítulo. Disfruto escribiendo así, planteándome problemas narrativos.
Los videojuegos operan como un sedimento cultural en la novela: marcan diferencias generacionales entre Grijalva e Indiana, cuyas fricciones revelan desencuentros éticos y afectivos. ¿Cómo articulas esta brecha para explorar la obsolescencia de ciertos lenguajes emocionales?
Los videojuegos son atmósfera en la vida de Grijalva, una textura que la define tanto como los libros. Para mí, son vitales: crecí entre consolas y códigos. En mi generación, aún hay quien finge que no son arte, pero son la forma narrativa dominante del siglo.
Antes eran lujo —solo accesibles con piratería o privilegios—, hoy están en celulares o en streaming. Y con eso llegó la democratización: más mujeres jugando, más voces. Pero lo crucial es cómo han redefinido la narrativa. Los escritores a veces viven en negación. El XXI es el siglo de los videojuegos. Eso no minimiza la literatura; al contrario, la desafía a ofrecer lo que otros medios no pueden. Algunos colegas insisten en escribir pensando en adaptaciones a pantallas, pero ese es el error: un libro debe ser intransferible, una experiencia que solo exista entre papel y mente. La paradoja es hermosa: cuanto menos compitas con lo audiovisual, más relevante serás. Los videojuegos ganan por inmersión; los libros, por fisura.
La novela está poblada de imágenes poderosas —los anillos planetarios, las ciudades sumergidas— que parecen clamorosas para adaptarse a lo audiovisual. Sin embargo, lo que la sostiene es una prosa rítmica, casi táctil, donde cada palabra parece elegida por su peso fonético. ¿Cómo construyes esa textura sonora, especialmente considerando tu formación musical y tu obra poética?
Primero, te agradezco que no hayas dicho que escribo de forma «poética». Es el adjetivo que más odio. Cuando me lo dicen, pienso: «¿Qué chingados significa? ¿Es oscuro? ¿Demasiado claro?». Por otro lado, siempre me preocupó la musicalidad. Estudié música, y lo que primero me atrajo de la literatura fue el juego sonoro: cómo interactúan las palabras. Antes, leía todo en voz alta para corregir. Pero esta novela fue distinta. La escribí entre 2017 y 2022, y en 2019 me diagnosticaron una enfermedad crónica en el pulmón. Ya no podía hablar sin ahogarme. Usaba inhalador y nebulizador a diario. Subir escaleras o caminar a la tienda me agotaba; recitar un capítulo era imposible.
Me preocupaba perder la musicalidad. ¿Cómo corregir el ritmo sin voz? Todo ocurría en mi cabeza. Temía equivocarme: «¿Me lo estaría imaginando bien?». Me ponía a leer y me cansaba. Me sentía como Saúl Hernández cantando. Tuve que renunciar a lo oral y confiar en el oído interno.
La materialidad de los objetos es preponderante en la novela —un fonógrafo, la grabadora con la que Grijalva registra sus entrevistas— construye un mundo táctil donde lo mecánico adquiere protagonismo. ¿Cómo trabajaste la reconstrucción de ese mundo mecánico y rudimentario?
Investigué mucho. Ni para mis cuentos de ciencia ficción anteriores había hecho tanta investigación. Pasé noches enteras: cómo sería la Tierra con anillos, procesos químicos para hacer jabón —en el patio juntando grasa y ceniza, extrayendo potasa—, estudiando la vida del siglo XIX. Hasta cosas que no entraron en la novela, como entender que reconstruir la electricidad tras un colapso sería imposible. Una llamarada solar fuerte no solo destruiría la red eléctrica: reconstruirla tomaría 100 años. La electricidad siempre fue central en mi vida, aunque no lo supiera. Mi papá fue médico, pero trabajó en la Comisión Federal de Electricidad (CFE). Él decía, en sus épocas marxistoides, que la electricidad era la revolución. Y tenía razón: sin refrigeradores o aires acondicionados, Veracruz no sería habitable. La población era muy magra. El Golfo de México se pobló gracias a esos inventos. Visitaba centrales eléctricas —mi favorita, Laguna Verde— y entendí que la tecnología no es solo cables: es imaginación colectiva.
Los científicos imaginan en grupo, sistematizan la curiosidad. En la novela, quise reflejar lo asombroso de lo que perdemos: vivimos entre milagros —chips, internet, lucecitas invisibles— y ni los notamos. Por eso Grijalva hace jabón: para mostrar lo maravilloso que es entender un proceso y lo triste que es perderlo.
La novela tiene cierta resonancia ballardiana, particularmente en cómo explora la interdependencia entre tecnología y sociedad.
Totalmente. “Cronópolis”, de J.G. Ballard, es un cuento que me marcó muchísimo. Ahí hay una cosa clara: la tecnología inventa a la gente. Primero inventamos las fronteras, luego las fronteras nos inventan a nosotros. Con la tecnología pasa igual. Aunque luego nos olvidamos de que es parte de nosotros.
En “Cronópolis”, los personajes ya no tienen relojes. El protagonista se pregunta: «¿Por qué no hay relojes?». Él intuye que existían máquinas para medir el tiempo, pero descubre que eran esclavizantes. Lo curioso es que yo siempre pensé que mis influencias para esta novela venían de Evangelion, no de la ciencia ficción. Pero ahí está Ballard, colándose sin que yo lo notara.
Mi relación con la ciencia ficción es complicada. La leo mucho, me gusta mucho, pero no sé si existe. ¿Es solo una etiqueta para vender? Agustín Fernández Mallo escribe de ciencia y no le dicen «ciencia ficción». ¿Borges no sería ciencia ficción? Para mí, es más un asunto social que literario. Antes de que existiera el término, ya había textos que hoy meteríamos ahí. En México, los que escriben ciencia ficción son una tribu: se conocen todos, van a los mismos congresos. Yo no estoy ahí. No es crítica. Me parece increíble que tengan esa comunidad, pero yo no pertenezco. Y a veces me pregunto: ¿lo que escribo es ciencia ficción? No lo sé. Y prefiero no saberlo. Las preguntas sin respuesta son las más interesantes. Al final, me inclino a que es un fenómeno mercantil. Los géneros son acuerdos extraliterarios. ¿Por qué un poema es poema? No por lo que está escrito, sino por lo que creemos que debe ser.
A diferencia de las distopías clásicas, aquí hay espacio para la ternura y la vida comunitaria. ¿Cómo equilibras la lucidez histórica con esos «remansos» que humanizan el desastre?
Desde el principio quise que, pese a la catástrofe, la gente siguiera viviendo. Claro, hay conflicto —sin conflicto no hay novela—, pero también hay tamales, risas, días normales. El mundo de la novela es una dictadura militar. No hay democracia, hay control militar. Reviven lo peor del pasado. Pero la gente encuentra felicidad. No me molesta la palabra «distopía», pero en las distopías suele mostrarse el peor mundo posible. Aquí no. Ni el mundo con tecnología perfecta era ideal, ni el mundo sin electricidad es el infierno. Esto lo aprendí de Hijos sin hijos de Enrique Vila-Matas. En el prólogo, habla de un prisionero de Auschwitz que, al ser liberado, solo piensa en que se le caen los pantalones. No se siente parte de la Historia; le resulta una molestia. Así nos comportamos, como si viviéramos al margen de lo histórico. Por eso la gente acepta vivir en regímenes autoritarios.
En la novela, los personajes a veces se dan cuenta de que la historia los atraviesa. Grijalva es periodista —representa lo inmediato—, Indiana aspira a ser historiador —el largo plazo—, pero no ve lo que tiene enfrente. Por eso me importaba mostrar la vida cotidiana: gente comiendo tamales, riendo en lo que queda de Ciudad Universitaria. Como reportera, aprendí que nadie puede estar siempre triste. Estuve en balaceras: terminaba el tiroteo y todos se cagaban de la risa, aunque hubiera un cadáver cerca. Las distopías ofrecen una imagen infantil de la catástrofe: todos lloran, todos piensan en tonos graves. Los japoneses lo llaman slice of life: rebanadas de normalidad. El nombre de Tamarindo no lo elegí por lo agridulce. Pero sí sirve para ejemplificar la dualidad: ni el pasado con electricidad fue perfecto, ni el presente sin ella es tan terrible. Nada lo es.
Esta reflexión sobre la cotidianidad en la catástrofe, ¿no aplica también para repensar nuestro presente?
Tristemente, sí. Muchos escritores de distopías se excitan sexualmente imaginando el fin del mundo. Les prende la idea del apocalipsis. A mí me molesta esa actitud apocalíptica y escatológica, ese regodeo en la posibilidad de la extinción y el sufrimiento. Yo amo la ciencia. Amo este tiempo. Me gusta celebrar lo que vivimos. Bajo ninguna circunstancia ignoro lo terrible, las guerras, las injusticias. Pero no vivimos en el peor de los tiempos. Y creo que hay un ánimo protagónico de los agoreros del desastre al creer que si lo vaticinan lo suficiente, alguien les dará la razón. Dicho esto, debo decir que no soy una optimista. El optimismo es superchería, es pensamiento mágico y es deshonesto. (Todo esto lo estoy robando de Terry Eagleton, en Esperanza sin optimismo). En cambio, la esperanza es un sentimiento progresivo que se va construyendo, es honesto y racional. Esa es la postura ética que adopto ante las catástrofes.
ÁSS