Mi padre tenía una modesta editorial independiente en los años setenta, en la que publicó a autores como Heberto Castillo, Adela Palacios, Hugo Argüelles y, entre muchos más, a Emilio Uranga.
El filósofo vivía con su esposa Martha Ezcurra, argentina y dulce, en un luminoso departamento en Copilco a un lado de la Universidad Nacional. Ahí acompañé a mi padre a visitarlo dos o tres veces para acordar los detalles de la publicación de un par de libros. Yo tenía quince años y aprendía el oficio de corrector, así que tuve en suerte corregir las galeras de Astucias literarias y la traducción de Mi camino hacia Marx, del filósofo húngaro Gyorg Lukács, que vieron la luz en 1971. Además, mi padre también le publicó un libro en el que recogía las columnas del diario Novedades, El tablero de enfrente (1978).
Nunca me imaginé que tantos años después un joven y riguroso investigador ahondaría en su vida y obra y nos regalaría dos extraordinarios libros sobre uno de los pensadores más agudos del siglo XX mexicano: La revolución inconclusa: la filosofía de Emilio Uranga, artífice oculto del PRI (Ariel, 2018), y La razón pendular de Emilio Uranga. Una historia del existencialismo mexicano (Herder, 2025).
Esta última es una vívida biografía que reconstruye no solamente la vida de un personaje singular, irrepetible, sino el torbellino intelectual y político de su época, una crónica apasionante de los encuentros y desencuentros del Grupo Hiperión, con énfasis en las tensiones entre el existencialismo radical y el discurso oficial de la mexicanidad bajo el PRI. Tras la Revolución México era un país fragmentado por divisiones regionales, étnicas y sociales heredadas del virreinato y del Porfiriato. El PRI, originalmente Partido Nacional Revolucionario, surgió como un mecanismo para estabilizar el poder y evitar más caudillismos, pero también para forjar una nación integrada. Influenciados por intelectuales como Manuel Gamio —quien en Forjando Patria, de 1916, abogaba por una antropología aplicada al Estado— y José Vasconcelos —con La raza cósmica, en 1925, que idealizaba el mestizaje como una “raza” superior y universal—, los gobiernos priistas promovieron el indigenismo como política clave. Esta ideología, impulsada especialmente bajo Lázaro Cárdenas —1934–1940—, buscaba reconocer el papel fundacional de los pueblos indígenas en la nación, pero con la finalidad de integrarlos social y culturalmente a la sociedad mestiza, a menudo mediante la asimilación.
Cuéllar pinta a Uranga como una figura central en esa tormenta de los años cuarenta y cincuenta, con una mirada chispeante y una inteligencia demoniaca que incendiaba cafés y periódicos. Este libro es casi una novela de ideas, y se distingue no solamente por la claridad y la elegancia de su escritura, también por su rigor y por revivir esa gesta intelectual contra figuras como José Vasconcelos o José Revueltas. Octavio Paz dijo de él: “Lástima que haya escrito tan poco. Hubiera podido ser el gran crítico de nuestras letras. Tenía gusto, cultura, penetración. Tal vez le faltaba otra cualidad indispensable: simpatía... Escribió ensayos y textos agudos, chispeantes de inteligencia, a veces amargos, irónicos e hirientes” (en Christopher Domínguez Michael, Diccionario crítico de la literatura mexicana, 1955–2011, FCE, 2013).
Por cierto, la principal semejanza entre la filosofía de Uranga, particularmente en Análisis del ser del mexicano (1952), y El laberinto de la soledad (1950), de Paz, radica en su enfoque compartido en la exploración de la identidad mexicana —mexicanidad o “lo mexicano”—, influenciada por el existencialismo y la fenomenología. Los dos abordan sentimientos de alienación, inferioridad histórica derivada del colonialismo y una crítica a la imposición eurocéntrica, y describen la experiencia mexicana como marcada por la inestabilidad existencial: Uranga a través del concepto de “zozobra” —oscilación ansiosa e inseguridad ontológica— y Paz —desde una perspectiva más literaria, poética y ensayística, — mediante la “soledad” como un laberinto cultural e histórico que aísla al individuo.
Del enfant terrible al consejero en las sombras
Emilio Uranga nació el 25 de agosto de 1921 en la Ciudad de México, en una familia de clase media. Estudió medicina en la UNAM a partir de 1941, pero la abandonó en 1944 para dedicarse a la filosofía, atraído por el exilio español de José Gaos, quien importó a México el heideggerianismo y la fenomenología. Uranga se convirtió en un enfant terrible: rebelde, cínico y brillante, con una sonrisa que desarmaba y una lengua afilada que escandalizaba. En 1947 fundó el Grupo Hiperión junto a Luis Villoro, Jorge Portilla, Ricardo Guerra, Salvador Reyes Nevares, Fausto Vega y, más tarde, Leopoldo Zea. (Hiperión fue un titán de la mitología griega, hijo de Gea —la Tierra— y Urano —el Cielo—, y uno de los doce primeros titanes. Se le conoce como el dios de la vigilancia y la luz celestial, y junto a su hermana y esposa Tea fue padre de Helios —el Sol—, Selene —la Luna— y Eos —la Aurora—. Luchó del lado de los titanes en la guerra contra los dioses olímpicos y fue castigado a ser arrojado al Tártaro).
Este colectivo de jóvenes filósofos nocturnos —que caminaban de la Librería Francesa a la Fuente de Petróleos debatiendo hasta el amanecer— introdujo el existencialismo francés —Sartre, Merleau–Ponty— en México, rompiendo con la ortodoxia heideggeriana de Gaos. Al leer La razón pendular... me los imagino a veces como los escandalosos y provocadores jóvenes de la película Los caifanes trepando la Diana Cazadora para colocarle un sostén.
Su vida adulta fue pendular, como sugiere el título de este libro: de las barricadas intelectuales de los cincuenta a un papel más pragmático. Estudió en Alemania (1952–1956), donde escribió un Diario de Alemania de 700 páginas (incluido en Adolfo Castañón, Años de Alemania, 1952–1956, UNAM–Universidad de Guanajuato, 2021), inmerso en el marxismo de Lukács y reflexionando sobre la posguerra europea. De regreso a México enseñó en la UNAM y dirigió el Departamento de Filosofía (1961-1963), pero su trayectoria dio un giro muy controvertido en los sesenta: asesoró a presidentes como Adolfo López Mateos, Gustavo Díaz Ordaz y Luis Echeverría, y se le atribuye —falsa y dolosamente— un papel en la propaganda del gobierno durante el movimiento estudiantil de 1968. Murió el 31 de octubre de 1988, olvidado en parte por sus “turbiedades políticas”, como escribió José Luis Martínez, pero redescubierto en ediciones recientes gracias a editores como Guillermo Hurtado y el mismo Cuéllar.
La “ontología del accidente” y la filosofía de lo mexicano
Uranga no fue un sistemático; su escritura es fragmentaria, provocadora, con ecos de Heidegger, Sartre y el idealismo alemán (Husserl). En su obra clave, Análisis del ser del mexicano, diagnostica al mexicano no como un ser de “inferioridad”, sino de “accidentalidad”: un ser insuficiente, agobiado por la “quebrazón” —el tronchamiento súbito de la existencia—, propenso al agazapamiento y al relajo —evadir la angustia con humor—. Para Uranga esto no es una patología, sino ontología: el mexicano es un “accidente” en un mundo hostil, y su salvación radica en la autenticidad existencial y el compromiso social. En esta obra incluye un emotivo ensayo sobre Ramón López Velarde, pues en su poesía veía el “carácter doliente” del mexicano. Escribió sobre crítica literaria desde el existencialismo, analizando a autores como López Velarde como expresiones del “ser accidentado”. Su legado es una filosofía “de lo mexicano” que critica el folclorismo oficial y llama a una transformación moral y política.
Uranga vivió en un país en “transformación” bajo presidentes como Miguel Alemán (1946-1952): industrialización acelerada, urbanización caótica, pero también un PRI que imponía una “mexicanidad” cosificada, folclórica y anti–conflictiva.
El Grupo Hiperión había surgido como una rebelión: contra el “inmanentismo” de Gaos y el historicismo de Ortega y Gasset, propusieron en cambio un existencialismo “comprometido” que interrogaba la “precariedad de la vida” en un México mitad rural y mitad urbano, marcado por la Revolución inconclusa y el desencanto social. Sus conferencias llenaban auditorios, pero el grupo se disolvió en 1952 con la llegada de Adolfo Ruiz Cortines, cuando el existencialismo se diluyó en el marxismo o el poder. Tal como lo dijo Efraín Huerta en unos de sus poemínimos: “A mis viejos maestros de marxismo / no los puedo entender; / unos están en la cárcel / y otros están en el poder”.
La Guerra Fría llegó a México con una represión sutil. Uranga, que en su juventud soñaba con “transformaciones morales”, termina en el aparato estatal, reflejando las contradicciones de una generación: del idealismo hiperiónida al realismo priista. Cuéllar lo captura como un péndulo entre libertad y compromiso, en un México que oscila entre la euforia modernizadora y la sombra de Tlatelolco (1968).
Uranga podría encarnar lo mejor y lo peor del intelectual mexicano: un pensador que quiso “desentrañar el ser del mexicano” para liberarlo, pero que se enredó en las redes del poder. El libro de Cuéllar es ideal para profundizar en esa “razón pendular”.
AQ / MCB