Son seis los hombres que llevan a cuestas el ataúd blanco. Es un día de mayo, como éste, hace 138 años, en el pequeño pueblo de Amherst, Massachusetts. Hace buen tiempo y zumban las abejas entre las numerosas flores del prado. Los seis hombres, trabajadores de la mansión Dickinson, recorren el sendero que conduce hasta el cementerio. Dentro del ataúd, a sus 55 años, vestida de blanco, va Emily. Ella misma, no mucho tiempo antes, había establecido su retrato en el recuerdo del T.W. Higginson, su corresponsal durante años, quien la visitó en dos ocasiones: “Se oyeron en el vestíbulo algo parecido a los rápidos pasos de un niño, y entró suavemente una mujer menuda y sencilla, con el rostro encuadrado por dos graciosas ondas de pelo rojizo. Vestía un traje de piqué blanco, muy simple y de exquisita limpieza, y un chal de malla azul. Se acercó a mí llevando dos lirios que con un ademán infantil me puso en la mano, diciendo en voz baja y casi sin aliento: Estos son los que me presentan. Y añadió en un susurro: Perdóneme si estoy asustada; nunca veo forasteros y apenas sé lo que digo”.
- Te recomendamos La íntima soledad de Paul Auster Laberinto
Sin embargo, a pesar de su timidez, Emily Dickinson sabía muy bien lo que decía; lo sabía a la manera en que se saben ciertas cosas fundamentales a través de la poesía, y de las que fue dejando testimonio a lo largo de los casi dos mil poemas que escribió. De la muerte, por ejemplo, supo más de una cosa. Durante la última década de su vida, Dickinson asistió en su tránsito a personas de su círculo íntimo, entre ellas a su madre y a Gilbert, su sobrino predilecto. Voluntariamente enclaustrada en su colmena, Emily se dedicó a fabricar la no siempre dulce miel de sus poemas. En ellos la muerte puede revestir la figura de un misterioso caballero que se presenta a las puertas de su casa, para llevarla de paseo, en un coche tirado por caballos cuyas cabezas “apuntaban hacia la Eternidad”. En otro, con sesgo juguetón, dice poder escuchar, luego de morir, el zumbido “azul y vacilante” de una mosca que se interpone entre ella y la luz. E, inmediatamente después, en esa última estrofa del poema, hablar de ventanas que se cierran y dejarnos nuevamente en el misterio: “Y luego no pude ver para ver” (And then I could not see to see.).
Esto y mucho más aguarda al lector que se interna por los rumbos, siempre divergentes, de una de las inteligencias más poderosas en el ámbito de la poesía: “Lanza al mundo en sus cartas y en sus versos —escribe Amalia Rodríguez Monroy— mensajes a menudo cifrados que los estudiosos llevan ya un siglo procurando descifrar”. Palabras cargadas de energía que aun en traducciones no dejan de seducir y emocionar a los lectores. Conocida por un puñado de sus contemporáneos, hoy en día la figura de Emily Dickinson ha probado los sortilegios —no siempre afortunados— de una fama que ella misma evadió. Y, al hacerlo, nos dejó una más bien escurridiza imagen de sí misma: “Soy pequeña como un gorrión, tengo el cabello rebelde como el caparazón de las castañas, y los ojos como el resto de jerez que el huésped deja en la copa”.
En este aniversario ofrezco cinco de los 18 poemas que, en versiones propias, componen el último capítulo mi libro El huso de Andrómeda, actualmente en prensa por Medusa Editores y la Universidad Autónoma de Nuevo León.
Un cierto Rayo de luz
en las Tardes de invierno,
oprime con peso igual
que Música en Catedral.
Nos deja heridos de Cielo
y a falta de cicatriz
una interior diferencia
donde habita la Experiencia.
Nadie explica su misterio.
su sello es Desesperanza,
una pena majestuosa
desde el Aire nos alcanza.
Llega, y el paisaje escucha,
las sombras ya no respiran.
Cuando se va es la Distancia
con que la Muerte nos mira.
*
Haz la cama con esmero –
tiéndela con Reverencia –
ahí espera el Día del Juicio
tan excelente y Certero.
Que firme sea su Colchón –
redonda su Almohada sea –
que al Alba el ruido amarillo
no perturbe esta Parcela.
*
La cara de mi amiga está en un lecho
de cabello – flores en un solar –
y su mano más blanca que el esperma
alimento de la sagrada luz.
Su lengua era la más tierna tonada
que entre tantas hojas tiembla –
quien escucha, dudar puede,
quien atestigua, lo cree.
*
Tener a Susan sólo para mí,
es bendición completa –
si otro Reino perdí, Señor, consérvame
en este Reino Presa.
*
Una palabra muere
cuando se dice,
alguien refiere.
Por el contrario, afirmo
que empieza y vive
cuando la digo
AQ