En busca del templo perdido | Por Irene Vallejo

El atlas de Pandora

Las comunidades de hoy, tan propensas a la afrenta, necesitan fiarse de quienes no comparten sus ideas.

"Ante una calamidad colectiva, necesitamos ver en los demás rostros, no bandos; contemplarnos unos a otros como un nosotros". (Ilustración: Román)
Ciudad de México /

Cierto día, tras una retahíla de esas prohibiciones que infligimos a los niños siempre por su bien, tu hijo protesta: “Estoy cansado de tanto no”. A su tierna edad, ya se declara oprimido. Quizá todos sintamos en un momento u otro, como él, que algo muy nuestro sufre menosprecio y ataques. Tú misma refunfuñas y sermoneas contra el desdén por las humanidades. Tzvetan Todorov escribió en Memoria del mal, tentación del bien: “¿Qué hay de agradable en el hecho de ser víctima? Nada, sin duda. Pero, aunque nadie quiera serlo, muchos desean haberlo sido: aspiran al estatuto de víctima”. El lamento colectivo por los agravios pretéritos es parte de la banda sonora de una democracia: el único sistema que reconoce el derecho universal a la libre queja.

Ante la afrenta, hoy no lanzamos desafíos implacables como Los duelistas de Conrad, que pasan la vida batiéndose por una ofensa insignificante y olvidada. La cuestión del honor puede sonar antigua y apolillada, fósil de tiempos de espadachines. Sin embargo, en nuestras sociedades de piel fina, nerviosas y susceptibles, todos reclamamos un respeto. En la escena inicial de El padrino, incluso Don Corleone, con su aterradora voz susurrante, se niega a cerrar un negocio con alguien que no le muestra respeto. En The Wire o Los Soprano un desaire se paga a menudo con sangre. Los profesionales del crimen, tan poco delicados con el resto del mundo, crean su código legal paralelo: lealtad entre ladrones y cortesía entre asesinos. Ya San Agustín argumentó que incluso los bandidos quieren que el botín robado se reparta de forma equitativa: un reconocimiento del injusto a la justicia.

Aquí y allá, unos y otras exigimos respeto a nuestras ideas o deseos, a la lengua o la memoria, a nuestros sueños y sueldos, los gustos peculiares o los disgustos familiares. La sociedad del espectáculo sigue llamando “respetable” al público y, en las batallas incruentas de las redes, abundan los contendientes de verbo cruel pero súbitamente quisquillosos ante las críticas ajenas. Aunque hoy no enviemos padrinos ni abofeteemos con el guante, somos adictos a la aprobación del ojo ajeno. Como explica Andrea Marcolongo en El viaje de las palabras, “respeto” deriva del verbo latino “mirar” y comparte raíz con “perspectiva”: alude a enfocar a los demás sin desfigurarlos ni mostrarlos odiosos. En la etimología de “odio”, Andrea descubre una curiosa relación con el dolor de muelas y con “odontólogo”, pues literalmente odiar y despreciar corroe como la caries.

Frente a la mirada belicosa, hay una vieja herramienta para salir a flote en este mar de susceptibilidades: la confianza, es decir, una actitud amistosa sin rechinar los dientes. Hace falta coraje para fiarse del prójimo, pero, si tejemos esa red de cordialidad, será más fácil convertir las bromas en guiños de sana ironía y las crisis en lazos de ayuda mutua. Ante una calamidad colectiva, necesitamos ver en los demás rostros, no bandos; contemplarnos unos a otros como un nosotros. Las sospechas nos vuelven solitarios e insolidarios, suspicaces e ineficaces. Si queremos salvar el hogar común —la oikonomia, el cuidado de la casa— sin dejar a nadie en la cuneta, necesitamos la valentía de construir una comunidad, escuchando y fiándonos también de aquellos que no comparten nuestras ideas. Es tentador considerar malvado y malintencionado a quien piensa diferente, pero así es como nos despeñamos en el precipicio de la política tribal. Escribió Ambrose Bierce que las broncas y los litigios son maquinarias en las que se entra como cerdo y se sale como salchicha. A río revuelto, ganancia de pendencieros.

Los antiguos romanos sabían que la buena voluntad es la raíz de los intercambios, los contratos y la colaboración. Por eso, rendían culto a una diosa llamada Bona Fides. Una gran estatua la representaba como una joven de blanco con la mano tendida. Su templo, Fides Publica, se erguía en el Capitolio, símbolo del poder político. La única mujer admitida en la cumbre del imperio era de piedra, pero lanzaba un mensaje demasiado humano: o navegamos juntos o naufragamos a la vez. Si solo vemos adversarios, nos derrotarán las adversidades.


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© Irene Vallejo.

AQ

  • Irene Vallejo
  • Irene Vallejo Moreu es filóloga y escritora española.​ Por su libro El infinito en un junco​ recibió el Premio Nacional de Ensayo 2020 y el Premio Aragón 2021.​ Publica su columna Los Atltas de Pandora.

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