El cuerpo es un símil de la realidad donde habita. Cuando a lo largo y ancho del mundo el confinamiento cerró las calles, empezamos a sufrir contracturas físicas y mentales. Somatizamos los duelos como dolores, y la ansiedad es una secuela cada vez más palpable de este paréntesis angosto e interminable. El miedo, las tensiones, el peso del trabajo y el poso de las soledades se traducen a un lenguaje de carne en nuestras piernas, estómagos, corazones y cabezas. Este malestar encajonado tiene raíces antiguas; “angustia” significaba en latín “desfiladero, lugar estrecho, abismo”. Lo mismo ocurre con la tensión que nos oprime: “estrés” procede de strictus, en el sentido de “estricto, apretado, estreñido”. La tristeza estrangula el aire, enmudece la voz. Hasta que, de pronto, como en un hechizo, ciertas palabras nos permiten abandonar el pasadizo helado y encontrar alivio.
Cuántas veces, tratando de levantar nuestro ánimo, hablamos con nosotros mismos para conjurar el miedo, igual que susurramos al niño temeroso de la oscuridad. Nos decimos que es preciso confiar, ser fuertes, no desistir. Esta capacidad para desdoblarnos en un yo sereno que trata de apaciguar al otro yo es una proeza sorprendente y antigua. Ya Homero contaba en la Odisea que, a veces, el llanto sacudía a Ulises, y entonces escondía la cara tras el manto, humedeciendo la tela en silencio. Al regresar a Ítaca, el navegante encontró su palacio ocupado por extraños y tuvo que mendigar en su propia ciudad. Derrotado, se dijo: “Corazón, sé paciente, en otras ocasiones sufriste reveses más duros, pero aguantaste”. Por primera vez en nuestra cultura, un humano habla no con sus semejantes o con los dioses, sino consigo mismo. El diálogo íntimo nació así, con una llamada a la calma y al sosiego.
Durante estos tiempos tormentosos, los duelos amputados han agudizado nuestro malestar. C.S. Lewis intuyó que el dolor por la muerte de un ser querido se expresa a menudo en el idioma de la angustia. Con más de cincuenta años, el devoto profesor de Oxford aceptó casarse con la poeta norteamericana Helen Joy Davidman —católica, divorciada y comunista—, que le pidió ayuda para evitar la expulsión del país cuando le denegaron el permiso de residencia. Por sorpresa, ese matrimonio de conveniencia en la madurez desembocó en un inesperado y hondo enamoramiento, que poco después truncaría el cáncer. Cuando ella murió, Lewis escribió en Una pena en observación: “Nadie me había dicho que la pena se viviese como miedo. La misma agitación en el estómago, la misma inquietud. No estoy asustado, pero la sensación es idéntica. Aguanto y trago saliva. Antes tantos caminos y ahora tantos callejones sin salida”. Lo conmovedor es que esas reflexiones anotadas en cuadernos, sus apuntes sobre la tristeza, se convirtieron en un libro que le ayudaría —como a tantas personas, todavía hoy— a escapar de la calle angosta, de la trinchera circular.
La ansiedad es una habitación estrecha. Luis Buñuel lo explicó en su película El ángel exterminador, donde unos amigos se reúnen a cenar en un lujoso salón y después, por una razón inexplicable, no consiguen atravesar el umbral para salir. Según el cineasta, habrían sido atacados por una plaga misteriosa e innombrable. Entre esas cuatro paredes se suceden la desesperación y el humor surrealista: una comedia trágica sobre la asfixia y el desasosiego. Cuando el túnel nos aprisiona, la risa ensancha los pulmones con aire fresco. Conversando con otros exiliados españoles en México, el director señaló la clave: “Los hombres cada vez se ponen menos de acuerdo y por eso se combaten entre ellos. Pero ¿por qué no se entienden? En la película es lo mismo, ¿por qué no llegan juntos a una solución?” Según Buñuel, debería asombrarnos no que los personajes sean incapaces de salir, sino que no intenten colaborar. Hoy, más que nunca, hay que observar las penas, hablar con el corazón, reír en el desfiladero y atreverse a buscar ayuda. Hace falta coraje para dar rienda suelta a las palabras enjauladas. No siempre comprendemos cuánta fortaleza se necesita para vivir en la fragilidad.
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AQ