En la prisión de Planilandia: la incomprensible geografía del internet

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El mundo virtual no es un espacio físico, pero sí de uso público. Intentos de regular las redes sociales nos conducen a la pregunta: ¿quién tiene derecho a qué?

La división entre propiedad pública y propiedad privada se difumina con la irrupción de los medios electrónicos. (Shutterstock)
Julio Hubard
Ciudad de México /

El ámbito público ya no puede ser concebido como un asunto de espacio solamente. Que algo esté en internet significa cosas incomprensibles para la geografía, por ejemplo. Las redes sociales, los habitáculos virtuales, los usos de teléfonos, confunden publicaciones y privacidad de un modo no sólo nuevo sino indescifrable. Nuestros criterios jurídicos actuales no dan sino para un litigio eterno, tortuoso y sin salida a las dimensiones que presentan los nuevos medios, las redes, las mensajerías. ¿Quién tiene derecho a qué? Los casos famosos —Aaron Swartz, Edward Snowden, Julian Assange— son apenas una muestra de los que se avecinan.

En la tradición de la que venimos, la propiedad privada consiste en el derecho de una persona a excluir a otros del uso o disfrute de un bien o servicio, y la propiedad pública es el derecho de las personas a no ser excluidas del uso o disfrute de bienes y servicios. Esto parece más o menos claro, o al menos racionalmente argüible, hasta la irrupción de los medios electrónicos.

Un ejemplo, entre millones diarios: cerrarle a Donald Trump sus cuentas de Twitter o Facebook resultó útil y conveniente, pero ¿se justifica en términos jurídicos o es una violación de sus derechos? Hay argumentos a favor de la exclusión, sobre todo cuando se coloca al objetivo republicano por encima del derecho individual; otros, como algunos libertarios, arguyen una jerarquía distinta de principios. En sentido lógico, valen tanto unos como otros argumentos. No hay respuestas de pura razón y tendrá que ser una decisión política. Cualquiera que sea la opción, siguen sin resolverse dos puntos. Uno, la república, la “cosa pública”: ¿reside en el orden de las instituciones del Estado, o son las redes? Dos, queda claro que la decisión de unas empresas privadas, justificables según sus términos de servicio, fue mucho más rápida, eficaz y determinante que todas las instituciones gubernamentales. Frente a las redes, las instituciones estatales son tan veloces como los percebes.

Quizá se ha vuelto inaceptable la defensa antigua de la República, que podía actuar jurídicamente de modo anticipado. Salustio cita el alegato de Catón contra Catilina, un senador populista, y sus conjurados: “la situación presente más exige medidas precautorias contra los conjurados que deliberación acerca del modo de escarmentarlos. Porque los demás crímenes sólo pueden castigarse una vez que han sido cometidos; respecto al de conjuración, en cambio, si no se lo previene, inútil será, después de perpetrado, invocar la ayuda de los tribunales: perdida una ciudad, ningún recurso queda a los vencidos”.

Catón es admirable, pero ¿qué pasa si en vez de su sensatez tenemos tiranuelos incontinentes, bots, trolls, mañaneras? ¿Es siquiera tolerable que tengan acceso a restringir opiniones desde las tribunas públicas, o actúen suponiendo la intención de los ciudadanos?

Perdieron sentido nuestras definiciones de público y privado. Desde donde estamos no quedan sino insuficiencias y malas cuentas. Pero pienso en Planilandia (Flatland, 1884), la novela de Edwin Abbott, que se deja leer muy bien, pero está superada por la calidad de muchos videos en YouTube que la explican mejor. Los habitantes de Planilandia viven en una superficie plana como un dibujo. Basta trazar un cuadrado en torno de uno de sus habitantes para encerrarlo en una cárcel inexpugnable. En cambio, para un habitante de las tres dimensiones espaciales, ese mismo cuadro no representa ninguna prisión, ni amenaza alguna: es sólo un dibujo en una superficie, como el de cualquier mosaico.

Y a esa arena hay que sumar otra entidad, que no es ni ciudadanía ni ámbito público: las empresas privadas que ofrecen foros públicos. Facebook tiene más de dos mil millones de cuentas; Twitter, mil 300 millones. Los gobiernos nacionales no pueden legislar ni controlar las nuevas realidades, pero además, meter las manos en el control de las redes o de internet implica violar derechos humanos y una casi segura quiebra económica nacional. De modo que hay empresas privadas más grandes que países, con usos, servicios, beneficios y costos que no pueden ser encerrados en una legislación local. Y sería de una ingenuidad esplendorosa suponer un gobierno o control mundial. Si las versiones nacionales dan pena, por lo destartaladas que se ven, hay que imaginar solamente la clase de incompetencia que pudiera ser un gobierno, o un tribunal global. Un megaterio desdentado y anciano antes de nacer. La salida no está en nuestros cálculos actuales.

AQ

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