Son las seis de la mañana en un viernes de guardar… y de todos modos despierto a esa hora, voy al baño y me detengo un rato en la cocina, para instalarme al fin en el sillón grande de la sala. En este ritual me acompaña mi gata Coco, que se levanta conmigo. La ida a la cocina es porque exige que la acompañe mientras come sus croquetas. Y luego ambos, usualmente yo del lado izquierdo y ella del derecho, nos acomodamos en el sillón. Es lo que hacemos casi todas las mañanas. A veces leo. Si la modorra persiste dormimos juntos otro rato. A las ocho, desayuno; y a las nueve salgo rumbo a la oficina. Nada de eso cuenta ahora porque hoy no hay chamba. Tomo la computadora portátil y la enciendo.
—¿Qué haces? —me pregunta la gata.
—Debo escribir algo.
—¿Sobre qué?
—Un perro, se llama Rudolph. Es un perro de la ficción, está en una novela de David Martín del Campo, Ahí viene el lobo.
—¿Lobo o perro?
—Perro y lobo. Este último es su dueño, que se apellida Wolf. Es de origen alemán, aunque ha vivido toda su vida en México, y es de oficio fotógrafo. Se hace llamar, nunca mejor dicho, Axel Moritz Wolf, y fue conocido como “el fotógrafo de los presidentes”.
—¿Y el perro?
—Es un setter. Lo acompaña en su viaje por el país; va de aquí para allá en su Tsuru dando conferencias sobre fotografía y conversa mucho con Rudi. Se entienden muy bien.
—¿Conversa con el perro?
—Sí, tienen buenos diálogos. Algo que me gustó del libro es que en las conversaciones, en general, se resuelven muchas cosas. El autor sabe armarlas y eso hace muy ágil la lectura. Uno siente estar escuchando a las personas. Yo diría que es una de las virtudes del libro: el narrador es un buen dialoguista.
—Y dices que el personaje habla con el perro.
—Sí, como ahora hablamos tú y yo, Coco.
—Tienes razón. No discutiré eso.
—En la página 175, recuerda Axel un libro de John Steinbeck, Viaje con Charley, en el que el narrador estadunidense recorre las carreteras de Estados Unidos en compañía de su perro Charley. “Era el año 1962; le acababan de anunciar lo del Premio Nobel”, nos dice. Supongo que en eso se inspira.
—Curioso.
—Yo una vez, cuando vivía en San Miguel de Allende, viajé con mi gato Merlín a San Luis Potosí. Salimos temprano y regresamos por la noche. Recuerdo haber paseado por el mercado de La Merced en busca de enchiladas potosinas, e iba con Merlín en los brazos, bien agarrado para que no se me escapara. Creo que no se la pasó bien. Mareado y somnoliento casi todo el viaje. A Rudi su dueño le da whisky, para que se adormezca, lo que es matarlo poco a poco. El perro conoce bien a su dueño. En algún momento (p. 178) le dice: “Eres un mamón. […] ¿qué pretendes con ese jugueteo? ¿Meterle mano? ¿Cogértela más al rato? ¿Por qué no mejor le cuentas tus días con Heinrich Hoffmann, cuando Leni te envió con él para aprender en su estudio los trucos de la luz. Y la sorpresiva visita que hizo él con su séquito paramilitar. ¿Te acuerdas o no te acuerdas?”
—¿Me estás preguntando?
—No, es un pasaje del libro. Rudi es como la conciencia de Axel, pero lo emborracha. Es decir, emborracha a su conciencia. Y también se le escapa el perro en Monterrey, en busca de una hembra. Aunque lo reencuentra gracias a la plaquita metálica que trae sus datos.
—¿Y de eso trata el libro, de los diálogos entre Axel y Rudi?
—El libro es sobre Axel, un anciano fotógrafo que se deprime un día porque lee en El País (el 13 de septiembre 2003) que la Kodak cierra su planta en Rochester, y eso para él marca el fin de una era. Va al armario y se despide de sus siete cámaras: una Horizon rusa, la Nikon clásica, la Leica III, una Hasselblad, la Yashica de mirilla con telémetro, una Rolei y una Canon. ¿Son siete?
—Sí, siete.
—Y luego le traen el regalo de un archivo rescatado: se trata de un libro de desnudos que le confiscó el gobierno porque entre las celebridades retratadas aparecía Esperanza López Mateos, hermana rebelde del que se perfilaba como candidato a la presidencia de la República. Y décadas después le reeditan el libro, y con ejemplares en la cajuela el maduro fotógrafo se va de viaje por el país, en el Tsuru, con Rudi, con gastos pagados por Conaculta…
—Ya me perdí. ¿Por qué lo leíste?
—Encontré al autor en la Feria del Libro de León. Dimos una plática juntos sobre la crónica; me obsequió la novela, le eché un ojo y me cayó bien el personaje, Rudi, el perro, y también su dueño, que se hace llamar Axel. Son más de 300 páginas, y se lee con buen ritmo. Se cuentan muchas cosas: cómo salió de Europa, su llegada a México, el proyecto de las Doce ninfas en el jardín de Eva, su relación con los presidentes… Hay el relato de una cena el 1 de octubre en Los Pinos con Díaz Ordaz en la que el perro de éste, Atila, bebe champaña… Bueno, tendrías que leerlo.
—No seas cabrón, Alex, que no sé leer.
—Bueno, otro día te cuento eso. Creo que es un proyecto complejo: la invención de un personaje que pasa por una guerra mundial y es testigo en primera fila de la historia mexicana en la segunda mitad del siglo XX. Es alemán, parecido a Paul Newman, y por ello un imán con las mujeres… y un cabrón, perdón por mi mal español (sigo tu ejemplo), con su esposa. Cuando algo era bueno, decía Marco Antonio Millán, el viejo editor: “Tiene migajón”. Y Ahí viene el lobo lo tiene, sin duda.
—Ya duérmete un rato que vas a ir a trabajar.
—Hoy no trabajo, Coco. Es feriado.
—De todos modos duérmete. Te ves cansado. Hazte para allá.
AQ