Tenemos más opiniones que contemplaciones. “No juzguéis y no seréis juzgados” es tal vez uno de los preceptos más incumplidos de la historia. O, más bien, nadie cree desafiarlo: de nuestra boca jamás emanan veredictos, solo la verdad. Tú misma asomas la cabeza en estas páginas para propinar consejos no solicitados, uniéndote alegremente al sermoneo generalizado.
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Hace siglos el griego Esopo ilustró en una de sus fábulas esta pasión irrefrenable por la crítica a destajo. Dos labradores, padre e hijo, se dirigían a un mercado con un burro para que cargarse las compras al regreso. Tirando del animal por las riendas, echaron a andar. “Vaya par”, comentaron dos desconocidos, “ellos que tienen caballería van a pie. Qué mal repartido está el mundo”. Al oírlo, el padre ordenó al chiquillo que subiera a lomos del borrico. “Lo que hay que ver”, opinaron entonces unos campesinos que seguían la misma ruta, “el joven va cómodo mientras al padre le falta el aliento. No sé cómo lo consiente”. Entonces el labrador, avergonzado, hizo bajar al hijo para auparse él. “Parece mentira que haga trabajar así al pobre niño”, escuchó a un grupo de viajeros. Ofendido, montó al pequeño en la grupa, detrás de él. “Ahora ya no podrán decir nada”, pensó triunfante. Se equivocaba. Una voz taladró sus oídos: “Fíjate, no pararán hasta que el burro reviente”.
Según repetidas encuestas, todas las personas tienden a considerarse más atractivas, inteligentes y simpáticas que el promedio, lo que es estadísticamente imposible. Además pensamos unánimemente que siempre tenemos razón —otra asombrosa anomalía en términos de probabilidad—. En la vida real y en la digital, a quienes nos llevan la contraria hemos aprendido a etiquetarlos para no escucharlos. Divididos por la espiral de ira, hijos de la hipérbole, creemos que solo nuestras normas permiten avanzar, mientras fuera de ellas imperan los intereses, las mentiras y las turbias complicidades. Nosotros tenemos ideas; los demás, ideología. Al negarnos a comprender al otro, alimentamos una tensión colectiva que nos vuelve más conflictivos y menos efectivos. En su libro La conversación infinita, Borja Hermoso entrevista a Inma Puig, psicóloga experta en contextos de alta tensión: “Estamos juzgando todo el tiempo a todo el mundo, sin pruebas. Y dictamos sentencias, de forma que cerramos ya toda posibilidad de seguir tratando de entender”. Quizá necesitemos redescubrir que cada mirada sobre el mundo es una peculiar aleación de deseos, experiencias, esperanzas y emociones. Las personas somos un material frágil y valioso.
Resulta paradójica esta afición universal al lanzamiento de jabalina verbal, cuando tanto nos irrita ser la diana. Es un hecho comprobado: hagas lo que hagas, siempre tendrás cerca a alguien dispuesto a opinar. Ese cuestionamiento constante erosiona nuestros intentos y nuestros encuentros, nuestros amores y esplendores. En la familia, los reproches crean fallas sísmicas entre generaciones. Cuando se supera el miedo a defraudar a los padres, surge el espanto por las miradas de piedra, los juicios explosivos y las frases letales de los vástagos adolescentes. La autora mexicana Rosario Castellanos escribió “Autorretrato”, un poema irónico sobre sí misma que retrata sus inseguridades con humor autocrítico e irreverencia. Los versos más desasosegantes los dedica a su hijo: “Soy madre de Gabriel: ya usted sabe, ese niño que un día se erigirá en juez inapelable y que acaso, además, ejerza de verdugo. Mientras tanto lo amo”. En esas treguas, cuando aún se comparten las miradas risueñas y las bromas mutuas sin irritación ni enmiendas a la totalidad, la escritora sitúa los momentos más felices de la vida.
En cuanto los lazos empiezan a enmarañarse, nos ayudará dejar de ver mala fe en la opinión ajena, evitar el juicio sumarísimo, aprender a confiar en la honestidad de los distintos. Y ante las torpezas y tropiezos, el dedo acusador casi nunca es la mejor medicina. Más sabio que discutir será divertirse juntos con la variedad de caracteres y actitudes. Cultivar un cierto sentido de improvisación y experimentación infantil. Si a “juzgar” le quitas tan solo una letra, podrás jugar.
AQ