Ennio Morricone: “Siempre he trabajado con directores comprometidos”

Entrevista

En 2018, poco antes de cumplir 90 años, el director y compositor italiano hizo un balance de su carrera y recordó sus inicios en la industria cinematográfica.

Una leyenda en las bandas sonoras del cine. (Foto: Reuters)
Laberinto
Roma /

Esta entrevista de Pier Luigui Vercesi se publicó en Laberinto en la antesala de los 90 años del compositor italiano. El texto, publicado originalmente en Il Corriere della Sera, fue traducido porMaría Teresa Meneses.

Nacido en Roma, Italia, el 10 de noviembre de 1928, el compositor y director de orquesta ha musicalizado más de 500 películas y series televisivas; ha recibido dos Oscares —uno en calidad honorífica en 2006 y otro diez años después por su trabajo en Los ocho más odiados, de Quentin Tarantino—, además de varios premios Bafta, Grammy, David de Donatello, Nastro d’argento y Globos de Oro, entre otros galardones. A continuación, una charla con el artista que ha dejado varias partituras en la memoria colectiva.


Maestro Ennio Morricone, este año usted cumple noventa años. Ha tenido muchas satisfacciones en su vida, ¿todavía le falta algo por realizar?

Profesionalmente no. Pero me abruma una duda…

¿Cuál?

Descubrir por qué el Papa Francisco no ama la música. ¿Habrá hecho una promesa?

¿Por qué dice esto?

Un día, el productor Fernando Ghia me llevó a Londres para asistir, junto con el director de cine Roland Joffé, a la proyección de una película sin música. Era una historia ambientada en el siglo XVII, en el actual Paraguay; narraba acerca de los jesuitas que convertían a los indios tratando de arrancarlos de la esclavitud. Al final todos terminaban siendo masacrados.

Es la trama de La misión…

Exacto. En la última escena yo ya estaba llorando como un niño. Déjenla así, dije, la música no sirve. Al final acepté el encargo. Un trabajo dificilísimo. Jeremy Irons, el padre Gabriel, tocaba el oboe, por consiguiente, tenía que escribir una pieza para ese instrumento. ¿Qué música sagrada se tocaba en aquel periodo? Me puse a estudiar a Claudio Monteverdi y a Pierluigi da Palestrina. Finalmente, la pregunta sin respuesta: ¿y el canto de los indios? Me llegó una intuición: tatta tatatatta tatatatta tatatatta, tatatta titti… Montamos la música y volvimos a proyectar la película. Ghia se sentía muy entusiasta, Joffé y el productor norteamericano estaban satisfechos, el productor inglés desilusionado.

Gran intuición la del inglés…

Me enteré que él quería a otro compositor. Yo solamente era el músico emergente porque el otro se encontraba efectuando una gira de conciertos. ¿María (le pregunta el maestro a su esposa que va y viene en la cocina), recuerdas quién era el compositor que querían para La misión? Bernstein.

No precisamente el último en llegar.

Sí, pero si lo hubiese sabido no hubiera aceptado. Pero déjeme regresar al Papa. Años después, una mañana, mientras me encaminaba a comprar los periódicos en Piazza del Gesù, se me acercó un jesuita y me pidió que escribiera una misa por los doscientos años del restablecimiento de la Compañía luego de su supresión en 1773. ¿Por qué no? Poco antes de la ejecución, el Papa llegó de visita a la iglesia y me lo presentaron. A solas con él, María y yo estallamos en llanto; Francisco nos miraba en silencio. Luego de unos minutos pude articular palabra, le conté acerca de La misión, de la misa y le pedí que viniera a escucharla. Él nos regaló dos rosarios. Pero no vino. Del Vaticano nos dijeron que tenía que recibir a Putin. ¿Y cuál era el problema? Esperamos. A lo mejor hasta llevaba a Putin. La verdad es que Francisco nunca ha asistido a un concierto. Verifíquelo y verá si no es verdad. No crea que yo soy un llorón, solamente lloré esas dos veces allí: por La misión y cuando me reuní con el Papa.

El hombre que pactó una partida de ajedrez con Boris Spassky debe estar dotado de sangre fría… Es más fácil reconocerle esta emotividad a su esposa. A propósito, ¿puedo pedirle que participe en la entrevista?

La partida contra Spassky fue el punto más alto de mi carrera como ajedrecista. Sin embargo, Boris me confesó que no había “espoleado demasiado”. En cuanto a mi esposa, por mi está muy bien, pero a ella no le interesa.

¿Cómo se conocieron?

Era amiga de mi hermana. Un día tuvo un gravísimo accidente. Le pusieron yeso desde la cabeza hasta el tórax. Iba a visitarla todos los días y me enamoré de ella dentro de aquella escafandra. Decidí que me casaría con ella aún si hubiese sufrido graves daños, como temían los médicos. Afortunadamente regresó a ser como era antes. En el Conservatorio, antes de Composición, estudié trompeta, al igual que mi padre. Pero me avergonzaba de ello y entonces compré un maletín, porque si hubiese usado el estuche de la trompeta se hubiese adivinado cuál era mi instrumento. Quería que ella me viera como un gran compositor, no como un trompetista. Cuando me gradué en composición, me dijo: “Te regalo tantos gramos de sopa inglesa según cuantos puntos ganes”. Me gané nueve y medio y me sentí mal. Sin embargo, ella me aprobó con diez: ¡un kilogramo bien pesado de sopa inglesa!

¿Cómo era Roma durante la guerra?

Yo tocaba en pequeñas orquestas, primero en el Hotel Florida, para los alemanes; luego en los hoteles Massimo d’Azeglio y Mediterraneo, para los aliados. Los americanos no pagaban, nos daban comida y cigarros. Vivía para la música y casi no me daba cuenta de lo que sucedía alrededor. Luego, siempre sentí miedo de no poder mantenerme y aceptaba casi cualquier trabajito. Por mi inseguridad se esfumó el puesto como profesor en el Conservatorio.

¿Por su inseguridad?

Mi maestro, Goffredo Petrassi, consideraba que yo estaba muy dotado para la música. En el examen final se peleó con el director del Conservatorio porque se concentró en un detalle y le quitó medio punto al diez con mención honorífica que consideraba me esperase. Luego del examen acompañé a Petrassi a su casa, situada en via Germanico 182. Estábamos exaltados. Me dijo: no te comprometas en trabajos durante dos años, así me das tiempo de encontrarte uno en el Conservatorio. No sucedió. Se enteró que hacía arreglos de canciones para la radio y las revistas. Un contrabajista amigo de mi padre les proporcionó mi nombre a algunos directores de orquesta. Me daban una melodía con las armonías mal puestas, yo las pulía.

¿Es la época de la canción “Se telefonando” y de Mina?

Eso vino después, cuando me llamó la RCA. Me comisionaron con diversos cantantes. Miranda Martino, Gino Paoli, Edoardo Vianello. Paoli canta mejor ahora que tiene ochenta años, el oído se le ha ido haciendo con el tiempo. Vianello, en cambio, era muy bueno. “Se telefonando” me la pidió Diego De Chiara y Maurizio Costanzo como rúbrica de un programa. Fue un éxito enorme. Mina me pidió otra. Luego desapareció. Tenía un novio músico y ya resultó imposible acercarse a ella.

¿Cómo llegó al cine?

Yo había trabajado con Salce para el teatro y en 1961 me pidió componer la música para El federal. Mi carrera siempre ha sido muy desordenada: realizaba arreglos musicales, tocaba la trompeta en el Sistina, luego me pasaba a dirigir orquestas para el teatro, luego los discos, la radio, la tv. Sabe, por ese temor mío de morirme de hambre…

Me imagino que fue su encuentro con Sergio Leone el que apaciguó su miedo de quedarse sin trabajo. ¿O me equivoco?

Con él realicé Por un puñado de dólares y todos los western. Era desconfiado con todos. Nunca quedaba contento. Vivíamos cerca uno del otro, venía a mi casa y yo iba a la suya. Pero cuando comenzaban las grabaciones era un tormento. “No se escucha bien el trombón”, y entonces hacía que el trombón tocase más fuerte. “Ahora no se escucha la orquesta: ¡Qué los de la orquesta toquen con más cojones!”. Luego de un rato perdía la paciencia y se le daba de comer a los músicos. Siempre quería ver músculo. La escena de los dos trenes que colisionan la estuvo volviendo a filmar durante todo un mes. El sonidista, al borde de una crisis de nervios, sobrepuso seis fondos y salió un sonido horrible. “Perfecto”, dijo Sergio satisfecho: “¿Verdad que no se necesitaba de tanto?”.

La invención del chiflido hizo época, ganó Il Nastro d’Argento (que otorga el Sindicato Nacional de Periodistas Cinematográficos Italianos) y ese año rompió récord de taquilla. ¿Fue entonces que Hollywood se acordó de usted?

El chiflido fue un regalo para Sergio. Cuando lo escuchó le brillaron los ojos. Solamente que luego él quería meterlo en toda la película. Al tercero me negué. “¡Ya está bueno de tantos chiflidos!” Pero tuve que inventarme otro: aahaaha auauauo aahaaha auauauo, el coyote, realizado con dos voces sofocadas puestas juntas. Se quedó feliz como una lombriz, pero seguía queriendo el chiflido. ¿Sabe una cosa? Esa es la peor música que he escrito. Un año después, Por un puñado de dólares todavía se exhibía en las salas y con Sergio fuimos a verla al Cinema Quirinale. Al salir, nos miramos y, al mismo tiempo, exclamamos: “¡Qué fea película!”

Fue así que se dedicó a algo de más compromiso, como Érase una vez en América.

La música de Érase una vez en América la escribí en Los Ángeles mientras esperaba a Zeffirelli, para quién tenía que realizar una cinta sonora que luego me negué a urdir porque me jugó una broma muy fea. Con Franco regresé para realizar Hamlet. Luego, ya no acepté realizar más trabajos para él. No nos poníamos de acuerdo. Por el contrario, con Pasolini se forjó una buena relación. Era un hombre discreto, gentil, delicado. Nunca vi una sonrisa en su rostro. Solamente se iluminaba cuando estaba junto a Ninetto Davoli o Sergio Citti. Cuando lo asesinaron, le dediqué la última pieza compuesta para Salò o los 120 días de Sodoma. La titulé: “Adiós para Pier Paolo Pasolini”. De cualquier manera, casi siempre he trabajado con directores comprometidos.

¿Cuál es el mejor?

De acuerdo a mis parámetros: Giuseppe Tornatore. Elio Petri fue otro grande. Cuando realicé la música para Investigación sobre un ciudadano libre de toda sospecha, no quiso que fuese al mixing, y me mostró la película ya montada. Se apagaron las luces, Elio estaba sentado a mi izquierda. La música era mía, pero de otro trabajo. “¡Elio, estás loco, cambiaste la música”, “Sí, no escuchas cómo es hermosa”. “Pero no tiene nada que ver con la película, es una pendejada!”. “No escuchas qué coros tan magníficos, Ennio, es su música, es la adecuada”. “Quítala, te lo ruego, quítala”. Estuvimos así durante media hora. Finalmente, capitulé: “¿Sabes qué? ¡Ya basta!” En ese punto se volvieron a encender las luces y volvimos a editar la película con la música adecuada. Había sido una broma atroz.

¿A sus padres les dio tiempo de gozar de sus éxitos?

Mi padre pensaba que si él había logrado mantener a su familia con la trompeta, también yo podría hacerlo. Mi madre murió diciéndome. “Te encargo, Ennio, escribe hermosas canciones pegadizas”.

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