De pronto, tu hijo trae al presente antiguos recuerdos infantiles. Cuando camina por la calle contando baldosas y esquivando como un trapecista las líneas que dibujan los adoquines, regresan imágenes nítidas de tu niñez. De su boca brotan canciones, diminutivos, refranes que ha aprendido de su abuela y que no sonaban en tus oídos desde que la pequeña eras tú. Dicen que los hijos son el futuro, pero, desde que fuiste madre, es el pasado quien insiste en volver.
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Imaginamos el tiempo como una línea, como la trayectoria de una flecha. Hubo un inicio, avanzamos hacia un desenlace. El cristianismo expandió la concepción judía de la temporalidad lineal, y de allí procede nuestra mentalidad de avance y progreso, de génesis y apocalipsis, de principio y final. En cambio, las leyendas antiguas ocurren en un tiempo cíclico, íntimamente ligado a la naturaleza. Sin punto de partida ni conclusión, todo está en movimiento continuo, como la danza inacabable de un círculo que gira. La rueda de la vida no coloca la esperanza en el progreso, sino en el retorno. Aunque nos envuelva la noche, sabemos que el día volverá. El otoño anuncia los fríos, pero los frutos renacerán. Así lo cuenta la leyenda griega de Démeter, diosa de la cosecha y el amor maternal. Su única hija, Perséfone, jugaba en un prado cuando se abrió un abismo y allí apareció el Señor de los Muertos. Perséfone luchó por librarse del oscuro abrazo, pero fue inútil. Durante nueve días, Démeter la buscó por tierra y mar, sin comer, sin beber, sin dormir. Desolada, la diosa juró que no dejaría germinar las semillas hasta el regreso de su hija. Compadecido por su dolor, Zeus decidió que, todos los años, Perséfone pasaría cuatro meses en la mansión del Hades y después volvería con su madre. Cada primavera, Perséfone emerge del infierno y nosotros salimos del invierno. En el mundo antiguo, la pérdida es inevitable, pero contiene la promesa de innumerables renacimientos.
El eterno retorno encuentra su versión cotidiana en el trágico trajín de las tareas del hogar. Sin cesar, el polvo cubre todo con su sábana gris. Hay que abastecer la nevera, preparar la comida, trocear, freír, vigilar, revolver. Y, cuando todo está terminado, los rastros borrados, la cocina impoluta, suelos y cacerolas brillantes como espejos, vuelta a empezar. El mítico Sísifo, condenado a empujar montaña arriba esa gran piedra que, al llegar a la cumbre, volverá a rodar cuesta abajo, merecería ser canonizado como santo patrón de los trabajos domésticos.
Hay muchas formas de experimentar el tiempo, todas ellas auténticas, y a veces contradictorias. Reflexiona Jorge Carrión en Lo viral que el ritmo acelerado de las noticias, las redes, el trabajo, los mensajes y el consumo nos inoculan la fascinación por lo veloz. Sin embargo, aún necesitamos la lentitud de los empeños a largo plazo: educar a los hijos, cuidar a los enfermos, pagar la hipoteca, persistir en la amistad y el amor. “Es un reto hacer compatibles nuestras urgencias con las maduraciones, las constancias y las esperas que nos han definido durante siglos”. Querríamos cuadrar el círculo: como extrañados habitantes de una película de David Lynch, nos angustia la tensión entre lo que retorna y lo que escapa, entre la terquedad de los círculos y la vertiginosa fuga de carreteras infinitas.
Presos de la prisa, corremos sin aliento para llegar puntuales a la siguiente meta. Con la vista siempre puesta en lo que sigue, malogramos el presente. Preferimos la llegada al camino y, por eso, hemos elevado a los altares el “sanseacabó”. Usamos incluso expresiones homicidas como “matar el tiempo”. Emil Cioran captó el tono chirriante de la frase y escribió con su habitual humor negro: “Mi misión es matar el tiempo y la del tiempo matarme a mí. Se está bien entre asesinos”. Repetimos que el tiempo es oro, olvidando que nada hay más valioso que nuestras horas irremplazables, una riqueza que nadie nos devolverá. Sobrevivir implica hacer malabares en las agujas del reloj, imaginar el mañana con el placer del ahora. Quizá sea el momento de tratar el tiempo con más tiento.
AQ