En la infancia no tenías miedo de los ogros que acechan en la sombra, del lobo o de los pasos en la oscuridad. En tus pesadillas, lo que te asustaba era verte sola, sin nadie que te tomara de la mano, y hubieras agradecido un buen monstruo cerca con quien hablar. Hoy, lees a tu hijo cuentos sobre criaturas abandonadas que se aventuran al mundo sin ayuda, desvalidas. Ovillado en su cama, te mira temeroso hasta que, al final, los niños de papel encuentran cobijo y respiráis aliviados. Como escribió Toni Morrison, la literatura nos protege del espanto de las cosas sin nombre.
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Nada nos aterroriza más que sentirnos completamente solos, y el miedo al abandono es especialmente acuciante en la infancia. Por eso, en los cuentos de hadas siempre nos ponemos de parte de sus pequeños héroes extraviados: de los hambrientos Hansel y Gretel, no de la propietaria de la casa de bizcocho y azúcar que intentan zamparse. En nuestra adolescencia conocimos a la huérfana Momo, las andanzas de Pinocho o los niños perdidos de Peter Pan, una pandilla de críos a los que nadie reclamaba y por eso acababan en el País de Nunca Jamás. En la serie De los Apeninos a los Andes, una generación entera lloró a moco tendido por Marco, ese italiano de nueve años que buscaba con su mono Amedio el rastro de su madre emigrante. De Zeus a Moisés o el rey Arturo, nuestro imaginario se asienta en historias de niños amenazados que sobreviven gracias a la bondad de los desconocidos. A los fundadores de Roma, Rómulo y Remo, abandonados al nacer, los amamantó una loba —o una puta, en la versión más irreverente del mito— y luego los adoptaron un pastor y su mujer, que ya tenían doce vástagos. Ella, Aca Laurencia, sería ascendida a diosa por los romanos, nombramiento bien merecido por sus milagros domésticos con sueldos de porqueros como único ingreso.
Según san Mateo, Jesús fue un apasionado defensor de la causa de los menores: “El que acoja a uno de estos niños en atención a mí, a mí me acoge. Cuidado con despreciar a uno de estos pequeños”. En su infancia, Jesús había sido un jovencísimo refugiado, por suerte en compañía de sus padres, cuando la familia huyó de la matanza de Herodes. Los Evangelios no describen esos años, pero es posible que, como extranjeros pobres, conocieran el recelo y las sospechas. Tal vez los carpinteros egipcios acusasen a José de robarles el trabajo. O, todo lo contrario, quizá los recuerdos de la hospitalidad recibida lejos de casa expliquen sus palabras acogedoras.
Un reciente estudio británico afirma que las estadísticas y números no modifican el rechazo contra emigrantes y refugiados; en ocasiones, lo refuerzan. Sin embargo, las historias personales sí pueden cambiar miradas. “Vivir es contarse”, escribió Michel del Castillo, autor de Tanguy, la conmovedora crónica de una infancia solitaria en las tempestades del siglo XX europeo. Hijo de española y francés, se exilió con su familia tras la guerra civil. Denunciados por su propio padre, madre e hijo acabaron en un campo de refugiados en Francia. Abandonado también por ella, Michel fue encerrado en Mauthausen a los nueve años. “Lo que hasta entonces solo había comprendido a medias se le reveló bruscamente: que estaba definitivamente solo, que iba a ser tratado como un hombre, que había dejado de ser niño”. Repatriado a España con apenas doce años, buscó su lugar en el mundo. Entre sus mil penurias, recuerda a las personas —algunas, ciertamente improbables— que le tendieron la mano durante su infancia oscura: un alemán en el campo de exterminio, un marginado en Barcelona, un jesuita en Úbeda, su humilde casera en Sitges, un falangista en Huesca. “Tienes pinta de granuja, de chorizo, de mal nacido”, le espeta su padre cuando por fin se reencuentran en París. “Para Tanguy, todo el mundo era bien nacido. Había aprendido a amar a los demás por lo que son, no por lo que parecen”. Aquel niño perdido, sin más compañía que sus miedos, aspiraba a encontrar cobijo en tiempos de intemperie. Hoy, sus palabras resuenan como un homenaje a quienes prefieren, frente a la lógica de las cuentas, la de los cuentos.
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