Escarcha | Un cuento navideño de Adriana Ortega Calderón

Ficción

Como si de un confesionario se tratase, los Reyes Magos han escuchado toda clase de peticiones y deseos.

"He visto de todo y escuchado deseos que jamás pensé que alguien pudiera tener —y pedir—". (Generada con DALL E)
Adriana Ortega Calderón
Ciudad de México /

Esa noche regresé a casa exhausto. Había sido una larga y distinta jornada. Tenía la sensación de que la peluca se había integrado a mi cabeza y el maquillaje a mi rostro. Las puntiagudas botas habían entumecido mis dedos, y eso fue lo único que me quité antes de sentarme a cenar lo que preparé esa mañana. Parecía que los clientes se habían puesto de acuerdo para elegirnos a Tomás, a Lupe y a mí, como si no hubiera alternativas a lo largo de la acera. Aquel día tuvimos clientes de todas las edades, lo que no sucedía siempre. Entre ellos, acudió la misma anciana afligida que había visitado mi trono de escarcha en los últimos tres años, pidiéndome que le concediera que sus hijos y sus familias se fueran de su casa y la dejaran vivir en paz, aunque eso significara no volver a verlos jamás. No era la primera anciana que se acercaba a pedirme algo en los siete años que llevaba trabajando como rey mago en la Alameda Central. La verdad es que he visto de todo y escuchado deseos que jamás pensé que alguien pudiera tener —y pedir—. Y no me refiero a las peticiones de algunos visitantes que llegaban a solicitarme horas de sexo. O a los niños que aprovechaban las conversaciones previas a las fotografías para confesarme que no soportan a sus papás, inspirándome a imitar su franqueza. Guardo una lista de deseos en la memoria que me han conmovido y otros que me han quitado el sueño. En una ocasión, una niña me pidió que protegiera un año entero a su madre para que la policía no la metiera a la cárcel, pues todos los días roba lo que puede y a quien puede para comer. En otra, un adolescente me encargó enfermar a la madre para pasar más tiempo con ella. Me han pedido muñecas asesinas y videojuegos extermina-profesores.

Esa noche fría de diciembre, casi al concluir la jornada, se acercó al trono de Tomás un niño bañado en una varonil fragancia que opacaba el aroma del aceite de los buñuelos. Al chico lo acompañaba un hombre de arreglo impecable, muy visible por los sujetos que lo custodiaban frente al perímetro que nuestro brillante y colorido reino dominaba. El niño, según nos narró Tomás, había convencido a su padre de llevarlo a pedir un regalo a los Reyes Magos a cambio de obediencia absoluta. Al hacer el trato, el niño cruzó los dedos bajo su abrigo, lo que no le impidió pedirle a Melchor que su papá dejara de obligarlo a no moverse ni quejarse durante las madrugadas en que llegaba a despertarlo a su habitación. Con una todavía prolongada fila de chicos y adultos frente a nosotros, Tomás abandonó apresuradamente su trono en busca de un policía para pedir auxilio en nombre del niño. Mientras el pequeño esperaba el regreso de Melchor para tomarse la foto, el padre fue confrontado por dos infortunados oficiales y un inútil rey, cuya confesión desembocó en nuestro exilio y el de todos los reyes al concluir las fiestas.

Hoy, desde mi inestable reino nómada, puedo decir que no he recibido esa clase de peticiones. Sin embargo, la lista de deseos innombrables sigue creciendo.

En corto

Adriana Ortega Calderón

Autora de la novela 'Cuando los gatos esperan'


AQ

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