Un fresco del exilio español

Libros

Con una investigación exhaustiva, Luis Rius Caso recrea el año en que José Gallostra, un diplomático franquista, fue asesinado en la colonia Tabacalera.

Detalle de la portada de 'El espía de Franco'. (Alfaguara)
Roberto Pliego
Ciudad de México /

Hay argumentos que se sostienen sin la complicidad de la escritura, argumentos tan enconadamente adictivos que son capaces de anular cualquier pretensión literaria. Es el caso de El espía de Franco (Alfaguara), de Luis Rius Caso.

Con una investigación exhaustiva que incluyó la consulta de archivos en México y España, y los recuerdos de algunos amigos y familiares, Rius Caso recrea el año en que José Gallostra, un diplomático franquista, fue asesinado a manos de un sicario de incierto pasado en la colonia Tabacalera de la Ciudad de México. Estamos en 1950, en un ambiente de crispación entre los herederos de la República española y las fuerzas de la hispanidad que aún creen en la pureza de sangre.

Sin alardes de estructura, El espía de Franco avanza en línea recta y lo hace a través de su protagonista, el pintor Domingo Torres Domínguez, quien al tiempo que ejecuta un mural donde expone la muerte de Gallostra y las vicisitudes del exilio español va quedando a merced de una intriga que no solo toca las fibras políticas, pues convoca a empresarios, anarquistas, socialistas, poetas y aun toreros hasta proyectarse hacia República Dominicana, donde se han puesto en marcha los alicientes de la Revolución cubana.

Rius Caso es capaz de subirnos a la montaña rusa. Cuando las acciones parecen bajar la velocidad, pisa el acelerador o impone un giro brusco por el cual la lectura se torna una espiral de ansiedad. Uno quiere saber quién ordenó el asesinato y sus motivos pero también posponer el desenlace para consumir más de ese argumento tan veraz como pirado (en cierto momento, por ejemplo, el pintor se encuentra en una sala de interrogatorio del aeropuerto de Barajas y descubre que una de sus amantes era en realidad una soplona del Generalísimo).

De modo que, por esta ocasión, paso de largo por los defectos: una larga parrafada de Diego Rivera, una intervención pomposa de Lázaro Cárdenas, demasiadas reproducciones hemerográficas, más del celo académico que de la intuición del novelista, pasajes envueltos por un lenguaje anacrónico. Ni aderezan el cuadro de época ni matizan los claroscuros por los cuales transitamos. Paso de largo y me dejo llevar por la corriente, es decir, por el flujo inocente de la narración.

ÁSS

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