La televisión me puso sobre aviso:
una lluvia de estrellas se haría visible
en el cielo de la Ciudad de México.
Yo atosigué por semanas a la familia con la noticia
que había sido difundida con bombo y platillos
por todos los medios. Había que ver la lluvia.
Llegué a creer que los había convencido
de levantarnos a las tres de la mañana
para subirnos a la azotea de la casa
a contemplar el meteoro…
pero tuve que aceptar la cruda realidad:
nadie atendió el llamado del despertador.
Bueno, casi nadie… porque, armado de valor
–yo no tendría entonces más de diez años–
una cobija pesada y una gran curiosidad,
subí solo a la azotea de la casa
y trepé como pude a los tinacos.
Allí me instalé a esperar el milagro.
¡Y vaya que llegó el milagro!
Sólo que el milagro, como suele suceder,
no llegó en la forma en que yo lo esperaba…
La liebre salta en el momento
y en el lugar menos pensados,
y el espíritu sopla donde quiere.
Nunca pude observar la lluvia de estrellas,
pero el milagro se me apareció con otra forma…
una forma impensada y sorprendente por su naturalidad:
la vasta, profunda y misteriosa inmensidad de la noche.
Esa noche, por vez primera, vi la noche.
Tendido de espaldas sobre los fríos tinacos,
envuelto en mi frazada y con los ojos clavados
en las pavorosas distancias que sólo los astros conocen,
¡vi por primera vez las dimensiones descomunales
del inconcebible espacio saturado de estrellas
y pude escuchar el silencio impresionante del cielo!
Allí, solo, bajo la bóveda infinita,
supe de una buena vez y para siempre,
que el tamaño de mi curiosidad era nada:
un grano de sal que se disolvía en el mar del cielo
hasta dejarme mudo, absorto, quieto,
flotando en un sueño dentro de otro sueño,
sin nombre, sin tiempo y sin preguntas.
AQ