“Coopera conmigo y aplaza todas las palabras que no digan nada”. Ésta es la línea que inaugura Decir otro lugar (2020), un libro que, no obstante la trayectoria literaria de su autora, se resiste a ser llamado poemario.
“No quería escribir un libro de poesía tradicional. Quería, en cambio, echar mano de otros recursos que me ofrecía la narrativa”, cuenta Eva Castañeda (Ciudad de México, 1981) sobre su más reciente publicación con Elefanta Editorial.
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Investigadora y estudiosa de la poesía mexicana contemporánea, Castañeda impregna las palabras que escribe de una voluntad disruptiva que encuentra su rasgo más tangible en la depuración del lenguaje. Es decir, en el aplazamiento de todas las palabras que no dicen nada.
En entrevista con Laberinto, la escritora habla de la cualidad híbrida de su obra, de las violencias como detonante de la escritura y de la necesidad inaplazable de recurrir al nosotros en tiempos de crisis.
—Algo que caracteriza a la literatura mexicana contemporánea es su propensión a la hibridación, a ser difícil de definir. Este libro es un buen ejemplo de esta característica...
Es verdad, cada vez de una manera más afortunada buena parte de la literatura mexicana, de la poesía contemporánea sobre todo, está explorando las posibilidades que puede ofrecer lo híbrido, inclusive como nuevo género. El borramiento de fronteras se hace cada vez más evidente, se ensancha más y está produciendo textos más interesantes y atípicos.
—¿Ese es el rumbo que debería seguir la poesía?
No sé si tendría que ser el rumbo que debe seguir, pero quizá podríamos pensarlo como un recurso natural. Las fronteras en el mundo se están borrando cada vez más. También la parte textual tendría que verse tocada; el arte también tiene que entrar en ese diálogo. Para mí esto fue motivo de reflexión y por eso quise plantearme el reto de escribir algo que modificara el rumbo de mi propia escritura, que evidenciara todas las preocupaciones políticas y estéticas que ahora mismo me ocupan.
—Hay una frase, muy repetida pero muy cierta, de Carlos Fuentes: “No hay creación sin tradición”. ¿Tú cómo te concibes, como parte de una tradición, como una disruptora...?
Te puedo contestar con una cita de Julián Herbert. Él decía que se planteaba la tradición literaria como una casa, y que cada escritor la habita desde donde puede y con los elementos que tiene. ¿Cómo me veo yo habitando esta casa? Primero, como una lectora, porque antes que ser escritora soy lectora, además una lectora ávida, en este momento, de la tradición literaria latinoamericana, específicamente la chilena, la argentina y la peruana y, por supuesto, la mexicana, que es donde estoy inserta. No sé bien qué lugar ocupe en esa tradición, pero sé que me gusta dialogar con ella, porque soy producto de la misma. Estas tradiciones son las que atraviesan mi escritura.
—¿Qué aspectos de esas tradiciones encontraría un lector de Decir otro lugar?
Este libro lo empecé a planear a la par de una estancia posdoctoral sobre escrituras literarias producidas en contextos de violencia de Estado. Para mí la parte académica y la creativa han ido de la mano siempre; son los dos derroteros en los que me he movido. A partir de la lectura de textos relacionados con memoria, violencia, Estado, literatura, es que me replanteé el lugar que estaba ocupando como escritora, pero también el más inmediato: mi lugar como habitante de este país, que está atravesado por una serie de violencias provenientes de todos lados.
—¿Cómo es para una creadora generar su obra desde esa violencia, cómo es escribir desde la zozobra?
Cualquier manifestación artística, en este caso la poesía, es una manera de subvertir esa zozobra, de atomizarla. Durante mucho tiempo se creyó que la poesía era un género catártico o de divertimento. Por supuesto no ha sido así, pero es la concepción tradicional. Sin embargo, desde mediados del siglo XX y hasta la fecha, se ha convertido en un espacio de reflexión y de crítica. Entonces, ¿cómo habito esta zozobra? Estoy en ella como lo estamos todos, pero a partir de la escritura es que intento resistir. La poesía ha sido para mí un espacio de crítica.
—La poesía como resistencia…
Totalmente, sí lo creo. La poesía que más me interesa es aquella que es, también, inteligente. Me atraen más aquellos textos que cuestionan la realidad. Y, de una manera muy modesta, intenté hacer eso con Decir otro lugar.
—Es curioso cómo mediante el lenguaje normalizamos situaciones que, vistas a la distancia, deberían ser señales de alarma. ¿Al libro lo atraviesa la oposición entre el lenguaje y el acto violento?
Sí, claro, hay toda una reflexión en torno a eso. Los silencios, las censuras, que intentamos plasmar en el libro mediante espacios blancos en la página, sugieren algo que no está dicho, pero que aparece rondando en el aire. Hay un juego con todos esos acercamientos a las distintas maneras de la violencia.
—Es cierto, esos silencios visuales también son una forma de contar algo...
Sí, porque la raíz de muchas violencias —pienso en las dictaduras, en la violencia provocada por el narcotráfico— es esta aparente censura, este no decir, este pasar la hoja. Desafortunadamente vivimos con ello. Por un lado está lo que se enuncia con la palabra más cotidiana y por otro lo que no se dice.
Ahí el título del libro, Decir otro lugar, viene al caso: la posibilidad de nombrar otro sitio, otra posibilidad de vivir, aunque suene ramplón.
—¿Utópico?
Inclusive utópico, sí, lo cual es muy triste.
—Hablemos ahora de la voz que elegiste, una segunda persona que todo el tiempo interpela.
Esa fue otra de mis grandes espacios de pensamiento, porque quería era evitar el uso de la primera persona. La literatura, sobre todo la poesía, ya está saturada de la primera persona, de esta literatura volcada sobre sí misma. En este momento de la historia tendríamos que empezar a pensar en nosotros.
Ahora hay un virus que enfermó a todo el planeta, y ya vimos que pensar desde lo individual no funciona. Tendríamos que empezar a mirar todo lo que hacemos desde la voz colectiva. En este libro me interesó trascender el yo, por eso el uso constante del plural. Me interesaba dejar en claro que estoy pensándonos como un todos, como un nosotros. Y porque quiero trascender este uso, llevado hasta el cansancio, de la primera persona.
—Y eso es también parte de la poesía como resistencia, una poesía incluyente.
Tiene que ver también con una larga tradición del uso de la primera persona en la poesía mexicana. Un poeta al que admiro profundamente, y al que cito en el libro, Raúl Zurita, utiliza el término yo autista: este yo autocentrado, que nada más habla de sí mismo como un ente incomprendido por el mundo. Eso, en términos históricos, políticos y estéticos, ya no funciona. El momento que nos ha tocado vivir tendría que invitarnos a reflexionar sobre la importancia de mirar al otro o a la otra desde un lado más generoso, más solidario, y a pensar que el orden mundial como lo habíamos conocido ya probó que no funciona.
ÁSS