La noticia se hizo viral, las redes se encendieron con un pálido fuego: “FaceApp pone en riesgo la información de los usuarios”, y no pude reprimir una mueca de ironía porque sabemos que lo personal ya no es personal, nadie es insondable, nuestra información está en los cajones del gobierno (y de gobiernos); está inscrita en la banca, en tiendas y en empresas de servicio; se aloja en los registros de correo electrónico y mensajería; se recaba gota a gota o a raudales en los buscadores de internet y en cookies de sitios web; habita umbrías bases de datos que circulan de un lado a otro del planeta para despropósitos que es mejor no imaginar; integra la cartera comercial de, sí, las benditas redes (Facebook, Twitter, Instagram, y etcétera), y navega a la deriva por cañerías digitales sin escolleras.
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FaceApp, una aplicación creada en Rusia para editar retratos y “envejecer” el rostro, me remitió, a modo de paradoja, a un fragmento de la entrada del 20 de enero de 1984 de los diarios que el escritor húngaro Sándor Márai redactó en el exilio:
“Lincoln dijo que cumplidos los cuarenta años cada hombre es responsable de su cara. En un sentido existencial eso es cierto: el hombre no es el que nace sino el que se hace. Sin embargo, a los ochenta, uno ya no es responsable de sus facciones: la personalidad y la conciencia discurren ajenas a las fuerzas que las conforman”
(Diarios. 1984–1989).
El párrafo de Márai es una breve lección filosófica en la que retumban los vientos del ascenso y la caída, del sosiego o de la neurosis, de los ciclos de alegría, tristeza, salud, enfermedad, dolor, convalecencias, y todo aquello que no solo transfigura el rostro sino el cuerpo entero: de la tercera edad lo importante no es el menoscabo físico sino cómo se llega y para qué.
Mas eso es asunto que no atañe a la ociosidad contemporánea. Ahora poca gente (sea de veinte o de cuarenta o de ochenta años) es fiadora de su cara o de su nombre o de su identidad, y no porque siempre le hagan trampa sino porque le tiene sin cuidado preservarse, entrega a voluntad sus datos, su iconografía, no distingue la delgada línea entre los vicios privados y las virtudes públicas.
En internet se concede a los formularios lo que sea o se comparte en plataformas. Jamás se leen los contratos de cabo a rabo y se admite cualquier cláusula ya que no se toman en serio por virtuales. A la casilla de aceptar de conexiones, aplicaciones y programas se le da el clic que abre el portón del celular o la tableta o la computadora que imaginamos como aldeas cuando son urbes inabarcables, ya no hablemos de los armarios con esqueletos por decenas.
Marchitar es asunto de conciencia y tiene un temperamento imposible de presentir en una imagen. Volvamos a citar a Sándor Márai:
“La vejez se enfada con el frío como si fuera una ofensa, un mero accidente”. (28 de enero de 1985)
Y si algo tiene de indecoroso el affaire de FaceApp no es la presunta invasión a lo confidencial sino la pérdida de suspicacia ante los pasatiempos digitales. Caray, ¿quién habría conjeturado la época en que el retrato de Dorian Grey, pero al revés, iba a ser el infiltrado de lo oscuro?
ÁSS