El caso de Fernanda Trías es peculiar. En 2020, poco antes de la irrupción del covid-19, publicó Mugre rosa, novela en la que, con irónica sincronía, una ciudad portuaria es asolada por una plaga misteriosa. Refractaria al entorno rutinario y al aire enrarecido por la enfermedad, sintió la inevitable urgencia de alejarse de la ciudad. Así, mientras el mundo se replegaba sobre sí mismo, Fernanda Trías comprendió que su propia supervivencia, tanto literaria como personal, dependía de la distancia. Había pasado años habitando el universo de esa narradora urbana, educada y con un registro refinado del lenguaje. Ahora la escritura le exigía algo opuesto. Y halló una montaña, una mujer rural y una voz despojada de toda retórica capaz, no obstante, de deslizarse hacia la poesía desde su simpleza. De esa pulsión nació El monte de las furias (Literatura Random House, 2025), el tema de esta conversación.
Acaso porque el destino no se detiene en la banalidad de ofrecer explicaciones, determinó que ambas novelas fueran reconocidas con el Premio Sor Juana Inés de la Cruz en la FIL Guadalajara, la primera en 2021 y las más reciente en 2025.
El monte de las furias es fruto de un experimento literario que la autora uruguaya describe como “un salto al vacío”. La creación de un lenguaje que no fuese ni enteramente uruguayo ni colombiano —país donde reside desde hace una década—, sino un idioma propio, ficticio, que perteneciera únicamente a la montaña y a su protagonista.
La novela oscila entre dos voces narrativas. Una es la de la mujer que vive en la montaña, que escribe a mano en papeles que absorben los olores de los enseres de cocina. La otra es la voz de la montaña misma, narrada en tercera persona. Entre ambas existe una ética del cuidado que se extiende más allá de lo humano, una reflexión sobre la naturaleza y la violencia, así como una exploración de la espiritualidad .
En esta conversación —sostenida semanas antes del anuncio del premio, en Casa SnowApple, donde Trías realizaba una residencia literaria—, la autora reflexiona sobre los desafíos de construir un lenguaje poético desde la escasez, sobre cómo la contemplación sensorial de la naturaleza tropical puede ser tanto atracción como terror y sobre la forma en que una década de vida en el extranjero ha contaminado —en el mejor sentido— su escritura.
¿Eres una autora que se sumerge en un proyecto y no comienza el siguiente hasta terminarlo, o trabajas en paralelo algunas ideas?
En general no. En general me sumerjo en un mundo y no agarro otro proyecto hasta no sentir que ese termina. Pero eso me pasa específicamente con las novelas.
Si estoy en el mundo de una novela —porque me absorbe tanto, porque es tan denso—, me cuesta mucho salirme para escribir otra cosa. Con otros tipos de proyectos —como un libro de cuentos o ensayos— sí me permito cierta movilidad. Pero con la novela me cuesta mucho.
¿Cómo es esa relación con tus libros anteriores? ¿Vuelves a ellos constantemente?
Sí. Ese mundo que es tu cabeza es tu proyecto literario, a fin de cuentas. Siempre, de alguna manera, estoy escribiendo un diálogo con los anteriores. Además, estoy escribiendo un diálogo con lecturas que me interesan. Y casi siempre voy encontrando vínculos que a veces incluso me hacen notar cosas que no había visto.
El lenguaje de la protagonista parece simple, pero está constantemente acechado por la poesía. ¿Cómo manejaste esa tensión?
Es simple en apariencia. Y eso es lo más difícil de trabajar. Porque yo me enfrento al momento de escribir y me digo: “Quiero hacer un lenguaje simple”. Esta es una mujer que viene de un entorno rural, que vive en un pueblo, sin educación formal. Y a ella le pesa mucho eso. Entonces justamente tiene que ser un lenguaje simple, pero ¿cómo hago para que no se me convierta en lenguaje plano?
Yo misma como escritora estoy constreñida por la economía de recursos de su propia manera de hablar. Y entonces el desafío se vuelve mayor: lograr con esos pocos recursos llegar a esos lugares de los que estamos hablando. Pero yo sabía que quería llegar ahí. Ese era el gran desafío del tono de esta novela.
Afortunadamente, los capítulos narrados desde el punto de vista de la montaña tienen otra densidad del lenguaje. Ya no están narrados por esta mujer. Tienen otro narrador.
La protagonista no solo se narra, sino que se escribe. ¿Qué diferencia hay?
La escritura tiene algo físico. Está el papel. Está el bolígrafo. La protagonista escribe a mano. Hay algo físico en el acto de escribir, en el acto de sentarte a hacerlo. Eso le agrega otra dimensión.
¿Por qué la montaña se narra en tercera persona y no en primera?
Eso fue una decisión basada en pruebas y lecturas. Me interesé mucho por leer narrativas que pusieran a narrar seres no humanos, para ver cómo lo hacían. Luego hice mis propios experimentos. Sentía que al ponerle a la montaña a narrar en primera persona, se corría un riesgo que no me convencía. Veía ese riesgo en otras propuestas: el riesgo de infantilizar a esa entidad, esa corporalidad, lo que sea.
No quería infantilizar la voz de la montaña. Si la ponía literalmente a hablar en primera persona, ese era un riesgo en el que se podía caer muy fácilmente. De ninguna manera quería subestimar su inteligencia. Al contrario: quería que fuera suprahumana, pero que al mismo tiempo viviera y sufriera dolores similares a los que podría sufrir un humano.
Ese es el tono que más me funcionó. Me interesaba que fuera un contrapeso a la voz más llana de ella. Por eso son capítulos cortos: como son más densos, tampoco se sostenían durante mucho tiempo. Quería que fueran breves.
Hay una dimensión política en la novela que jamás se exhibe explícitamente. ¿Cómo piensas la relación entre postura política y literatura?
Lo que me interesa hacer es ver cómo puedo agarrar esa postura política en relación al cuidado y convertirla en literatura. Porque no es lo mismo, ¿no?
Lo importante es eso: no hay un discurso, sino una manera de estar de la protagonista en esa naturaleza. Es una pregunta que nos tenemos que hacer todos los que escribimos hoy. ¿Cómo vamos a representar la naturaleza? Pero sobre todo, ¿cómo vamos a elaborar ciertas ideas que son posturas políticas y transformarlas artísticamente en literatura?
Eso no es fácil. Pero es un momento bastante interesante donde estamos en esa búsqueda. Me parece que está bueno, como momento, observar: a ver cómo lo estamos haciendo, qué está planteando tal o cual autor.
La palabra “cuidados” es central en tus novelas. ¿Es una obsesión literaria?
Sí, me interesa mucho, y en todos los aspectos. En Mugre de rosa trabajé el tema de los cuidados de la narradora hacia un niño que tiene un síndrome, un tema congénito, y que no es su hijo biológico. Me interesó entonces decir: “Pensemos los cuidados más allá de los lazos sanguíneos o familiares. Para empezar a pensar cómo podríamos sanar el tejido social, repararlo, y empezar a preocuparnos unos por otros más allá de los vínculos de sangre”.
En esta novela sentí una necesidad de ir más allá. Hay que llevar los cuidados más allá de lo humano incluso. Es decir, que esta ética del cuidado —que me parece fundamental como una posible solución a los problemas en los que estamos hoy— se derrame a todas las cosas. Podemos cuidar de todo lo que tenemos alrededor, entendiendo la vida y a los seres vivos como algo mucho más que humano.
¿Cómo está presente la muerte en esta novela?
No entiendo cómo a todo el mundo no le obsesiona el tema de la muerte. Pero a mí sí. En esta novela siento que es más el círculo entero de la vida. Es la vida, pero también es la muerte, pero es también el nacimiento. Están los cuerpos muertos que vuelven a la tierra, que ella entierra.
Pero hay algo un poco más vitalista en esta sensación del ciclo de la vida, de que todo continúe. Así como muere, se recicla, se integra a la montaña, también nace, ¿no? Ahí vi algo más vitalista que en mis otras novelas.
Las mujeres de Jehová aportan humor a la novela. ¿Qué función tienen?
Me alegra que lo veas así, porque para mí también son personajes divertidos y graciosos. Me parece que todas las novelas están mejor si tienen un poco de humor. Lo que pasa es que mi humor es raro y no sé si todos los lectores lo captan.
Pero ellas representan —quieras o no— un sistema de creencias estructurado, la religión. Y ella tiene un impulso espiritual, pero no religioso. Ahí está la diferencia: una espiritualidad sin estructura, que ni ella entiende ni puede organizar ni podría decir en palabras, pero que existe.
Ella tiene sentimientos exaltados que son casi místicos, muchas veces, en relación a la montaña. Pero sin ningún tipo de educación ni de sistema alrededor. Y cuando estas mujeres intentan evangelizarla, ella no termina de entender la manera en que entienden el vínculo con lo sagrado. Porque ella no tiene intermediario. Se comunica con la montaña sin intermediario.
Aparece entonces a manera de contrapunto. Hay un momento en el que las mujeres de Jehová le hablan de su matrimonio con el Señor, con el Creador. Se habla de esa entrega hacia esa figura. Pero ella está sintiendo un deseo que no termina de comprender, aparentemente irrefrenable por momentos, pero lo contiene. Lo contiene por el cuidador, personaje que también le está tirando desde el otro lado de sus pensamientos.
¿Quién es el cuidador?
Es como su sombra. Es todo lo que ella no es. Es un hombre, otro trabajador rural que vive un poco más abajo en la montaña. Es el único ser humano —además de las mujeres de Jehová— con el que ella se relaciona.
Entonces ella encuentra su momento de decir: “Bueno, hago contacto con otro ser humano”. Pero es una relación muy compleja que ni ella entiende. Y yo tampoco. No sé si alguien lo entendió que me lo explique.
Yo sentía que le servía de contrapeso en ese sentido. Todos los personajes están en una frontera. Parece que están entre un lado y el otro, tirando de ella para ver si la llevan para este lado, para ese otro. Y él también está en una frontera extraña. Así como las mujeres de Jehová están en otra frontera donde también se la quieren llevar, pero ella está en su propia búsqueda.
La novela es profundamente sensorial. ¿Cómo trabajaste esa dimensión?
El hecho de hacerlo muy sensorial lo vuelve todo muy corpóreo, muy físico, muy sensual, si se quiere.
Cuando pienso en el monte virgen, agreste, pienso en un lugar que tiene mucha sensualidad. Las plantas se envuelven unas a otras. Hay algo erótico incluso en la aflicción de cuando veo plantas parásitas apretando a las otras. Hay frutos, hay frutos que son como sexos. Hay mucha exuberancia que tiene algo muy erótico, pero no solo en el sentido sexual, sino vital.
Estábamos hablando del ciclo del nacimiento perpetuo. De una abundancia maravillosa que tiene su lado hostil. Hay un lado profundamente violento en todo esto. Una violencia que está soterrada en la novela, no se exhibe línea tras línea.
Vienes de Uruguay. ¿Cómo influye eso en tu mirada sobre la naturaleza colombiana?
Vengo de un país donde la naturaleza es benigna, amable. Prados y bosques sin peligros. Es muy diferente a la naturaleza absolutamente desbordada del territorio colombiano.
Allá la naturaleza es brava. Hay una violencia porque es el trópico y nada es moderado, como ella misma dice en la novela: no hay mesura. Eso me impactó mucho llegando de Uruguay a Colombia. Ya llevo diez años viviendo acá.
En Uruguay está el mar, sí puede ser muy bravo. Pero nosotros no tenemos montaña. El hecho de que no tengamos elevaciones acentúa mi fascinación por la montaña como algo completamente nuevo, desconocido, exótico. Al mismo tiempo me atrae y me da miedo. Todas esas cosas las fui procesando y metiendo en el libro y en la protagonista.
Llevas una década en Colombia. ¿Cómo ha influido eso en tu lenguaje como escritora?
Sí, la lengua, los dialectos colombianos me han influido. Pero siempre es una lengua propia. No hablo colombiano. Pero los uruguayos me dicen: “Ay, tenés acento”. Soy consciente de muchas palabras que he incorporado porque me sirven más para nombrar lo que quiero nombrar.
En todos los países encuentras palabras que son perfectas y que solo se usan ahí. Es una palabra que no entiendo cómo el resto del mundo puede vivir sin ella.
Entonces he ido formando mi lenguaje propio a partir de agarrar lo que realmente siento que nombra mejor lo que quiero decir. Y en El monte de las furias es la primera vez que digo: “No voy a hacer un esfuerzo de sonar cien por ciento uruguaya. Voy a abrazar eso que soy, esa mezcla”.
Surgió una pregunta muy interesante: “¿Cómo genero verosimilitud en una habla que no es ni de acá ni de allá ni en ningún lado?”. Y eso hice. En la novela hay giros que se sienten, por un lado, muy uruguayos, pero los colombianos se identifican mucho porque hay otros giros, hay algunas palabras que utilizo. Fue un experimento, un salto al vacío, porque fue decir: “Abrazo la contaminación. No la combato”.
Estoy creando un mundo ficticio que no está establecido en Colombia ni en Uruguay ni en ningún lado. Entonces, ya que el universo ficticio es así, que la habla también tenga algo ficticio.
Es el lenguaje de esta montaña.
Efectivamente, es el lenguaje de esta montaña.
AQ / MCB