Las cicatrices del ‘niño chango’

Café Madrid

No ha sido nada fácil la vida de Francisco Goldman y, sin embargo, ha encontrado en la escritura la manera de superar los obstáculos y cicatrizar las heridas.

Francisco Goldman, escritor y periodista estadunidense. (Foto: Jorge Carballo)
Víctor Núñez Jaime
Ciudad de México /

Un par de semanas antes de acabar el primer año de secundaria, Francisco Goldman fue a la fiesta que organizó una de sus compañeras. El escritor tenía entonces 13 años y la ilusión del primer amor. Por eso, después de bailar un par de canciones con la niña que le gustaba, se atrevió a darle un beso inocente. Ella sonrió y, unos instantes después, los dos salieron al jardín agarrados de la mano. Solos, bajo la luz de la luna y envueltos por el aire voluptuoso de principios del verano, se abrazaron, cerraron los ojos, juntaron los labios y sus lenguas se trenzaron con un poco de torpeza pero con mucho vigor. Ahora, pensó él, sólo faltaba pedirle formalmente a ella que fueran novios.

Iba hacerlo después de ese “estupendo” fin de semana, pero cuando el lunes llegó a la escuela se dio cuenta de que todos lo miraban de manera extraña o cuchicheaban a su espalda o, de plano, se reían e imitaban a un chango mientras él atravesaba el patio. Uno de sus amigos le dijo que la niña que le gustaba había dicho que el otro día, cuando le dio un beso con lengua, se había sentido como un plátano masticado por un chango. Por eso las risitas, taimadas y maliciosas, mezcla de lástima y burla, y los agudos sonidos de mono. Por eso, también, una sensación de mareo e incredulidad se apoderó de él.

Hoy a eso se le llama bullying y hasta existen campañas para tratar de erradicarlo, pero en aquel entonces la crueldad infantil no tenía ni nombre ni consecuencias morales o disciplinarias o administrativas, y el afectado solía hundirse en sí mismo, envuelto en una horrible sensación de vacuidad. Así que el daño estaba hecho y pasaron varios años hasta que el joven Goldman se animó a darle un beso a otra chica y muchos más hasta que volvió a enamorarse.

La desdichada anécdota la contó el otro día el propio Francisco Goldman, con su acentazo gringo (lo que no invalida su esencia guatemalteca y su mexicanidad adoptada), en la presentación madrileña de su más reciente libro, Monkey Boy (Almadía). Estaba acompañado por su compadre y amigo Jon Lee Anderson, que hizo un viaje relámpago sólo para estar un rato a su lado. Goldman, también autor de un magistral reportaje sobre el caso del obispo Juan Gerardi, El arte del asesinato político (Anagrama), dijo que no sabe si debe incluir su nueva obra en la categoría de autoficción, pues aunque en sus páginas cuenta hechos fácticos, también ha cambiado los nombres de los protagonistas y, para él, explorar la memoria y la identidad implica ficcionalizar un poco, porque “las cosas no suelen haber ocurrido tal y como uno las recuerda”.

Hijo de padre estadunidense de origen judío y lleno de rabia y de madre guatemalteca y abnegada, Goldman repasa en Monkey Boy su adolescencia y juventud, la relación con su familia y con los dos países en los que creció (Guatemala y Estados Unidos), mientras viaja en tren, de Nueva York a Boston. Se trata de un relato individual con dimensión colectiva o, como diría Annie Ernaux, la Premio Nobel de este año, de “una escritura transpersonal” porque va más allá del narcisismo o de la exhibición de las miserias propias.

Después de vivir un largo y doloroso duelo por la trágica y repentina muerte de su primera esposa, que cuenta en Di su nombre (Sexto Piso) y en El circuito interior (Turner), el escritor al que le decían “niño chango” comenzó a preguntarse por qué tardó tantos años en enamorarse y por qué se le dificultaba dar y recibir amor. Quiso entenderlo y por eso se sentó a escribir. Entre seleccionar lo que iba a contar, dar con la estructura y hacer las correcciones, tardó siete años. Pero ha quedado satisfecho con el resultado y parece que los críticos también, pues tan sólo en este año Monkey Boy ha ganado el American Book Award y ha sido finalista del Premio Pulitzer de Ficción.

“Un día fui a visitar la Casa Barragán, en la Ciudad de México, y quise que este libro fuera como esa casa, en la que caminas y tienes la sensación de andar por una casa normal, pero es una casa extraordinaria. Porque cada que pasas de una habitación a otra te encuentras con una sorpresa”, explicó.

No ha sido nada fácil la vida de Francisco Goldman y, sin embargo, ha encontrado en la escritura la manera de superar los obstáculos y cicatrizar las heridas. Eso sí, dice que con este libro ha puesto punto final a su “trilogía de la intimidad” y ahora se encuentra inmerso en la realización de una novela en la que no aparece él.

AQ

LAS MÁS VISTAS

¿Ya tienes cuenta? Inicia sesión aquí.

Crea tu cuenta ¡GRATIS! para seguir leyendo

No te cuesta nada, únete al periodismo con carácter.

Hola, todavía no has validado tu correo electrónico

Para continuar leyendo da click en continuar.