La barbaria de los gramáticos

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La lengua española genera una característica única: no sólo fue la primera lengua vulgar que tuvo una gramática, la de Nebrija, sino que convirtió lenguaje objeto y metalenguaje en la misma lengua.

El filólogo español Francisco Rico, 1942-2024. (RAE)
Julio Hubard
Ciudad de México /

Ha muerto Francisco Rico (1942-2024). Lo vi una sola vez y fue hosco y distante. Ni modo: nada le quita mi gratitud. Yo había leído un libro suyo, Nebrija frente a los bárbaros (Universidad de Salamanca, 1978) y ni el mal trato disminuyó mi admiración. Ya sabíamos, porque los manuales lo indican y los profesores lo repiten, que el humanismo español, o no se hubiera dado, o habría sido debilucho y mera copia, de no ser por Elio Antonio de Nebrija (1444-1522), pero era solamente un dicho, hasta que Rico articuló la historia y, como solió en sus escritos, ató los cabos, interpretó y expuso notablemente.

Nebrija trabajó con Lorenzo Valla. Aprendió la disciplina de restaurar el latín de Cicerón, que había venido a basura de latinajo por toda Europa. “Nunca dexé de pensar —dice Nebrija— alguna manera por donde pudiesse desbaratar la barbaria por todas las partes de España tan ancha y luenga mente derramada”.

Me acosija que los gramáticos hayan sido a la vez generosos bienhechores y terriblemente hoscos. Gracias a Valla, “el Perfecto”, el Humanismo y el ipsísimo Renacimiento contaron con su recurso principal: las lenguas clásicas. Pero “el Perfecto” regañó al Papa, a Petrarca, a las academias, universidades y a cuanto latinista se le cruzara, pasados, futuros y aoristos. De allá viene Nebrija y, de él, el humanismo español. Pero no se contentó con las gramáticas latinas y su pedagogía. Se le ocurrió hacer otro tanto con su propia lengua vulgar, el castellano. Y lo que sucede es formidable. La lengua española genera una característica única: no sólo fue la primera lengua vulgar que tuvo una gramática, la de Nebrija, de 1492, sino que, para decirlo en términos modernitos, convirtió lenguaje objeto y metalenguaje en la misma lengua. Desde entonces, la propia lengua debe ser aprendida y enseñada. Iván Illich dice que el castellano es la única lengua en la que la academia precede al uso. No en Castilla, pero sí en el resto del Imperio. (El trabajo fantasma, FCE, 2008). Desde este balcón se atisba la inmensidad de un mundo que ha cambiado su modo de hablar, pensar, soñar… Pero a nuestro mayor humanista tampoco se le quitaba lo bilioso: “Que io fue el primero que abrí tienda de la lengua latina, y osé poner pendón para nuevos preceptos, como dice aquel oraciano Catio. Y que ia casi del todo punto desarraigué de toda España los Dotrinales, los Pedros Elías, y otros nombres aún más duros, los Galteros, los Ebrardos, Pastranas y otros no sé que apostizos y contrahechos grammáticos no merecedores de ser nombrados. Y que si cerca de los hombres de nuestra nación alguna cosa se halla de latín, todo aquello se ha de referir a mí”.

Poco después, Juan de Valdés (1494-1541), responde a sus interlocutores con esto: “pensad que no os tengo de consentir me moláis aquí preguntándome niñerías de la lengua; por tanto me resuelvo con vosotros en esto que, si os contentan las cosas que en mis Cartas avéis notado, las toméis y las vendáis por vuestras, que para ello yo os doy licencia ; y que, si os parecen mal, las dexéis estar, pues para mí harto me basta aver conocido por vuestras respuestas que avéis entendido lo que he querido dezir en mis cartas”.

Pero esa articulación peculiar entre grandeza humanística y enrojecimientos de ira y despotismo no se queda en los orígenes. El otro gran salto gramatical volverá a ser toda una filosofía del lenguaje: Andrés Bello no sólo refuta las pretenciones del racionalismo de Port-Royal (eso de querer que se hable con perfecta racionalidad y prohibir dobles negaciones, tautologías, etc.) sino que desecha la búsqueda de la correcta impronta latina: abre tienda y pone pendón desde el habla real y la yergue hacia sus normas. Carta de independencia y de ciudadanía para el castellano.

Con todo, el hombre que siempre fue un caballero fino, tiene sus propios improperios para con los pretenciosos latinistas y contra los abstraccionistas, que abundaban. Ahorra nombres, pero denuncia airado los pecados. Y más: su gran lector, anotador y corrector, Rufino Cuervo, en sus Notas a la Gramática de la lengua castellana de don Andrés Bello, rompe en reclamos contra los gramáticos chirles y plagiarios: “si me atengo a la buena voluntad de los demás, nunca llegará el caso de que se me reconozca siquiera el derecho de corregir, alterar o aumentar lo que es mío…”

Tienen razón, todos. Y bien visto, quizá no era malhumor sino la continuidad de una tradición. Descanse en paz Francisco Rico.

AQ

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