En mis años de escuela primaria y secundaria
—de mediados de los 50 a mediados de los 60—
el mundo, la sociedad, todo alrededor, parecía
tan firme y ordenado como un monumento.
El dólar costaba 12 pesos con 50,
y se usaba una moneda de 20 centavos
para llamar desde un teléfono público.
Sin embargo, a mediados de los sesentas
se comenzaron a percibir ciertas fisuras
en la plaza pública: algunos gestos
de rebeldía inocente disfrazada de moda,
de música estridente y desacuerdos familiares.
Después del Movimiento del 68
las fisuras ya eran grietas, y los desacuerdos
eran zafarranchos descarados
y problemas constantes con toda autoridad.
Yo que había sido sin grandes esfuerzos
un alumno modelo toda mi vida,
fui a recoger mi certificado de la preparatoria
solo para toparme con un director fuera de sí:
“¡Cría cuervos y te sacarán los ojos!”
Me aventó el certificado con desprecio…
“¡No quiero que vengas a patearnos el pesebre!”
Juró y perjuró que no podría yo entrar
a la universidad… de su cuenta corría.
Las amenazas se volvieron polvo
cuando pocos días después
estalló el Movimiento Estudiantil,
cerraron la Universidad Nacional
y de la noche a la mañana todo cambió.
Todos, de un modo u otro, cambiamos.
Hoy en día aquellas disidencias, rebeldías
incipientes nuevas tribus urbanas
y culturas periféricas y alternativas
han pasado a ocupar el centro
de un escenario tan variado y tan vasto
que ya nadie sabe dónde está el centro.
Proliferan los movimientos separatistas,
nacionalistas, neo-esto y post-aquello;
opciones alternativas de conducta,
políticas, sexuales, trabajo y vida.
En este campo de pelota sin bases
no es fácil orientarse
ni saber quién es el ampáyer principal
ni dar con un centro…
si es que en la vida social de hoy
existe todavía un centro.
Como decía el gran Yogui Berra:
“El futuro ya no es lo que era antes.”
AQ