Ciertos libros trastocan la geometría del tiempo hasta desafiar su disposición natural. Feral, de Gabriela Jauregui (Ciudad de México, 1979), pertenece a esa categoría.
En su primera novela, la escritora mexicana narra una historia enraizada en el dolor, en el duelo y en los desasosiegos que se incrustan en la vida de quienes deben aprender a inventar formas de vivir tras el asesinato de un ser amado.
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Plagado de imágenes que evocan la tierra y el subsuelo, el universo de Feral (Sexto Piso, 2022) plantea un tiempo que no transcurre como una línea horizontal. En cambio, acumula estratos. Lleva la mirada del lector hacia arriba y hacia abajo, a lo que permanece oculto bajo el asfalto que pisan sus personajes, como un palimpsesto geológico. Estamos ante una novela vertical.
“Vivimos en una ciudad donde hay una densidad de capas que se van superponiendo, donde conviven imágenes del futuro con vestigios de un pasado muy lejano”, cuenta Jauregui a Laberinto en una librería de la Ciudad de México.
El feminicidio de Eugenia, arqueóloga asignada a una excavación en Teotihuacan, es el centro de la historia. A su alrededor se despliegan distintas voces que nos narran las circunstancias de su muerte, su vida en la comuna —ese espacio de cariños y cuidado infinito que compartía con sus amigas Diana, Yunuén y Saratoga— y la honda aflicción que se instaló en ellas tras el crimen.
La verticalidad de su estructura sugiere una atmósfera de opresión que atraviesa toda la novela. “Mi intención era reflejar eso, también, en el lenguaje: que las palabras excavaran buscando salidas hacia la superficie. Y que, una vez afuera, treparan como enredaderas”.
Con metódica pericia, Jauregui intercala narradores: el que nos permite acompañar a las amigas de Eugenia en su irrenunciable búsqueda de respuestas; la voz colectiva que —cual coro griego— contrapuntea ese relato desde un futuro nimbado de incertidumbres; las entradas del diario de la arqueóloga que, en clave epistolar, nos permiten conocerla en primera persona; y un registro de objetos hallados en el subsuelo, rasgos distintivos de una época soterrada.
En su concepción del tiempo, Feral establece un pasado que es, en realidad, el presente de nuestros días. Esa distancia premeditada le permitió a la escritora sustentar la novela en un anhelo. “Partamos de que sí sobrevivimos. Aunque el mundo esté en un proceso de cambio climático tremendo, en medio de guerras y tantas cosas terribles, hagamos un ejercicio de imaginación desde la esperanza: sobrevivimos con todas esas capas y sobre ellas nos construimos”.
Gandhi confiaba en las facultades humanas como agentes de cambio. “La diferencia entre lo que hacemos y lo que somos capaces de hacer bastaría para resolver la mayoría de los problemas del mundo”. Esta frase atribuida al pensador indio reverbera en la postura de Jauregui.
“La esperanza —dice— es una apuesta política: por el futuro, por la vida, por la colectividad, por el cambio. Muchos políticos han tomado esa palabra y la han desvirtuado, pero pensándolo como una visión filosófica y estética, sí es una apuesta por crear una utopía”.
Consciente de la paradoja, la escritora sabe que ese afán exige más que palabras. “Hay que meter las manos al lodo. Hay que embarrarse, negociar con otros, llegar a acuerdos. También es una apuesta por equivocarnos mejor hacia el futuro”. El constante aprendizaje como bandera.
En uno de los pasajes más crudos, Saratoga duda de su capacidad para concebir su existencia sin la de Eugenia. La impotencia que la colma la empuja a lastimarse, a paliar el dolor emocional con dolor físico. Jauregui, sin embargo, se propuso salir de esa zona de tinieblas.
“Quería que este libro fuera un testimonio de algo que nos está ocurriendo, pero no quería que la historia permaneciera solamente en esa rabia, porque en los momentos más dolorosos también hay vida y maneras de compartir. Uno de los superpoderes del arte es poder transformar el dolor en algo que nos da luz, conectar con la humanidad, con la imaginación, con la memoria”.
ÁSS