Pocos escritores escritores contemporáneos han tenido tanta afición a los escándalos y a las polémicas como Norman Mailer, el gran cronista estadunidense que el próximo 31 de enero hubiera cumplido 100 años. Una madrugada de 1960, en medio de una de sus monumentales juergas, su entonces esposa, Adele Morales, le espetó delante de todos los invitados que ya no era el hombre del que se había enamorado: “¡Tú ya no tienes huevos!”, le dijo. Entonces él, lleno de furia y de alcohol, sacó una navaja del bolsillo del pantalón y se la clavó a ella en el abdomen. Cuando los presentes intentaron auxiliarla, Mailer, toro herido, les gritaba: “¡Déjenla que se muera!” Adele sobrevivió y Norman fue internado durante varios meses en un centro psiquiátrico.
Aventurero, macho, deslenguado, impulsivo, excesivo, violento, Norman Kingsley Mailer (1923-2007) fue, también y sobre todo, uno de los grandes renovadores del periodismo narrativo y de lo que hoy se conoce como autoficción (además de incursionar en el ensayo, el teatro, la novela, el cine e, incluso, en la política). Su experiencia en la Segunda Guerra Mundial (a pesar de declararse objetor de conciencia para no ser reclutado) quedó plasmada en su libro Los desnudos y los muertos, con el que se ganó a la crítica y al público al hacer un agudo análisis sobre el poder que toma las decisiones lejos del campo de batalla. “Mailer registra cada pensamiento obsceno de sus personajes, escribe sobre el salvajismo oculto en todos nosotros y asombra con su capacidad para penetrar en el corazón y la mente de los hombres”, resumió The New York Times y, con esas palabras, lo catapultó a la fama.
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La novela comienza con el desembarco de un regimiento estadunidense en Anopopei, una pequeña isla del Pacífico, con el objetivo de acabar con los japoneses. A lo largo de casi setecientas páginas, el autor relata la larga, terrible e inútil marcha de los soldados a través de un paisaje desconocido, siempre al límite, abrumados por la vegetación, en un entorno de violencia, miedo y muerte. En una serie de saltos al pasado (claramente diferenciados en el ritmo e introducidos en cursiva) cuenta la vida y la personalidad de esos tipos antes de incorporarse al Ejército: Julio Martínez, un chicano que reclama el derecho a impregnarse de los mitos norteamericanos; Red Walsen, un minero anarcosindicalista de Montana; Gallagher, un irlandés de los barrios bajos de Boston; Ridger, un campesino del Sur; Rothstein, un judío de Brooklyn; William Brown, un tipo muy formal suscrito a la revista Reader's Digest.
Pero, en realidad, el libro está dominado por otro personaje: el general Edward Cummings, nacido en la Norteamérica más profunda, homosexual reprimido y simpatizante del fascismo, quien considera que lo más importante es temer al superior y que lo prioritario no es vencer a Japón, sino establecer un nuevo orden. Todos, sin embargo, son hombres que se odian, se quieren y se envidian al mismo tiempo. En el negro periplo por la isla, ponen en duda sus creencias y desconfían de los ideales que la vida americana que les han implantado y llegan a pasar de la generosidad a la crueldad sin miramientos: “igual que cualquier estadunidense”.
Dos décadas después de la publicación de esa novela testimonial, Norman Mailer volvió a recurrir a la realidad y triunfó una vez más al escribir Los ejércitos de la noche, donde da cuenta de otro acontecimiento histórico que marcó el devenir de la sociedad estadunidense (e influyó en buena parte del mundo): la llamada Marcha sobre el Pentágono, en la que estaban representados todos los grupos de la vieja y la nueva izquierda, pertenecientes a las más diversas tribus urbanas, costumbres, clases sociales y creencias religiosas. Él y otras estrellas de la cultura gringa vieron, participaron y sufrieron en carne propia la represión del 21 de octubre de 1967 y su libro se convirtió en uno de los testimonios más descarnados e inteligentes sobre la década de los sesenta, sus mitos, sus héroes y sus demonios.
Hijo de una familia judía, Mailer creció en las calles de Brooklyn. Estudió ingeniería aeronáutica en Harvard, pero su vocación era eminentemente literaria. Empezó escribiendo cuentos, que le rechazaban con frecuencia, y quizá por eso se aventuró a fundar con un grupo de amigos su propia revista: The Village Voice. Ahí escribió sobre violencia, histeria y delitos. Luego empezó a alternar sus crónicas con ensayos, novelas y biografías (de Marilyn Monroe a Pablo Picasso, pasando por Lee Harvey Oswald, el asesino de Kennedy). Con su aguda mirada y su análisis desenfadado, siempre encima de la actualidad, se consolidó como uno de los grandes cronistas del Nuevo Periodismo. El boxeo y la política fueron sus grandes temas.
En 1973 viajó a Kinshasa, en El Congo, para presenciar el combate entre Muhammad Ali y George Foreman. La crónica que escribió aquella vez ha quedado como uno de los grandes ejemplos de la literatura periodística deportiva. Su ácida cobertura sobre las convenciones nacionales de republicanos y demócratas, y su particular estilo para retratar a las grandes figuras del cuadrilátero, le dieron miles de lectores, de críticas y de envidias, mientras sus excentricidades eran el combustible de la prensa sensacionalista, como la invitación a una de sus seis bodas: una tarjeta en forma de pene que se extendía a medida en que se iba abriendo. O su ataque contra el uso de anticonceptivos, con los que no habría podido tener a sus nueve hijos. O las veces que desde la tele o desde alguna revista retaba a un duelo, a golpe limpio, a alguien que se había burlado de alguna de sus esposas o había denostado alguno de sus libros.
Joven o viejo, a lo largo de la mayor parte de sus 84 años de vida los golpes y la polémica envolvieron su literatura. A Susan Sontag la llamó “vaca aburrida” y “bruja” por defender los postulados del movimiento feminista. Cuando publicó La canción del verdugo, un magistral reportaje sobre la vida del asesino Gary Gilmore y su condena a muerte, Truman Capote dijo que Mailer era un escritor sin talento: “así como él considera que A sangre fría carece profundamente de imaginación, yo simplemente observo que los dos premios Pulitzer que ganó se deben a un tipo de escritura muy similar a la mía. Por eso estoy contento de haberle brindado un pequeño servicio”, dejó caer en una entrevista y… Mailer se sulfuró pero, por primera vez, no replicó y su silencio se interpretó como la aceptación de que con La canción del verdugo siguió la estela marcada por Capote. Entró en otros dimes y diretes con él (al igual que con Tom Wolfe o Gore Vidal), pero nunca se pelaron por eso. El gran cronista podía hacer gala de su honestidad intelectual.
AQ