Gustave Flaubert (1821-1880) es, para el lector contemporáneo, Madame Bovary. Con esta novela, según la crítica, la prosa alcanzó la altura de la poesía, tanto por su grado de perfección formal como por su fuerza metafórica. Sin embargo, quizá podríamos afirmar que este libro no puede concebirse en el plano de la creación poética sin entender las otras novelas del autor y, sobre todo, aquellas donde Flaubert representa, en una operación lírica compleja, a un “no Flaubert”.
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La gran pieza, vista aisladamente, es el retrato narrativo devastador de los deseos frustrados y el diagnóstico “clásico” de las ilusiones perdidas. Madame Bovary, asidua a las novelas románticas como Don Quijote lo había sido a las de caballería, fantasea con una vida amorosa plena, pero sólo halla una horrible monotonía. Cada gran decepción desemboca en la enfermedad y, al final, en el suicidio, como ocurre también con su homólogo Lucien de Rubempré en la historia de Honoré de Balzac. Pero si al lado de Madame Bovary ponemos La educación sentimental, “Un corazón sencillo” y Bouvard y Pécuchet y oponemos, al otro lado, a Salambó, La tentación de San Antonio y “Herodías” surge una crítica feroz a la metafísica de las costumbres de la sociedad burguesa y una poderosa imagen en contrapunto y limitación.
Frente a la ordinariez y melindres de Bovary replica la forma áspera, casi viril de Salambó. En una, los sentimientos memos; en la otra, la pasión decidida y lúcida. Y lo mismo observamos al comparar La educación sentimental con La tentación de San Antonio: la veleidad “profunda” de Frédéric Moreau, en medio de la revolución de 1848 —crisol del lema “un fantasma recorre Europa”—, se agrava frente a la depuración de todas las ideas, visiones y experiencias en la ascesis de San Antonio. En su rigurosa narrativa, Flaubert crea un claroscuro entre el presente y el pasado, entre la vulgaridad mercantil y el refinamiento premoderno, entre el conocimiento como vacua acumulación y la hondura y el dolor del saber. El escritor parisino, que vivió casi toda su vida junto al Sena en la casa familiar, no construyó un enorme fresco a la manera de Balzac o Émile Zola. Le bastó con elevar una contraposición de una medida reducida, pero de un efecto incalculable —igual que Baudelaire. En este juego de opuestos, lo interesante radica en que, si bien es cierto que nos amenaza la estupidez de Bouvard y Pécuchet o el corazón ridículo de Felicidad, podemos adivinar una metáfora más compleja cuando pensamos, al mismo tiempo, en las pasiones enormes de Salambó, San Antonio o San Julián.
En el alma miserable del hombre actual —enferma de aburrimiento, ruido, cínicas verdades a medias o tonterías groseras y maliciosas—, Flaubert no sólo exhibe la desaparición del espíritu sofisticado sino muestra la transformación de circunstancias absurdas y patosas en una aporía, en un enigma sin solución. Por ello, en esta extraña limitación de lo pequeño por lo enorme, todos somos de alguna forma Bouvard y Pécuchet o, mejor aún, la patética madame Bovary.
AQ