Héctor de Mauleón: “La pérdida es el destino de la Ciudad de México”

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En los tomos III y IV de 'La ciudad oculta', el cronista elabora un retrato memorioso en el que concurren a una vez el terror y la fascinación.

La Ciudad de México en los ojos de Héctor de Mauleón. (Fotoarte: Alfredo San Juan)
Guadalupe Alonso Coratella
Ciudad de México /

Desde hace tiempo, Héctor de Mauleón comparte su labor periodística con la exploración del pasado de la Ciudad de México. En 2018, rumbo a los 500 años de la caída de Tenochtitlan y la fundación de la Ciudad de México, publicó La ciudad oculta, dos volúmenes en los que rescata, a través de la crónica, una extensa variedad de historias guardadas durante cinco siglos. 

Hacia finales de 2022 comenzaron a circular la reedición de su novela El secreto de la noche triste y los tomos III y IV de La ciudad oculta, escritos durante la pandemia y publicados por Planeta. 

“El confinamiento me ayudó a escribir”, comenta Héctor de Mauleón, sobre estos dos últimos trabajos, durante una conversación en línea desde la biblioteca de su casa, “porque andaba metido en la vorágine del periodismo, haciendo investigaciones de violencia, de narcotráfico, y había dejado de lado los libros, cosas que había hallado en la hemeroteca o guías de la ciudad que me hubiera gustado explorar. Con la pandemia, por primera vez en una década me quedé en casa. Empecé a rescatar los libros que se habían quedado en el librero, me metí a la hemeroteca digital, donde puedes ver periódicos de principios del siglo XIX hasta 1914, revisé libros, revisé mis apuntes. Me di cuenta de que la ciudad me seguía contando cosas”.

—¿Qué han representado estas crónicas, otro registro en tu labor periodística?

Parte de mi quehacer es la crónica de la violencia y de las obras negras de México, pero siempre ha ido de la mano de ese otro lado. Tengo una crónica negra y luego entro en una zona luminosa, fascinante. Empiezo a rasguñar el pasado, que también fue negro pero ya se ve con otros ojos, y la forma en que puedes acercarte a él para investigarlo es absolutamente placentera.

—Además de la investigación, en estos relatos hay una mirada personal y un ejercicio de memoria.

Desde los otros libros había una mirada personal de la ciudad, la intención de contarla no desde la perspectiva de Artemio de Valle Arizpe sino de cómo la ve alguien que vive, ha crecido en ella y tiene lugares entrañables en la memoria, lugares que ya desaparecieron. Mi incursión en la ciudad comenzó con mi abuelo. Me sacaba al Centro o a visitar determinados lugares, siempre bañado por la nostalgia porque en sus relatos hablaba de lugares que ya no estaban. Caminar por el Centro, por la parte vieja de la ciudad, era un doble viaje: el que hacíamos caminando y el que ya solo existía en su memoria. Me inculcó un tinte de nostalgia que se ha acentuado porque la ciudad que conocí ya no es, ya murió, se fue en muchos sentidos. Desde el sismo de 1985 se metió en una carrera demencial hacia poblar cerros, cañadas, lo que todavía quedaba de los lagos, para volverlo todo cemento. También para devorarse a sí misma porque pasas a veces por un lugar que era un referente a lo largo de toda tu vida y ya no está. Un cronista en la Nueva España decía: “aquel mudar de edificios”, aquel tirar y levantar. Por el hundimiento de la ciudad, construida sobre un lago seco, sobre el fango, tenían que tirar los edificios cada treinta o cuarenta años. Ese perder constante de cosas quise también que estuviera en el libro y hacerlo desde una mirada propia.

—Al parecer, quienes vivimos aquí estamos atados a ese destino, a la pérdida.

Lo terrible es que esta ciudad no debió existir porque su destino es la destrucción, la desaparición, la desintegración. Fue una necedad de Cortés. Todos le dijeron que no convenía hacerla ahí. Después de la inundación de 1629 el virrey dijo: “Váyanse a Coyoacán, a Tacuba, a Toluca”, pero no le hicieron caso. Hemos estado pagando las consecuencias a lo largo de los siglos: inundaciones cíclicas, terremotos devastadores. Ante esa destrucción, lo que la ciudad nos está diciendo es: “Yo no tendría por qué estar aquí”.

—Además, en los últimos tiempos, tres terremotos en una misma fecha, 19 de septiembre. Eso ya te deja un poco inquieto. ¿Qué misterios guarda esta ciudad en el subsuelo?

Es una ciudad que todo el tiempo te da sorpresas. Todo el tiempo está irrumpiendo en el presente, trayendo sus mensajes, otras insignias que no son las de la cruz que trajeron los españoles. Me sorprende porque me tocó ver en la adolescencia cómo levantaban una alcantarilla y aparecía la Coatlicue. Luego el Templo Mayor y, unos años después, mientras construían las oficinas de lo que hoy es el SAT, frente a la Alameda, apareció el Tejo de oro, una prueba de lo que Bernal Díaz del Castillo contaba sobre la Noche Triste, sobre cómo habían fundido el oro y se lo habían repartido. Es una ciudad mágica en el sentido de que tiene cosas escondidas, una ciudad que está llena de la carga de su pasado y esa carga la vuelve, para mí, absolutamente fantasmal, fantástica, misteriosa. Es como un libro de piedra donde cada generación va poniendo un capítulo, y andar cazando esas historias, esos secretos, se me ha vuelto una de las grandes, si no la mayor, fascinación de mi vida. Mi primer libro de crónicas de la ciudad es de 1999. Ya llovió algo.

Los tomos III y IV de 'La ciudad oculta'. (Cortesía: Planeta)

—Es una ciudad de claroscuros, fascinante y, al mismo tiempo, aterradora.

El terror y la fascinación están en el principio y se ha repetido todo el tiempo. La Conquista es el momento más onírico de la historia de México porque los mexicas y los españoles se guiaron por augurios. Creo que ahí empieza el realismo mágico porque cuando los conquistadores bajan de los barcos lo primero que les cuentan son historias de fantasmas, de cosas que se aparecen. Sahagún dedica uno de sus libros a las cosas que se les aparecían a los mexicas en las noches, cuando salían a orinar o cuando andaban en los caminos. Son verdaderos relatos de fantasmas y es impresionante cómo hoy, por ejemplo, en los hospitales, se sigue hablando del crujir del uniforme de una enfermera a quien solo ven los enfermos. Es la última leyenda fantasmal de la Ciudad de México. La primera es la de la Llorona, que tiene un origen prehispánico. Todas esas cosas le dan una carga maravillosa a la ciudad. Hubo un programa de radio en la década de 1990, “La mano peluda”, al que la gente llamaba y contaba historias. Quiere decir que esos relatos que oyeron Sahagún y los frailes siguen vivos en la misma ciudad que ya es otra.

—Estos libros dejan un registro de lugares, personajes e historias que van a sorprender a las nuevas generaciones porque aquellos paseos por el centro de la ciudad de la mano de los padres o los abuelos se ha perdido.

Nuestra generación ya perdió bastante. No preguntamos muchas cosas, no nos interesaron y se fueron. Las nuevas generaciones están paradas en una especie de desconexión entre la memoria y la ciudad, ya no hay relación desde hace años, décadas. La crónica, entonces, juega un papel fundamental. Mediante el gozo y la nostalgia, te devuelve datos desconocidos o inesperados, la conexión con una calle, un edificio, una zona; con personajes que ya no están pero por lo menos pueden seguir viviendo en un libro. Pedro Infante o Tin Tan, por ejemplo, ya no les dicen nada a los jóvenes, son cosas de otro mundo. La maravilla de esta ciudad es que varios cronistas se han dedicado a contarla, desde Francisco Cervantes de Salazar, en 1554, hasta Carlos Monsiváis. Cada década de la ciudad está registrada en libros. Se ha perdido mucho, pero hay una estirpe, una familia de hombres de letras que se han dedicado a la ciudad. En esas crónicas encuentras maravillas a través de los siglos.

—Amado Nervo y Maradona; la memoria del Teatro Blanquita y el desfile de los ovnis en 1965; la muerte de María Félix y los asesinatos de Goyo Cárdenas; la epidemia de viruela de 1920-21 y la de covid en 2020. Los capítulos de estos volúmenes, reunidos en seis ejes temáticos, no guardan un orden sucesivo, más bien proponen un recorrido por la ciudad y lo que vamos encontrando al paso.

En el Centro no hay una sucesión cronológica. Empiezas por la Torre Latinoamericana y lo siguiente es la Casa de los Azulejos. La idea es que se pudiera reproducir ese abigarramiento de épocas. La ciudad te da esa posibilidad: una amplitud de caminos. Todas las ofertas de lo que ha tenido a lo largo del tiempo te aparecen de pronto. La primera vez que la gente salió a celebrar un triunfo de la selección en el Ángel de la Independencia me pareció maravillosa, o encontrar en un viejo periódico la primera salida de la selección mexicana a un Mundial, en 1930. Está la historia de la primera máscara de un luchador, un tesoro guardado en el aparador de una tienda de deportes en Avenida Río de la Loza. Ahí se abre una historia maravillosa de la ciudad desconocida, olvidada: cómo en los años treinta apareció un luchador gringo que no quería que supieran quién era. Fue con un zapatero que hacía zapatos de beisbol y de box y le encargó una máscara de cuero para que no le vieran la cara. Subió al ring y la gente enloqueció. Había firmado contrato con el nombre de “La maravilla enmascarada”. A la fecha seguimos diciendo “se cree la maravilla enmascarada” sin tener idea de cuál es el origen de esta locura. La ciudad está llena de cosas de todas las épocas que la han atravesado; basta con hacerle las preguntas correctas. Es como una esfinge a la que hay que interrogar y te contesta.

—¿Cómo ha jugado el azar en estos recorridos?

Hay gente que me ve pasar, abre la puerta y dice: “Aquí abajo de la escalera está el túnel que llevaba al Palacio de la Inquisición”. Entonces empiezas a ver esa ciudad fantástica. La leyenda de los túneles sigue viva en el Centro y viene de tiempos de la Inquisición. Decían que conectaban a Santo Domingo con las casas de los inquisidores, con Palacio Nacional, con Catedral. La gente dice haber estado en esos túneles. A mí me sorprende que alguien tan serio como Luis González Obregón afirme que de muchacho encontró uno de esos túneles, se asomó, bajó con su padre y vio un corredor largo donde ya todo estaba lleno de fango y medio hundido. La ciudad te abre la puerta para que te metas a hablar con ella. Recorriendo una exposición en el Museo de Bellas Artes me encontré con la foto de la primera señorita México, quien mató a su marido a tiros en 1929. Eso provocó que me pasara la semana siguiente buscando noticias en los periódicos. Es una historia de película porque hubo un juicio que duró seis meses y se transmitió por radio. Había tal interés que pusieron altavoces en Avenida Juárez, San Juan de Letrán y Balderas para que la gente pudiera oírlo. El juicio final duró doce horas y ella fue absuelta porque había actuado en defensa de su honor pues el marido era bígamo. Hay miles de historias así y todo forma parte del mural de lo sucedido en la Ciudad de México desde hace 500 años.

—Una ciudad que seduce, lo mismo a chilangos que a extranjeros.

Tiene un poder de atracción muy fuerte. Desde el relato de Bernal Díaz del Castillo sobre cómo los españoles vieron Tenochtitlan a lo lejos, y no sabían si estaban soñando, si se trataba de un encantamiento o de algo real. Esa misma fascinación se repite en las crónicas de Madame Calderón de la Barca tres siglos y medio después o en los relatos de Humboldt. Y sí, algo tiene la ciudad que en una mañana limpia, con los volcanes y el cielo azul, vuelves a reconciliarte con ella. Además, fue una ciudad bellísima. Esa ciudad de casonas de tezontle era única en el mundo; tenía una cosa que enamoraba. Lo que queda ahora no son ni veinte viejos palacios y nos siguen despertando un inmenso orgullo. Haber visto una ciudad así debió ser alucinante.

ÁSS

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