Los condenados puede ser una definición impecable para los que se han atrevido a ir en contra de la corriente, es decir, quienes han manifestado su voluntad de amar a la tierra que les dio su primer nacimiento desde su personal manera de apreciarlo.
En México tenemos la tendencia a considerar traidores a aquellos que no ganaron. No existe una calle Antonio López de Santa Anna ni un monumento a la memoria de los vencidos. Carecemos de la galantería de quienes construyen un parque y una escultura consagrada a la memoria viva del general sureño Robert E. Lee en la ciudad de Dallas. Cada año, en torno del monumento tiene lugar un concierto que enciende la sangre del príncipe feliz que es para siempre el general vencido. A su lado cabalga un edecán que representa a la juventud que creyó en la causa llevada por el viento huracanado de la Unión industrializada y avasallante.
Perdiste, muchacho. Eso no quiere decir que deba gustarte, dice al joven Indiana Jones uno de los múltiples enemigos afanados en impedir las victorias del tozudo arqueólogo. Mario Heredia ha tenido la habilidad y el valor para hacer una novela sobre Juan Nepomuceno Almonte, el hijo de José María Morelos y Pavón. El linaje paterno obligó a que los pasos del hijo fueran medidos con base en la cauda del genio de la insurgencia, quien humildemente ostentaba el orgullo de nombrarse Siervo de la Nación. Condenado por su país, que no concebía un indígena michoacano, hijo de prócer, como defensor de principios monárquicos; general brigadier a los doce años, adolescente educado en las mejores escuelas extranjeras, bisoño diplomático del gobierno independiente, la vida de Juan Nepomuceno Almonte (1802-1869) se desarrolló en la etapa decisiva de la integración de nuestra república. Contradictorio y antitético, inasible y escurridizo, Almonte no había recibido la reivindicación de otras figuras oscurecidas por la historia de los vencedores, como Lucas Alamán o José María Gutiérrez de Estrada, como lo hizo el historiador José C. Valadés. En las páginas de su libro Juárez su obra y su tiempo, Justo Sierra traza el siguiente retrato:
Almonte no era un hombre de resentimiento y ambición, era un político. Nacido de las entrañas mismas de la insurgencia, su origen sacrílego y heroico al mismo tiempo le obligó, en cuanto la Independencia fue un hecho consumado y llegó en él la plenitud de la razón, a afiliarse en el partido reformista o yorkino. Jacobino primero, moderado luego, acomodaticio siempre, no representaba en el neomonarquismo más que a sí mismo.
Lo anterior explica la condena unánime sufrida por Almonte cuando en 1862 las escuadras de la Triple Alianza desembarcaron en Veracruz, con objeto de hacer efectivas sus reclamaciones. Para las más altas figuras del liberalismo y para el último de los habitantes que sentía correr por sus venas sangre de nación soberana, Almonte personificaba la traición y la conveniencia. El jefe de la armada inglesa se escandalizó ante las consideraciones brindadas a Almonte, quien se apoyaba en reaccionarios de triste fama como Leonardo Márquez y José María Cobos, enemigos del gobierno legalmente constituido; desde la trinchera del periódico La Orquesta, el grafito impecable e implacable de Constantino Escalante hizo de Almonte sujeto de sus litografías; Guillermo Prieto convocó a la musa callejera para satirizar las pretensiones aristocráticas de la llamada por el liberalismo “chusma de levita”. La “Marcha a Juan Pamuceno” es una síntesis de lo que el imaginario liberal opinaba sobre la biografía del hijo de Morelos:
El tata cura que te dio vidamurió enseñando la libertá
que era insurgente muy decedida
y que fue coco del majestá.
Corriendo el tiempo creció el pitoncle
se puso fraque, comió bestec,
indio ladino, vende a tu patria
y güiri, güiri con el francés.
Esto es lo que sabemos De Juan Nepomuceno Almonte. Mario Heredia emprende una vigorosa, verosímil y erudita reconstrucción de los días y los años de un distinguido general que tiene todo en su contra pero que en su tiempo gozó de honores, simpatías y logros de nacionales y extranjeros.
Hace un par de años éramos jurados del premio Xavier Villaurrutia. En una se las sesiones de trabajo acordamos señalar cinco finalistas para sobre ellos establecer una discusión final. El siempre sabio y generoso Felipe Garrido resaltó la escritura de Mario Heredia, a quien yo había hecho a un lado por ese defecto que nos hace pensar que nuestros amigos por serlo tienen la obligación de ser inteligentes y no deben de darnos sorpresas. Felipe me hizo notar la precisión y la densidad de los cuentos contenidos en el libro La geometría absoluta de Heredia. Sus palabras fueron, si la memoria no me falla: “Este autor va a lo suyo, sin engaños ni rebuscamientos inútiles”. El ganador de esa edición del premio fue Enrique Serna, pero no dejamos de reconocer la importancia de una prosa que si bien no se había puesto bajo los reflectores de la crítica más especializada, demostraba con hechos contundentes la indudable autoridad y peso de cada palabra contenida en el libro de relatos.
Ahora Mario nos sorprende con una novela histórica y digo nos sorprende porque en ella palpitan las mejores virtudes del género: el apego al contexto histórico y la ficción, ambas encarriladas en su respectivo trayecto y ambas haciendo su propia labor. Hijo de tigre es una obra sabia desde el momento en que su autor no se siente tributario de la historia pero sí la respeta. Un par de ejemplos: Heredia acude a las cartas apócrifas y de tal manera adquiere peso inusitado una carta del adulto Narciso Mendoza, mejor conocido por el niño artillero de Cuautla, o aquella donde el propio Almonte se dirige a Benito Juárez para exponerle su particular visión de México. Otro argumento en favor de la novela de Mario es que su personaje que no está cubierto por el aura impecable e intocable de los héroes. Como advierte George Lukacs, un personaje histórico que actúa en el cuerpo de la ficción abandona el terreno de la historia para entrar de lleno en el terreno de la imaginación.
Los reaccionarios que al fin son mexicanos es una frase atribuida a Benito Juárez, que alude y sintetiza claramente la actitud de quienes creyeron en la patria desde su particular punto de vista. Mario Heredia tiene la sabiduría y la diligencia necesarias para hacer respirar, actuar y caminar a uno de los protagonistas más importantes del tiempo mexicano en el siglo XIX.
Hijo de tigre. Una novela sobre Juan Nepomuceno Almonte, el hijo de Morelos
Mario Heredia | México | Grijalbo | 2022 | 206 pp.
AQ