Hijos perdidos | Un adelanto de la novela de Carlos Rubio Rosell

Ficción

Ofrecemos un fragmento de este libro publicado por Malpaso; es una obra sobre la paternidad, el aborto y los fantasmas de las imposibilidades vivas y las posibilidades muertas de la juventud.

Portada de 'Hijos perdidos', de Carlos Rubio Rosell. (Malpaso)
Carlos Rubio Rosell
Ciudad de México /

          —Puedes ir a misa todos los domingos —dijo Pater—. Todos los días. Rezar en todas las iglesias y templos. Pero no tendrás derecho a decidir sobre el cuerpo de otro. Menos el de una madre. Sería violarla. Dice Schopenhauer que no hay otro consuelo más eficaz que la plena certeza acerca de la necesidad ineludible. Nada nos atormenta más que pensar que algo podía ser evitado. Por eso, no hay otro remedio, mejor que considerar lo sucedido desde el punto de vista de la necesidad, desde el cual todos los accidentes se muestran como obra de un destino imperante, de modo que reconocemos el mal acaecido como inevitablemente producido por el conflicto entre circunstancias interiores y exteriores, o sea, como fatalidad.

          —Papá, tendré que marcharme —lo interrumpí.

          —Si crees que ahora te vas, te engañas. Aquí no hay camino de vuelta.

          —¿Seguiré estando con ellos? —pregunté.

          —Sí —aseguró Pater.

          —¿Te hemos hecho sufrir, papá? —preguntó Alexandra.

          —¡Por favor, hija, qué cosas dices! No, no hay sufrimiento; sin embargo, algo me acompaña silencioso todos los días de mi vida, un sentimiento que no me abandona, algo así como una capa de melancolía que se extiende conforme avanzan los años. Esta es mi verdad. He amado mucho, he luchado, he reído, he triunfado y he perdido, soy un hombre alegre, incluso puedo parecer indolente a su suerte y fingir que los he olvidado. Pero dentro de mí, en lo más profundo de mi ser, los recuerdo y les estoy agradecido. Ya lo he dicho: no hay arrepentimiento, eso es para los que no han decidido vivir. Y yo he vivido.

Le dije a Pater que antes de venir había tomado unas notas de una lectura que quería compartir con él porque reflejaban a la perfección mis sentimientos. Así que desdoblé una pequeña hoja de papel amarillento con sumo cuidado y al pronunciar las primeras palabras la hoja crujió y lentamente fue desmoronándose de mis manos convirtiéndose en un finísimo polvo que se esparció en el aire mientras leía:

“El día del sacrificio, el hijo pensó en sus padres y evocó su vivienda, su sonrisa, su timbre de voz y su manera de ser; pensó en aquello que les causaba alegría y les gustaba comer. Después de haber ayunado y meditado así por espacio de tres días, vio a aquellos por los cuales ayunaba.

“El día del sacrificio, cuando entró en la estancia de sus antepasados, esperó ansiosamente verlos de nuevo en sus sitiales; al caminar, entrar o salir de ella estaba serio, como seguro que los escucharía moverse o conversar; al dirigirse hacia la puerta, se detuvo a escuchar conteniendo la respiración, como si los hubiera oído suspirar”.

Maat me acarició la mejilla.

—Papá, ya no tienes que pensar en lo que pudo ser, en las imposibilidades vivas —dijo Maat—. La verdad es más sencilla: tú no nos fallaste. Nadie ha matado a Chuy; Carlos no sufrió; jamás abandonaste a Xóchitl; y no fuiste cobarde con respecto a Alexandra o Paolo. Sus corazones trataron de ser justos con lo que en esos momentos querían. Las cosas solo sufren y vibran de dolor hasta que son, hasta que llegan a ser.

          —Tienes razón, hija, los protegimos contra la muerte.

          —¿Crees que eso es una equivocación?

          —Puede ser. Pero si no cometiéramos errores no seríamos lo que somos, no seríamos humanos, aunque a veces pienso que los errores no existen.

          —Sin embargo, hemos llegado hasta aquí para hablar contigo —dijo Carlos—, para decirte que si hay o no errores, eso es lo de menos. Nuestras almas están en paz. Tú tienes que estar en paz también.

          —Estoy en paz —sonrió Pater—. Pero siempre quedan dudas, muchas dudas. Dudo si mi rechazo de la paternidad era algo enfermizo. Un día, sin embargo, mientras hablaba con el tío Giovani, me dijo que en realidad mi aspiración podía ser la de tener hijos huérfanos, que mi terca y ciega voluntad de autoafirmación, mi inquebrantable sed de libertad y goce desembocaría una y otra vez en un impulso de muerte.

          —Venga ya, papá, deja de excusarte y no exageres —exigió Chuy—. Con eso no dices nada —había tres botellas de vino vacías sobre la mesa y en la copa de Pater se columpiaba el líquido de un último trago—. Tus dudas vienen de lejos, lo sabes, y no tienen nada que ver con nosotros. Son la consecuencia de tus frecuentes extravíos, de tu costumbre de darle tantas vueltas a las cosas, de tu fe ciega en esos mundos virtuales en los que siempre has creído que había más verdad que en el mundo real y en los que te has apoyado para negar un compromiso serio con la vida. Nos has obligado a vivir en esa irrealidad de tu imaginación y te has negado a ceder a las evidencias. Por eso has vivido sumido en un mar de dudas, rodeado de fantasías, de soberbias obras de arte que ahora no te dicen nada, que no pueden darte respuestas porque eres tú quien debe interpretar toda esa gran cultura y estás confundido, lleno de cicatrices, como aquel que vuelve de una estúpida guerra y se refugia en la nostalgia acosado por un mundo menos intenso y más vulgar, donde están la monótona rutina doméstica, las convenciones familiares, los sacrificios, las renuncias, los roles de la paternidad y las limitaciones que impone sostener la normalidad de un hogar. ¿Qué es más auténtico, papá?

          —Nadie podrá negarme que lo intenté —replicó Pater—. Y todo hombre es eso, un intento que espera completarse con lo que sueña de sí mismo.

          —Yo diría que dejaste que tu alma creciera por encima de ti —dijo Maat.

Pater se daba cuenta de que sus alas se habían quemado en el fuego del tiempo y con más de medio siglo a cuestas comenzaba a caer en una soledad atroz producto de su irrefrenable ansia de libertad. Comprendía que su obsesión por el arte, su ofuscación al concederle un valor excesivo, había acabado alterando sin remedio su vida y las vidas cercanas a él. Pero entonces las experiencias eran tan intensas que su memoria difícilmente alcanzaba a capturarlas todas en una película donde el olvido editaba a capricho algunos momentos para proyectarlos en el futuro como fugaces y luminosos, y de los que ahora apenas quedaba el recuerdo de un puñado de segundos desordenados y nebulosos mediante los que ni siquiera era posible añorar esos instantes perdidos sin remedio. Y mientras pensaba en todos esos años condensados en unas cuantas imágenes, intentando reconstruir algunas secuencias, se preguntaba si Maat, la única hija cuyo nacimiento no se había cuestionado porque su simiente no la había engendrado, acabaría de serlo.

AQ

LAS MÁS VISTAS

¿Ya tienes cuenta? Inicia sesión aquí.

Crea tu cuenta ¡GRATIS! para seguir leyendo

No te cuesta nada, únete al periodismo con carácter.

Hola, todavía no has validado tu correo electrónico

Para continuar leyendo da click en continuar.