—…sacudió de sus manos la tierra y miró la piel de sus palmas lacerada únicamente por el trabajo y el tiempo. Las costras en los nudillos y los hoyos hechos por el hierro de los clavos en las muñecas habían desaparecido. Llevó las yemas de sus dedos al rostro y lo sintió sin cardenales ni carne desprendida. Su frente no tenía pinchazos de espinas. El único dolor en su espalda era el de siempre, lo arrastraba desde aquella caída en el desierto; no tenía ya rastro de azotes. Las heridas de la cruz sobre los hombros, carne y huesos en flor, se esfumaron. Su manto había dejado de ser jirón. Era el tercer día. Recordaba lo ocurrido, apenas en vísperas, con opresión en el pecho, como un sueño triste.
“Durante varios minutos miró fijamente la lápida de piedra que sellaba el sepulcro. Todo permaneció intacto. No hubo respuesta o movimiento alguno, ni siquiera un tremor fugaz. Se acercó a la piedra. Estaba dispuesto a hacer cumplir la Escritura. Trató de moverla con su potestad de hombre. Fue inútil, se había requerido la fuerza de cuatro legionarios de Roma para colocarla, pues nadie quería que robaran cuerpos de esa fosa común. Intentó de nuevo y la inmovilidad de la roca venció otra vez. Pensó en clamar la ayuda del Padre y murmurando ‘¿lama sabactani?’ no lo hizo, al recordar el primer abandono. Las horas fueron extinguiendo su calma y se derrumbó. Con las rodillas sobre una mezcla de su llanto, sudor, tierra y coágulos dejados por cadáveres de truhanes y sediciosos, dudó de su naturaleza. ¿Por qué sentía ese vacío en el alma solo pensable en un espíritu miserable? El silencio fue la réplica. Nadie iría a ungirlo, eso estaba permitido para los muertos dignos, no para los otros, y él había sido despojado de todo honor por las leyes de su pueblo. En parte agradeció ahorrarse la humillación de ser a él a quien encontraran y no sólo al sudario y la tumba vacía, como debía ocurrir. Y ante la imposibilidad de que así ocurriera, de haber podido habría renunciado a su inmortalidad, pero no recordaba ya el camino al lecho de la muerte como hacen los seductores con sus conquistas. O peor aún, ella lo había confinado en ese hipogeo impregnado con el hedor y la frialdad de su aliento y se había olvidado de él. Si eso era la vida eterna, el verdadero infierno era la eternidad privada de todo lo que creyó su destino y su fe, él, Alfa y Omega, el primero y el último, convertido en el alfa y la omega de un alfabeto de silencio eterno.
“Y así, con los días se convenció de que para salir de ahí tendría que esperar la peor vejación: que los cadáveres de otros proscritos ajusticiados en el Gólgota también fueran echados a esa tumba de muertos sin nombre. Solo de esa manera la lápida sería removida y, al hallarlo vivo de nuevo, los otros lo proclamarían rey, profeta o mesías, otro de tantos; no lo verían como el ángel que en realidad era, caído de la gracia divina tras haber sido el favorito, el heredero. Al pensarlo se llenó de ira, ese capital y humano vicio, y maldijo su destino como lo hizo antes con los mercaderes, con Betsaida, Corazín, Capernaum. Y con la higuera: ‘Que nunca nadie coma frutos de ti’, recordó haber dicho. Y la memoria lo hizo arrepentirse de su prédica. Cómo deseaba un poco del néctar aquel en ese instante, una sola gota al menos, pues con tristeza comprendió que, en su indefensión, al próximo entierro de ejecutados sería mejor escapar de ahí sin dejar huella y, entre las sombras, procurarse alguna vid, hogazas y miel para saciar el hambre, como tendría que seguir haciéndolo por el resto de la eternidad.”
—¿Y ya, ese es el final de la que llamas “la mejor historia de la historia”?
—Sí, ahí termina.
—Pues, salvo lo que opinen los demás, yo creo que no es mala, aunque así, con tu protagonista despojado de su poder al final, como que se invalidan sus proezas, ¿no crees?; me recuerda a esas historias de principiantes en las que finalmente todo lo relatado fue un sueño. No sé si alguien quisiera robártela y menos hacerte daño para apropiársela como temes. Pero descuida, caíste en buen lugar y te damos la bienvenida, Judas... (dijiste que te llamas Judas, ¿verdad?): ayudarnos es el propósito de este taller de escribas. A ver, ¿qué opinan ustedes de esta historia, Mateo, Marcos, Lucas, Juan, qué dicen?
AQ