Salen libros, artículos, videos, por todos lados, alarmados por el fin de las democracias en todo el mundo. Y hay de todo, por supuesto, pero era de esperar que la andanada tuviera un retraso notorio: hace 10 años eran noticias, hoy son crónicas. Aunque la tendencia hacia el quebranto democrático parece mostrar indicios no sólo de haber frenado sino incluso comenzado a corregirse, las cuentas de esta década marcan un retraso histórico considerable. Cundió una infección anterior al Covid, igual de contagiosa: los populismos y esa desgraciada gana de dar con líderes poderosos para dirigir naciones. Parecemos no entender. Incluso la más antigua democracia, los Estados Unidos, se halla todavía bajo el riesgo de perderse. La esperanza democrática es un anciano que no puede caminar solito y enfrenta a otro carcamal, al que le faltan un tornillo y muchos puntos de IQ, pero tiene seguidores a los que les importa un cuerno la verdad, porque su versión de las cosas es pasionalmente superior.
Como no hay mapas del futuro, y el miedo no nos deja, recurrimos a la memoria. Ya vimos esa película, hace justamente un siglo, en la caída de la República de Weimar y el ascenso de Hitler y el nazismo. Suelen contarse como dos periodos, pero son el mismo. Se trata de un proceso más concentrado que el actual.
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Dos libros, uno que leí con sorpresa y gratitud, otro que no he leído pero tengo noticia desde la semana pasada, por una reseña de Adam Gopnik, en The New Yorker.
El primero, el que leí, es de Jacobo Dayán, República de Weimar, La muerte de una democracia vista desde el arte y el pensamiento. Libro sucinto, breve, con un estupendo enfoque, porque se parece a las crónicas. Si algo da miedo al lector actual, son esas versiones de la historia mechadas con opiniones sesudas y amponas sobre filosofía de la historia o de izquierdas moralmente invictas. Dayán es enjuto y justo, y su libro se deja leer con generosidad. Abundan los datos, los hechos, y la secuencia tiene una rara calidad narrativa, que no se deja interrumpir, hasta la tercera parte, cuando ya no puede evitar el paralelo del ascenso populista de Hitler con la actual circunstancia internacional y, muy específicamente, la mexicana, sin que resulte alarmista ni admonitorio: hechos y semejanzas. Un libro muy breve que se da espacio para explorar las artes plásticas, la música, los escritores, periodistas, pensadores, y añade una cronología, listas de gobernantes, bibliografía y filmografía. (Solamente faltó un discografía, o una playlist).
Del otro libro (Timothy Ryback, Takeover: Hitler’s Final Rise to Power. Knopf) me ocuparé cuando lo lea, pero la reseña de Gopnik es más que persuasiva. Dado que Hitler repetidamente dejó ver que quería usar los procesos democráticos para destruir la democracia, Gopnik y Ryback quieren averiguar por qué los demócratas se lo permitieron. La respuesta de Lewis Edinger es que “confiaban en que los procedimientos constitucionales, el retorno de la sensatez y el acatamiento de las reglas serían suficientes para que sobreviviera la República”.
La ingenuidad culpable de los demócratas consistió en desear el bien y abstenerse de meter las manos en la suciedad de la política. Pero es justamente eso lo que ha hecho emerger a los líderes democráticos: meter las manos, presentarse en el desastre, escombrar basura.
De pronto, recuerdo a Elias Canetti, en su ensayo sobre Albert Speer, arquitecto de Hitler: “Cuando las grandes ciudades alemanas iban reduciéndose a escombros una tras otra, Speer no fue el único en considerar aconsejable, e incluso necesario, que Hitler visitase esas ciudades. El ejemplo de Churchill estaba a la vista de todo el mundo: nunca dejaba de presentarse ante las víctimas de la guerra que no participaran directamente en el combate. Y así les demostraba no sólo su intrepidez, sino también su adhesión. Pese a las tareas que lo agobiaban, se daba tiempo para visitarlos y testimoniarles, a través de su presencia, lo mucho que contaban, la importancia que tenían. Exigía mucho más de la población civil, pero a cambio la tomaba en serio. Es posible que si Churchill no hubiera actuado de ese modo, la moral de los ingleses hubiera menguado peligrosamente en el curso del año en que tuvieron que enfrentarse, solos, a un enemigo más fuerte y que iba venciendo en todas partes. Hitler, por el contrario, se negaba obstinadamente a que lo vieran en las ciudades bombardeadas”. (La conciencia de las palabras. FCE, 1981).
AQ