Con gratitud a Héctor, Luis, Rocío, Ernesto.
En las faldas del volcán
Y subimos al Xinantécatl. Una mañana de aire recién lavado, de sol radiante, de complicidades amistosas. Con nosotros viajó la urna que contenía las cenizas de Guillermo Fernández (Guadalajara, 1932-Toluca, 2012). Llegamos tan alto como nos lo permitió un inesperado retén. “Llovió y hubo derrumbes, no está permitido ir más arriba”. Así que desmontamos y nos internamos por la ladera boscosa hasta encontrar un claro propicio, un casi redondel entre pinos y oyameles. Nos turnamos la lectura, poemas de Guillermo y, entre ellos, el más pleno testimonio de que sigue con nosotros en la voz del poema que le dedica Hernán. Felipe de Jesús escogió estos tres versos:
Solo, en la muerte y en la vida
y la flor siempre más pequeña
del tiempo entre tus manos.
Un íntimo temblor en las gargantas. El libro, Imágenes para una piedad (1991), fue pasando de mano en mano. El tequila también. Guillermo en las voces de sus amigos, de sus amigas. “Los predilectos del corazón”, como él los llamaba. Abrimos la urna y, por turnos, sin orden previo, fuimos esparciendo las cenizas en torno al círculo formado por el grupo; alguno fue más allá, entre los árboles y la menuda hierba. Cada quien se fue despidiendo a su manera. Casi siempre en silencio, o musitando una oración secreta. Una vez que toda la ceniza se hubo incorporado a la tierra, fluyeron, espontáneamente, las indispensables anécdotas. Guillermo nos había dejado bien provistos. Imposible no reír con algunas o soltar con otras “una furtiva lágrima”. Luego bajamos, consolados, contagiados por una súbita alegría. Le habíamos cumplido a nuestro amigo. Trece años después de que manos asesinas nos lo arrebataran, está ahora mezclado con la tierra y la luz de su amado Xinantécatl.
La canción de la Tierra
Ed è subito sera. Un siglo de poesía italiana. Ese verso de Salvatore Quasimodo, citado así, en italiano, es el título de los dos volúmenes con los que se cierra el ciclo de una de las más bellas colecciones de libros editadas en nuestro país durante el presente siglo. Veinte títulos elegidos y muchas veces también traducidos por el gusto impecable de Guillermo Fernández. Todos, excepto este último, rescatado y armado por sus discípulos y amigos mexiquenses a partir de las traducciones de poesía italiana publicadas en diversos volúmenes y revistas dispersas. Treintaitrés poetas, desde Umberto Saba (1883) hasta Stefano Strazzabosco (1964); se trata de una vasta antología en la que, como afirman los editores, “se puede observar el largo recorrido de la poesía italiana desde el crepúsculo decimonónico hasta los albores del nuevo milenio”.
Invitado a preparar esta colección por el Instituto Mexiquense de Cultura, Guillermo no dudó al escoger el título que la ampara: La canción de la Tierra. Es un homenaje a Gustav Mahler y en particular al ciclo homónimo de canciones compuestas por el músico austriaco a partir de poemas chinos en traducción alemana. No es difícil adivinarlo, Guillermo reunió en ese título tres de sus pasiones: la música –siempre privilegiada por él-, la poesía y el difícil arte de la traducción. Cómo no recordarlo cuando nos decía “vamos a casa”, evitando siempre el adjetivo posesivo. Ya instalados en aquel minúsculo refugio, echaba a andar su tocadiscos para hacernos escuchar esa obra que lo conducía invariablemente a una suerte de éxtasis panteísta. La imagen es entrañable: en un silencio reverencial, Guillermo nos lanzaba de cuando en cuando una mirada detectivesca, para perderse luego en las espirales del humo de su cigarro y en la transparencia de su caballito de tequila. Ed è subito sera.
Cada uno está solo sobre el corazón de la tierra
traspasado por un rayo de sol
y de pronto la noche.
AQ