Homenaje y sátira: el antipetrarquismo

Bichos y parientes

El antipetrarquismo surge ante un ideal amoroso que se desgasta, evidencia la prisión de la belleza perfecta. Por fortuna, existen Sor Juana y Shakespeare.

William Shakespeare y Sor Juana Inés de la Cruz, dramaturgos y poetas. (Montaje: Laberinto)
Julio Hubard
Ciudad de México /

El petrarquismo no se acaba nunca. Todo adolescente que se enamora incurre en el contagio catarral de sus esporas. Es una tradición, un canon al que pertenecen todos los poetas enamorados, lo sepan o no. Pero el canon no siempre es mejor que su ruptura. Robert Graves dijo que solo hay dos modos de creación: el homenaje y la sátira. El peligro del primero es la cursilería, la repetición que no añade y solo cansa. El de la segunda es la vulgaridad, la estupidez de romper sin crear. Por eso, las artes y la cultura deberían temer el destino de las artes plásticas, donde la ruptura se ha convertido en tiradero y ya nadie sabe dónde estaba el modelo original.

Nada es más difícil que la forma votiva, el homenaje. Todo está dicho, y el problema no son los recursos técnicos, sino, para decirlo con Mallarmé, dar nuevo sentido a las palabras de la tribu. O con Pound: “la danza del intelecto entre las palabras”. El petrarquismo formó a los grandes poetas desde el siglo XV hasta hoy. Pero se volvió ripioso. No podían escapar de la prisión de la belleza porque insistían en la vía afirmativa: ojos como soles, cabellos de oro, labios de coral. La salida a la libertad estaba por el otro lado. Los académicos lo llamaron “antipetrarquismo”. Fue un intento de desatarse las manos, los ojos, el cuerpo entero, faltándole al respeto al canon.

Para eso están la ironía, la sátira, los recursos de la comedia en general. Y, aunque lo dijera en otro sentido, queda bien recordar que Aristóteles definía la comedia por contraste con la tragedia: como el arte de representar a los humanos tal como son; es decir, peores que sí mismos. La belleza inmortal se convierte en desengaño mortal. La enumeración de las bellezas se transformó en la paleta de la cursilería. La poesía española abunda en lo lóbrego y en la burla. La belleza es pasajera: aprovéchala antes de que “se vuelva, mas tú y ello, juntamente, / en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada” (Góngora).

Por fortuna, existe Shakespeare:

Los ojos de mi amante son nada frente al sol; / el coral, mucho más rojo que el rojo de sus labios; / la nieve es blanca y sus senos, morenos; / si el pelo es hebras, hebras negras crecen en su cabeza. / He visto rosas damasquinas, rojas y blancas, / y nada semejante en sus mejillas; / y hay más delicia en los perfumes / que en el aliento que de ella surge. / Me encanta oírla hablar, y sé muy bien / que cualquier música suena mejor. / Confieso que nunca vi una diosa andar, / pero mi amante, al caminar, pisa en el suelo. / Y así, por Dios, hallo tan único mi amor / como cualquier comparación de fantasía.

Este boceto está lejos de hacer justicia al soneto 130 de Shakespeare, pero es el punto donde vienen a encallar los poemas de amor ideal, los tropos de la belleza, las hermosas de atributos divinos. Están muy bien los poemas de Bartolomé Leonardo de Argensola: ingeniosos, divertidos, tiran la charola de los ripios. Están muy bien las oscuridades metafísicas de la belleza que nació para la muerte, y las burlas geniales de las pelucas, los afeites, las dentaduras que fueron de perlas y quedaron en estaño, como en Quevedo. Es genial Lope, burlándose de su propio enamoramiento (Mira, Juana, qué amor; mira qué engaños; / pues hablo en natural filosofía/ a quien me escucha jabonando paños).

Muy pocos son capaces de poner al mismo tiempo dos cosas: una sátira de los modos y las imágenes, junto con una declaración amorosa verdadera. Ese soneto de Shakespeare pone el juego del erotismo en el terreno humano del amor, donde debe quedar: una persona real.

La lengua inglesa ha tenido un erotismo que, desde el castellano, solo podemos envidiar. Nada en español se parece a Donne, a Herbert, a Marvel, mucho menos a Shakespeare. Pero hay algo que los ingleses no pudieron sospechar: la respuesta desde el objeto. Siempre se le habla a la mujer, o se habla de ella. Pero el petrarquismo vino a culminar en un soneto de Sor Juana Inés de la Cruz:

Éste que ves, engaño colorido, / que, del arte ostentando los primores, / con falsos silogismos de colores / es cauteloso engaño del sentido; / éste en quien la lisonja ha pretendido / excusar de los años los horrores / y venciendo del tiempo los rigores / triunfar de la vejez y del olvido: / es un vano artificio del cuidado; / es una flor al viento delicada; / es un resguardo inútil para el hado; / es una necia diligencia errada; / es un afán caduco, y, bien mirado, / es cadáver, es polvo, es sombra, es nada.

AQ / MCB

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