Hace muchos años, cuando entrevisté a Ignacio López Tarso (1925-2023), me dijo que El Perrito Luis Estrada lo había invitado a trabajar en una de sus películas. El histrión le contestó así al director: “No la voy a hacer porque no tienes razón. El PRI no es el único responsable de todo lo que ha pasado durante los últimos 70 años. No hablas de nada positivo, es pura mentada de madre al partido”.
Al morir López Tarso, el Partido Revolucionario Institucional subió a las redes fragmentos de una conferencia de prensa en la que el actor elogiaba a esa organización y, exaltado, afirmaba: “La política en México es el PRI y los desechos del PRI”.
Cuando hablé con él, le pregunté cómo recordaba su trabajo en la Cámara de Diputados. Respondió: “Fue una época difícil, la oposición estaba muy hocicona, nos tupían de insultos y había que aguantar. Cada vez que llegaba una iniciativa de Salinas, aquello era un zafarrancho tremendo”.
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De algún modo, la politización de López Tarso se inició desde que él era un niño muy pequeño. Su padre, el capitán segundo Alfonso López Bermúdez, formó parte del fallido levantamiento escobarista contra el gobierno de Emilio Portes Gil. Esa derrota provocó que el papá del actor tuviera que dejar su vida castrense para convertirse, con su familia a cuestas, en un itinerante y humilde empleado postal.
Cuando don Ignacio apenas había rebasado los veinte años de edad, estudiaba teatro en Bellas Artes pero no tenía dinero y por eso entró a trabajar como “achichincle” con su tío José López Bermúdez, quien fue secretario general del PRI. En aquella época, Ignacio López Tarso vio entrar y salir de esa oficina a personajes como Adolfo López Mateos y Luis Echeverría, quienes luego se convertirían en presidentes de la República.
Antes de ingresar a la escuela en Bellas Artes, López Tarso estuvo cuatro años en el Seminario Conciliar de Temascalcingo, Estado de México, donde no solo estudió latín, griego y filosofía sino que también participó en obras de teatro. Si a eso se le añade el posterior contacto con figuras de la talla de Xavier Villaurrutia, Xavier Rojas y Salvador Novo, más su tesón y talento, se comprende mejor el surgimiento de un actor de época como lo fue él.
En su casa de Tlalpan le pregunté si haber estado en el seminario le sirvió de algo en la actuación. Mientras fumaba un cigarro marca Gitanes, contestó: “Creo que sí. La meditación y el trabajo interior tienen mucho que ver con la introspección del actor. Además, el nivel educativo en el área de humanidades era muy bueno”.
—Usted es de los pocos actores que dan el ancho en cine, teatro y televisión. ¿Cómo le hace?
Creo que el actor de teatro, cuando está bien preparado, puede hacer lo que quiera; sabe pararse en un escenario y tiene una idea clara de cómo funciona su mente respecto a los personajes. Entonces, da lo mismo pararse ante la cámara de cine que de televisión.
—¿Cuál es su técnica actoral?
Muchos se olvidan de sí mismos y le dan todo al personaje, yo lo hago al revés. Soy más importante que cualquier personaje. Nunca olvido que el personaje es literatura, ficción, y aparece sólo cuando el actor lo hace vivir.
Hay que poner límites a todo, evitar que la emoción te inquiete demasiado, que te lesione. Si no ejerces control, la emoción te ahoga, te nulifica. A pesar de esto que digo, la emoción es indispensable. Brecht dice que la inteligencia es lo más importante, que no hay que conmover al público sino hacerlo pensar. Eso no es del todo cierto, los personajes mismos de Brecht son muy emotivos. Yo hice Galileo Galilei en España, es un personaje muy humano. Brecht siempre está pidiendo que pienses, que no te emociones… ¡a la chingada! Eso no es posible cuando un personaje te llega muy adentro.
—También hizo en Madrid Tirano Banderas.
Sí, y lo hicimos en vida de Franco; fue algo muy atrevido. Luego hice el Agamenón de La Orestiada en Mérida, Extremadura, un lugar bellísimo. El teatro está junto a unas ruinas romanas; el anfiteatro es una maravilla, con toda la infraestructura naval para meter agua.
—¿Nunca le dio por dirigir?
Probé como director y no me fue nada bien. El director se las tiene que ver con todo: la escenografía, el engrudo, la luz. Además, yo era el personaje central, así que me distraía mucho. Montamos Tirano Banderas en el teatro Hidalgo; días antes del estreno, tronó el cable del escenario giratorio y la continuidad se fue al carajo. A pesar de todo, cumplimos cien representaciones, pero no me quedaron ganas de volver a dirigir.
—¿Cuáles actuaciones en cine recuerda con más orgullo?
Estoy muy satisfecho por Macario, El hombre de papel, Los albañiles, entre otras.
—¿Y Nazarín?
Sí, pero fue un papel muy pequeño.
—¿Cómo recuerda a Buñuel?
A él le interesaba poco el trabajo del actor, estaba más preocupado en el concepto global de la película que traía en la cabeza. Además, su sordera afectaba mucho la relación con el actor.
—¿Cómo llega usted a Nazarín?
A través de Gabriel Figueroa. Curiosamente, el primer contacto que tuve con Buñuel fue muy áspero. Estaban filmando en el hotel Vasco, de Cuautla. Llegué un poco tarde, cuando todos ya estaban cenando. Cuando me vio Buñuel, empezó a gritar: “¡Cómo vas a hacer tú el personaje!” Gabriel Figueroa lo calmó y le dijo: “Él sabe caracterizarse, vas a ver mañana”. Estuve a punto de regresarme, pero Gabriel también me calmó. Al día siguiente, Buñuel me vio caracterizado y se tranquilizó.
Tiempo después lo traté un poco más porque teníamos un amigo en común, Álvaro Custodio, con quien hice mucho teatro del Siglo de Oro español. Álvaro me enseñó a desmenuzar el verso, a armarlo mentalmente. En casa de Custodio me tomé algunos de los famosos martinis que preparaba Buñuel.
—¿Cómo fue su relación con Luis Alcoriza?
Convivimos mucho en la sierra de Chihuahua cuando filmamos Tarahumara. Un día nos quedamos totalmente bloqueados porque cayó una nevada tremenda, al grado de que nos tuvieron que aventar alimentos desde el aire. Los paisajes eran bellísimos. Los fines de semana nos íbamos a un hotel del centro de Chihuahua. A Alcoriza le gustaba el tequila tanto como a mí, así que pasábamos unas sesiones bastante turbulentas.
—Usted hizo el amor con La Doña… en el cine.
Sí, fue en La estrella vacía, una historia de Luis Spota. Le daba unos besos riquísimos; la tuve… de plano en la cama, aunque no se veía nada de eso en la pantalla. Luego estuvimos juntos en La Generala, en Juana Gallo, en La Cucaracha. En esta última también estaba Dolores del Río, otra mujer bellísima, Emilio Fernández, Pedro Armendáriz padre. Ahí coincidí con la flor y nata de la Época de Oro del cine mexicano. Armendáriz era muy espinoso, pero conmigo el trato fue muy cordial, lo mismo que con Emilio Fernández. El Indio siempre me decía que tenía un gran proyecto para mí, pero nunca hubo nada.
“A María Félix me la presentó Gabriel Figueroa. Me habló por teléfono para decirme que ella quería conocerme, porque ya me había visto haciendo teatro. María siempre fue muy amable conmigo, aunque la vi haciendo cosas terribles con otros actores y técnicos”.
—¿Cómo recuerda a John Huston?
Cuando Huston filmó Bajo el volcán, ya era un hombre cansado, viejo, flaquísimo. Estaba en los huesos.
—¿Y Albert Finney?
Con Finney la relación fue estupenda, sobre todo cuando se enteró que yo estaba preparando El vestidor, una obra que él había hecho en Inglaterra, y además acababa de filmar la película. Me dijo que lo invitara a un ensayo en el teatro Insurgentes y fue a verme. Después intervino para que, por su cuenta, el autor viniera al estreno. Fue un acto de compañerismo sensacional.
—Fue muy fallida Bajo el volcán.
Sí, por supuesto. Le pasó algo parecido a Carlos Velo con Pedro Páramo.
—Pues sí, ¡a quién se le ocurre traer a John Gavin!
En efecto, el propio Velo dijo después que Clasa Films se lo había impuesto.
—¿Le gustó El gallo de oro?
Sí, claro, además de que me divertí mucho haciéndola.
—La adaptación fue de Carlos Fuentes y García Márquez. ¿Ellos andaban mucho por ahí?
Sí, más García Márquez porque le encantan los gallos. En muchas de sus obras aparecen esos animales.
—Sobre todo en El coronel no tiene quien le escriba.
Fíjese que yo estuve a punto de comprarle los derechos de esa obra a García Márquez, incluso ya había hablado con su representante, una señora que vivía en Barcelona y que ya murió. Yo tenía unas ganas enormes de hacerla, pero en eso entró Ripstein y me quedé en la orilla. Ripstein sabía muy bien que yo andaba tras los derechos, pero pues ni modo.
—¿Le gusta actuar en telenovelas o lo hace por razones económicas?
Me gusta mucho, sobre todo en las telenovelas históricas, que son lo mejor que he hecho: La tormenta, El carruaje, Senda de gloria, que fueron estupendas.
—O sea, cuando se conjuga lo comercial con la calidad.
Así es. Senda de gloria se vendió en todo el mundo.
—¿Qué piensa de aquella frase célebre del Tigre Azcárraga: “Hago televisión para los jodidos”?
La televisión es para el gran público. Cuando vas a los pueblos más olvidados, donde no hay carreteras ni nada, ves antenas de televisión por doquier.
AQ