Impresiones sobre la crítica literaria

Literatura

¿Qué ocurre cuando la lectura se convierte en un oficio, cuando llega la hora de sustentar las opiniones? Aquí algunas rutas.

La crítica literaria establece un gusto que suele nadar a contracorriente de la popularidad. (Ilustración: Simón Serrano)
Roberto Pliego
Ciudad de México /

El trato habitual con los libros, no de cualquier especie sino solo aquellos que tienen las marcas de la literatura, suele nacer del placer que provoca habitar otros mundos, acompañar otras vidas (nunca la nuestra), descubrir otras cualidades de la realidad. Es un trato que nace de la insatisfacción. El lector sabe, o sospecha, que la vida, no la que se atiene al tiempo de los relojes y al espacio de su cuerpo, está en otra parte: nunca aquí, siempre allá, al otro lado, con nombres distintos. No es que esa vida alterna sea mejor; es que, en la medida en que no le pertenece, toma la forma de una aspiración. El trato habitual con los libros, con esos libros, proviene (hay que desearlo) de la necesidad de abandonarnos a nosotros mismos. Pero ¿qué pasa cuando el placer se profesionaliza, cuando la lectura se convierte en un oficio? Podría decirse que este cambio de perspectiva señala el camino hacia la crítica literaria.

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“Constructiva” es un adjetivo indeseable para la crítica literaria. La temperatura social e ideológica de nuestros días le asigna significados edificantes, la mayoría asociados a una conducta que confunde el intercambio de ideas con la descalificación de los sentimientos y… las identidades (porque ahora todo se trata de eso y de cómo llamar a cuentas). Los redactores de programas políticos, los pastores de almas y, sobre todo, los vendedores de autos usados deben sonar constructivos. La crítica literaria no es constructiva, y, por lo tanto, tampoco “destructiva”. No la hace de consejera ni de cómplice incondicional detrás de la barra. No reconforta ni expulsa del paraíso. Sus propósitos son tan modestos que puede pensarse como un diálogo con el presente, el único escenario por el cual se mueven las obras literarias, aunque en ocasiones viajen al pasado: se dirigen a nosotros, esperan algo de nosotros, no de los muertos. Dialogar toma aquí el significado de interrogar. ¿La realidad que va adquiriendo forma y consistencia frente a mis ojos es un desfile de frases ruidosas o la iluminación verbal de una visión de mundo?

El lector ya malicioso, ahora dispuesto a sustentar sus opiniones, está obligado a establecer un gusto, el suyo, forjado luego de convivir con cientos, quizá miles, de libros. Lo que en un principio era, o así parecía, un amor ciego y loco, sin preguntas ni razones, se transforma en una suerte de matrimonio bien avenido: no el ciclón sino el viento que mece las ramas.

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Así que… cómo leer. Sin esta pregunta no hay lugar para la crítica literaria. No se trata de qué sino de cómo. Aquel lector, el de sus primeros años, se dejaba llevar por el encanto de la acción y la anécdota. Estiraba la noche para saber qué haría Edmundo Dantes para escapar del castillo de If o Raskolnikov luego de descargar el hacha sobre las dos usureras. Ese encanto inaugural no debe extinguirse, pero debe dar paso a una serie de cuestionamientos: ¿qué sustenta la acción?, ¿qué hace posible la conducta de los personajes?, ¿qué “dios detrás de dios la trama empieza”? Es decir: ¿qué se encuentra por encima, y por debajo, de la anécdota? Respuesta: la escritura, el estilo. La crítica literaria solo se ejerce desde la perspectiva de la escritura porque de otra manera sería un mero reporte de hechos, la crónica anodina del estado del clima. Debe distinguir la belleza que expresa “Todas las palabras, incluyendo las sucias, las amenazantes y orgullosas eran olvidadas apenas terminaban de sonar” (Juan Carlos Onetti: El astillero) de la simpleza que exhibe “Los ojos pelones de Julián, a punto de saltársele” (Frida Cartas; Transporte a la infancia). Debe, como si fuera un principio moral, denunciar el cliché. La arenga política disfrazada de autoficción, los didactismos utilitarios, el moralismo a la caza de brujos para llevarlos a la hoguera, la buena onda que oculta la carencia de ideas, la gracejada como bandera ideológica, los devaneos freudianos que sustituyen a la profundidad psicológica, los thrillers protagonizados por investigadores malolientes y borrachos, la novela rosa y la que enfrenta a policías de dudosa integridad y a narcotraficantes y novias turgentes, son algunos de los productos que mejor sirven al cliché. La crítica literaria se opone a quienes utilizan las palabras para banalizar el estado de cosas y enviar mensajes propagandísticos.

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La crítica literaria puede concebirse como un servicio al lector. En la medida en que dialoga con sus contemporáneos, con los libros exclusivos de su tiempo, pretende ser una guía práctica de navegación para fijar un rumbo y no dejarse llevar por la corriente más poderosa… o solo transitable (porque es tanta la oferta, tantos los libros que esperan su turno en las mesas de novedades, que se vuelve necesario establecer algunas reglas de tránsito). Así que no sirve a las casas editoriales, no importa lo grandes, pequeñas o fantasmales que sean. Cuando traiciona este dogma, tras escuchar el canto que promete miles de seguidores en las redes sociales, se vuelve una agente publicitaria o apenas una dócil mandadera. En otros términos: deja de ser ella misma para volverse un remedo. Es, aunque parezca una obviedad, independiente. Quizá por eso recibe muy pocas invitaciones para asistir a cocteles o ferias del libro.

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La crítica literaria aspira a la promiscuidad, pero termina siendo siempre un ejercicio selectivo. Aunque no deja de mirar el horizonte abierto que se extiende ante sus ojos, no se va con cualquiera. Digamos que parte de su esencia abraza la contradicción. Hay mucho por leer pero la vida no da para abarcarlo todo. Qué hacer. Consideremos el caso mexicano. Ahí están los dos grandes grupos editoriales, con sus vastos y multifacéticos catálogos de autores. Son increíblemente elásticos para adaptarse al gusto movedizo, y, por qué no, hasta casquivano, de los lectores y son… omnipresentes. Luego están diez o doce o quince casas que transitan por un angostísimo desfiladero, a un lado del cual se avistan las fuerzas del mercado y al otro la promesa irrenunciable de un temperamento estético. Y en otro plano está un largo etcétera que incluye a los sellos universitarios, las iniciativas individuales que se mantienen en la pelea a pesar del marcador en contra, las ediciones de autor que prosperan en los medios digitales, los fondos estatales y la pura vocación de abismo. Qué hacer. En su versión más depurada, la crítica literaria se iría con todas las opciones existentes… y con ninguna.

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La crítica literaria no es un coto exclusivo de los críticos literarios. Pienso en la serie de entrevistas que Vladimir Nabokov concedió entre 1962 y 1972 y que recoge el volumen Opiniones contundentes; en Martin Amis y sus ensayos La guerra contra el cliché y El roce del tiempo; en Ricardo Piglia y Los diarios de Emilio Renzi; en Carlos Fuentes y su Geografía de la novela; en Italo Calvino y Los libros de los otros; y, sobre todo, por admiración irrestricta, en Roberto Calasso y sus Cien cartas a un desconocido, un muestrario de “esa forma literaria, humilde y difícil” que es la solapa.

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La crítica literaria, que se ejerce desde esa humilde tribuna que ocupa la reseña (y que prospera en las páginas periodísticas, los suplementos culturales, las revistas, en sus formatos convencionales y digitales) nunca estará a la altura del cuento, la novela, el ensayo, el poema, pero puede perseguir una semejanza con ellos, al menos desde la conciencia del lenguaje. De modo que tiene un temperamento escritural, a espaldas, pero no en pugna, del alcance mediático que brindan las nuevas tecnologías, que privilegian la imagen y la oralidad. Le queda bien huir de lo trivial, porque debe reconocerlo y nombrarlo como la más desabrida impostura, sobre todo cuando se ha impuesto como una moda.

Busca entonces hablarle a una comunidad lectora a través de la escritura y no a espectadores que aguardan un comentario en voz alta proveniente de una pantalla. Dice Ricardo Piglia que, en ocasiones, “el lenguaje es ya una forma de vida”. La crítica literaria no puede perder nunca de vista esta manera de relacionarse con los libros, con cada uno de ellos, sin descartar —con las implicaciones de un mandamiento— a aquellos que más valdría no haber encontrado. Porque, como apunté en un principio, se trata de establecer un gusto, que suele nadar a contracorriente de la popularidad.

A ”cómo leer” una pieza literaria, o tan solo una pieza que quiere ganarse ese adjetivo, le sigue obligadamente cómo escribir una reseña. Quizás, escuchando el consejo de Nabokov, confiando “en la erección repentina de su vello dorsal”, es decir, traduciendo —¿interpretando?— la emoción inicial que provocó la lectura: embeleso, temblor, rechazo incondicional. Quizás, aunque no deje de alentar suspicacias, invocando a la historia literaria, una historia de sorpresas y vueltas de tuerca que más tarde conforman una tradición. O al modo de un cuadro impresionista, articulando trazos fugaces. O dejándose tocar únicamente por la originalidad estructural y argumental. O arriesgando una escritura que tenga el empeño de la creación literaria. O todo a la vez… o nada. Pues se engaña quien prometa una guía de actuación. Nunca, eso sí —con las implicaciones de un mandamiento—, andarse por las ramas del academicismo.

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¿Por qué no un libro, o dos o tres, que pasee por su tiempo como lo hacen Los diarios de Emilio Renzi? Hablo de una obra fragmentaria, inacabada, cuyas partes ofrezcan la ilusión de ser transitorias, siempre en proceso de gestación, en la que confluyan el apunte marginal, la crónica de las horas, la tertulia en compañía o a distancia, las indiscreciones, el diario personal, nuestros amigos y contemporáneos, los sueños y la cerveza, la opinión que parecería una nota al pie, los viejos amores y los que se pierden entre la multitud, todo, aun lo deseado, como manifestaciones de la crítica literaria.

AQ

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