El ingobernable corazón de José Alfredo Jiménez

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Ediciones La Rana publicó recientemente Cuando te hablen de amor y de ilusiones. El mundo y la lírica de José Alfredo Jiménez, de Paloma Jiménez Gálvez. Con autorización de su autor, publicamos el prólogo a esta “historia de una devoción”.

José Alfredo Jiménez escribió alrededor de 300 canciones. (Arte digital: Luis M. Morales)
Juan Villoro
Ciudad de México /

Insuperable explorador del sentimentalismo, José Alfredo Jiménez descifró nuestros más íntimos anhelos y descalabros. En sus canciones, México pudo verse en el espejo. El rencor, el despecho, la nostalgia adolorida, el revanchismo, la idolatría romántica, la posesión machista, el generoso desprendimiento, la desaforada necesidad de querer, ¡las chingadas ganas de llorar a gusto!, no han tenido entre nosotros intérprete más profundo.

José Alfredo alcanzó tal altura que hizo innecesario su apellido. Su nombre de pila se asocia en forma indeleble con el campo que salió de la Revolución para descubrir que no hay batalla más dura que el amor; las cantinas donde el tequila estimula la elocuencia sin aliviar las penas; la insospechada reserva de ternura y melancolía que habita a quienes pretenden ser bravíos. Filósofo popular, retrató la paradoja esencial del mexicano que aspira a la fiereza, pero se quiebra ante unos ojos displicentes. No es casual que muchas de sus canciones sean diálogos con el misterioso acompañante que llevamos en el pecho, el ingobernable corazón.

A estas alturas de su leyenda, José Alfredo ya solo puede ser visto desde la predestinación. El destino trazó su vida como un guión para la “Época de Oro” del cine mexicano. Nació en 1926, en Dolores Hidalgo, cuna de la Independencia. Tenía once años cuando la muerte de su padre obligó a la familia a cerrar la farmacia de la que vivían para buscar suerte en la capital. Curtido en dificultades, fue mesero en el restaurante La Sirena de la colonia Santa María la Ribera y portero suplente del equipo Marte, cuyo titular era nada menos que Antonio “La Tota” Carbajal, único mexicano que ha disputado cinco copas del mundo. Posible ídolo del deporte, el cantante eligió las aventuras de la noche.

Su trayectoria fue idéntica a la de miles de personas que se desplazaban del campo a las ciudades. Entre ellas estaban los mariachis que llegaron al Distrito Federal armados de guitarras, violines y tololoches. Esa dotación instrumental requería de un complemento para destacar en un sitio donde rugían los motores y los automovilistas tocaban vorazmente el claxon. En la metrópoli, los mariachis se armaron de trompetas. La canción ranchera se consolidó como una peculiar mezcla de los ensambles de cuerdas surgidos en Cocula, Jalisco, y la música de vientos que le aportó la gran ciudad.

José Alfredo tuvo un pie en ambos mundos. Pasó su infancia bajo el sol de Dolores Hidalgo y conoció los ritos de iniciación de la adolescencia en la capital. Conservó el recuerdo del campo del origen y mitigó su añoranza en un jardín rectangular, la cancha de futbol, hasta que descubrió un escenario donde la magia colindaba con la perdición. En el laberinto nocturno de la Ciudad de México, abrió la puerta que conducía al enrarecido paraíso de una cantina.

En los años cuarenta, la cultura rural lucía mejor en el cine que en la realidad. Quienes emigraron a las ciudades añoraban las puestas de sol rasguñadas por los sembradíos de magueyes. Esa nostalgia coincidió con los nuevos gustos de la población urbana, que compensaba los excesos de la modernidad idealizando la pureza agraria, ese espacio donde no existen dobleces y la pasión es verdadera, la Milpa Ideal que nos pertenece sin haberla conocido, el “nosotros” que solo concede el sentimiento. Un público que jamás había montado a caballo ni deseaba prescindir de la luz eléctrica admiró el imaginario edén perdido, el México pueblerino que fracasó como realidad para triunfar como mitología.

El propio José Alfredo trasvasó con destreza sus experiencias urbanas en símbolos campiranos. Paloma Jiménez, hija del compositor, cuenta la historia detrás de “El caballo blanco”. La célebre canción describe una travesía de Guadalajara a Tijuana que hubiera matado al más afanoso de los corceles. La historia real ocurrió a bordo de un Chevrolet blanco con el que el compositor hizo una gira inolvidable. Según informa Juan Álvarez Coral en su libro Compositores mexicanos, “José Alfredo empeñó el coche en Los Mochis para pagar hospedaje y alimentación en el Hotel Santanita. Empezaron a trabajar en el Valle del Yaqui, reunió dinero suficiente y envió a Benjamín Rábago Lozano (el noble jinete), inseparable amigo, por el automóvil blanco con el que llegaron a Ensenada, Baja California, y regresaron felizmente a ciudad de México”. Maestro de la transfiguración, el compositor hacía que la vida moderna adquiera la condición atemporal del mito.

De 1910 a 1920, la Revolución desplegó una épica que posteriormente se convertiría en iconografía. La cinematografía y la canción ranchera crearon la nostalgia de lo que nunca había ocurrido. La alianza entre el terruño idílico y la modernidad se consolidó gracias a una nueva industria: la radiodifusión. En 1948, José Alfredo dispuso de un micrófono para oficiar como evangelista del amor atormentado en la estación XEX.

Aunque murió en 1973, a los 47 años, el genio de Dolores dejó alrededor de 300 canciones. Paloma Jiménez advierte que sólo 50 de ellas mencionan “la borrachera, la parranda y las bebidas alcohólicas”. De cualquier forma, esa porción de su obra habría bastado para considerarlo como uno de los cuatro grandes de la composición popular en México, junto a Agustín Lara, Armando Manzanero y Juan Gabriel. Carlos Monsiváis escribió acerca del ambiente etílico, estímulo real o imaginario del artista: “El escenario fundador (el primer latifundio espiritual) de José Alfredo es la Cantina de los orígenes, distante y próxima de la realidad cantinera. Se trata, sin equívocos, de un confesionario donde el penitente se desgañita y el confesor le hace segunda”.

No hay letra de José Alfredo que no se convierta en refrán. Cuando el director de cine Billy Wilder vio Hamlet por primera vez exclamó con ironía: “¡Está llena de citas!” Lo mismo sucede con las canciones del pensador de Dolores. No podemos oírlas por primera vez porque ya forman parte del ADN nacional. ¿Quién, que haya sufrido lo suyo, no reconoce estas palabras?: “Yo sé bien que estoy afuera/ pero el día en que yo me muera/ sé que tendrás que llorar… Al sentirme un poquito tomado/ pensando en tus labios me puse a cantar… La vida no vale nada/ no vale nada la vida… Me cansé de rogarle/ me cansé de pedirle que yo sin ella/ de pena muero… Yo sentí que mi vida se perdía/ en un abismo profundo y negro como mi suerte… Amanecí otra vez entre tus brazos… Y me querías decir no sé qué cosa/ pero callé tu boca con mis besos… Te vas porque yo quiero que te vayas… Si encuentras un amor que te comprenda/ y sientas que te quiere más que nadie/ entonces yo daré la media vuelta/ y me iré con el sol cuando muera la tarde… Estoy en el rincón de una cantina… Que me sirvan de una vez pa’ todo el año… Tómate esta botella conmigo… Quiero ver a qué sabe tu olvido… Se me acabó la fuerza de mi mano izquierda/ voy a dejarte el mundo para ti solita… Qué bonita es la venganza/ cuando Dios nos la concede… Si te acuerdas de mí no me menciones/ porque vas a sentir amor del bueno/ Y si quieren saber de mi pasado/ es preciso decir una mentira/ di que vienes de allá/ de un mundo raro… Para de hoy en adelante/ el amor no me interesa… Ojalá que te vaya bonito… Porque estás que te vas y te vas y te vas y te vas y te vas y te vas/ y no te has ido…”. Ante esta radiografía del sentimiento dan ganas de pedir derechos de autor. ¿Cómo no sentir que hemos escrito eso con nuestras penas?

La conexión (mejor: la simbiosis) entre el compositor y su público convirtió a sus canciones en mecanismos para consagrar intérpretes.

Su repertorio fue idóneo para charros cantores como Jorge Negrete y Pedro Infante y para cantantes más recientes, como Alejandro Fernández o Luis Miguel. Además, ofreció notables oportunidades a las mujeres desafiantes, de Lucha Reyes a Lola Beltrán, pasando por Chavela Vargas y Lucha Villa.

A diferencia de Lara, inexplicable sin la poesía modernista, José Alfredo no se apoyó en lecturas para perfeccionar un peculiar género literario: la autobiografía ajena. Cantaba lo que la gente sentía al oírlo. En su ensayo “José Alfredo Jiménez: ‘Les diré que llegué de un mundo raro’ ”, escrito para el Cancionero completo del compositor, Monsiváis supo decir a este respecto: “poesía popular es el acervo de frases con las cuales uno queda bien consigo mismo”.

Paloma Jiménez se ha servido de otra frase indeleble de José Alfredo para titular este libro: Cuando te hablen de amor y de ilusiones. La autora ofrece una semblanza de su padre que combina la cercanía del trato familiar con el distanciado análisis del especialista. El foco central de su trabajo son las letras de las canciones. En su condición de filóloga y crítica literaria, compara la vasta producción de su padre con la de otros poetas de la tradición popular y de la “alta cultura”.

Su principal mérito consiste en explorar las honduras de lo que creemos comprender de inmediato. La canción, y especialmente la ranchera, golpea al corazón sin miramientos. Al compás de las guitarras, condensamos lo ocurrido: la afrenta de la ingrata, el arrepentimiento del cobarde que no supo amar, el fingido desdén ante el abandono. Pero esas reacciones instantáneas tienen causas ocultas y resonancias muy complejas.

Para afianzar su identidad como Hijo del Pueblo, José Alfredo canta: “No sé escribir mi nombre/ yo no entiendo de letreros”. Escudado en su ignorancia, construye con eficacia la imagen de un hombre sin estudios pero cargado de experiencia, “un gallo muy jugado”, que tiene cosas duras que transmitir y no necesariamente quiere hacerlo. De pronto, humillado por el desamor, confiesa su peculiar sabiduría. De manera fascinante, oscila entre la entrega del que ama, el orgullo posesivo y la súplica del que teme perder lo más querido. En una misma canción, celebra que la amada sea besada por otros labios y proclama con vencida arrogancia: “te vas porque yo quiero que te vayas”. Al decir “yo soy tu dueño” sabemos, sin necesidad de consultar a Freud, que pronuncia una mentira. En el diván de José Alfredo, se produce un singular cortocircuito entre la razón y la emoción; lo que el cantante afirma no es lo mismo que dice. Con frecuencia, la voz cantante se postula como indómita y afrentosa ante la batalla del amor, pero, como escribe con acierto Paloma Jiménez, el guerrero “entra en la batalla sin escudo, sin espada y a pie”. Sucumbe ante los ojos decisivos y tiene “el valor de no negarlo”. En José Alfredo, el sufrimiento, el abandono y el rechazo se convierten en la nobleza de quien sabe admitirlos.

Desgarrado, el amante parece resignarse: “Que te den lo que no pude darte”, pero, siempre complejo, añade con recelo: “Aunque yo te haya dado de todo”. Las pasiones son contradictorias.

Paloma Jiménez dedica especial atención a la letra de “El rey”, que en modo alguno es una canción triunfal. La hija del compositor señala que lo decisivo en la pieza es el lugar psicológico desde el que es cantada: “yo sé bien que estoy afuera”. El supuesto monarca se dirige a alguien que llorará su muerte. Derrocado por un amor no correspondido, no dispone de más reino que el despecho. Y, sin embargo, en un intenso performance del patetismo, proclama: “pero sigo siendo el rey”. Esta elocuente confusión se traslada de la música a quienes la escuchan; en la confesional segunda voz, unos se desgañitan para sentirse monarcas y otros, resignados, abdican al trono que nunca fue suyo.

El inventario que Ovidio levantó en El arte de amar y Remedios de amor aparece sin disminución en Cuando te hablen de amor y de ilusiones, cancionero con reflexiones de meritoria erudición.

El poeta, novelista e investigador colombiano Darío Jaramillo Agudelo dedicó un libro imprescindible a la relación entre las letras y la música: Poesía en la canción popular latinoamericana. En su primera página, comenta acerca de las piezas que seleccionó para su análisis: “En estas canciones hay una poesía distinta de la poesía para leer en silencio. Con una estética y una retórica diferentes. Sí, hay una poesía para ver y hay una poesía para oír”. No se trata de que las letras de los corridos o los boleros se consideren equivalentes a la poesía de Octavio Paz o José Lezama Lima, sino de encontrar en ellas otra forma de la poesía, ajustada a la melodía y accesible a la inmediatez de la emoción. La oralidad reclama una respuesta distinta a la de la lectura. El juicio del oído es instantáneo, el del ojo tarda más y pasa por la reflexión.

Paloma Jiménez cita con fortuna a Roland Barthes para explicar la fugacidad de la poesía hecha para ser oída: la declaración amorosa es “un proferimiento, es decir una llamada que sólo tiene sentido en el momento en que se pronuncia ‘te quiero’ ”. Las canciones pueden tratar del pasado, pero siempre suceden en presente.

José Alfredo representa un ejemplo superior del valor de la intuición en el arte. Cuando el compositor Ernesto Lecuona conoció al legendario bolerista Sindo Garay, se sorprendió de que no pudiera leer las notas de la música que contribuía a revolucionar. Lo mismo se puede decir del creador de “Un mundo raro”, que no tocaba instrumento alguno y desconocía las partituras. Sin otra enseñanza que su cuerpo, José Alfredo componía silbando.

Cuando te hablen de amor y de ilusiones es la historia de una devoción. La autora rinde a su padre el tributo del cariño, pero también se sirve de un recurso que no siempre ejercemos ante un ser demasiado próximo: el entendimiento. A través de las letras de las canciones, descifra los claroscuros del compositor y traza sugerentes vínculos con autores de otras épocas y latitudes.

Los argentinos suelen decir que Carlos Gardel cada vez canta mejor. En la misma tesitura, Carlos Monsiváis comentó: “no hay cómo envejecer a José Alfredo”.

Siempre actual, el bardo de Dolores no deja de recibir el mayor homenaje que se concede a la música popular: somos nosotros quienes le cantamos.

Una nación que convierte la tragedia en sentimiento grita de pie:

Cuántas luces dejaste encendidas

Yo no sé cómo voy a apagarlas.

"El filósofo sabía silbar" es el título de este prólogo en el libro 'Cuando te hablen de amor y de ilusiones. El mundo y la lírica de José Alfredo Jiménez'.

AQ

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