Insomnios | Por Tedi López Mills

Columna | En el banquillo

"Recito un largo poema sobre la infelicidad de los sueños; me voy a dormir pensando en cómo fundar una vanguardia a partir de la paranoia y del encierro".

"A las cuatro de la mañana vislumbro el desastre". (Foto: cottonbro)
Tedi López Mills
Ciudad de México /

Se llama flujo de conciencia. O así lo llamo a las cuatro de la mañana cuando me paro de la cama, resuelta a apuntar mis primeras reflexiones. El procedimiento facilita la dispersión de los contenidos y le da cierto prestigio al desorden. Anoche leí a Alejandro Rossi. En su región de Swedenka “cada objeto del universo es igual a sí mismo” y nada ni nadie se reproducen. La luna es la luna, el gato es el gato, la barda es la barda.

Ocurre lo mismo con las situaciones: el plomero que en algún minuto exacto rompe la tubería en vez de arreglarla es el plomero que en algún minuto exacto rompe la tubería en vez de arreglarla. Me tranquiliza la falta de doblajes. Entre otras cosas, anula las interpretaciones y las teorías conspiratorias. El plomero deja que caigan los pedazos de tubería con un estruendo. Yo oigo el estruendo. Es la actualidad en mi coto cerrado. La del lunes me predispuso en su contra. Los prójimos atorados en una fila, el joven que jaloneaba a su perra y le decía: ya muévete, pinche Pupuchis, por favor muévete, el niño que volteó a verme cuando farfullé: por qué empuja tan feo a su pobre perra, ella qué culpa tiene, las gotas de saliva como una constelación pequeña en el aire más próximo a mi boca: ¿cuál fue el orden de los factores o qué sucedió antes del huevo y de la gallina?

Yo no quise estar en ninguna coyuntura. Soy sólo súbdita, aunque no sepa de quién. En la página 60 de mi libro de fábulas para defenderse del futuro, se recomiendan estrategias muy simples. Una es hablar de cosas agradables y contar anécdotas. Intento hacerlo durante la cena. Resumo una novela acerca del éxtasis y el vicio de la compasión; recito un largo poema sobre la infelicidad de los sueños; rememoro episodios selectos de mi niñez. Me voy a dormir pensando en cómo fundar una vanguardia a partir de la paranoia y del encierro.

A las cuatro de la mañana recuerdo el volante que alguien metió debajo de mi puerta: “Fumigaciones exprés. Deshágase de los bichos desagradables que arruinan la paz hogareña”. Hay pececillos de plata en las ranuras de la madera. A veces también aparecen en el lavabo o en el canasto de las toallas. Supongo que debería exterminarlos. Un amigo me aclara que se trata de un caso de suma gravedad: se comerán tus libros, tus fotos, hasta tu ropa.

Vislumbro el desastre. ¿Por dónde empiezo? Las pocas historias que he leído no son versiones semejantes de los mismos hechos. Lo cual perturba a una aprendiz insegura como yo. Las películas, en cambio, ofrecen tramas precisas acerca del contagio. Comienza con un descuido; luego se multiplica por un exceso de confianza. Los técnicos se encargan de ofrecer lineamientos. Pienso en voz alta. El significado de “hogar” no es el mismo que hace tres semanas. Está la mosca de siempre que zumba y se golpea contra los vidrios; están la luz, las sombras, las sillas, la tele. La criatura gris y felina bosteza desde su rincón. Le digo que venga. Cierro los puños y espero.

SVS

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