Juan García Ponce o el escritor absoluto en cuanto quería abarcar todos los aspectos de las relaciones humanas, aquellas que se establecen mediante el sentir y el razonar o el corazón y el cerebro, era ante todo un ensayista que novelizaba.
Con aspecto de muchacho gitano que no cambió mucho a través de los años, como si la parálisis que sufría y que lo ataba a la silla de ruedas y a la máquina de escribir le permitiera establecer una obra monumental por número de títulos, que es muy numerosa, igual a la de su ambición de ser un emperador y a veces un dictador de los sentimientos de sus amigos y algunos más.
Desde las obras de teatro El canto de los grillos y La feria distante, hasta Crónica de la intervención, su fervor novelístico lo arrojó a un vendaval convertido en río de las relaciones humanas más tensas y oscuras o luminosas pero siempre regidas por una tensión que hallaba en lo narrativo una manera de crear personajes que se distinguían por no ser cualesquiera y que comunicaban una especie de electricidad nueva al personajerío universal, el de sus maestros adorados como dioses primarios y secundarios que le habían inducido también a ocuparse de los pintores y que originaban la sospecha de que él había inventado a algunos de los pintores de los que escribía con una sabiduría que convertía en abstracción poderosa toda la imaginería de sus artistas favoritos.
Lo visitábamos sabiendo que había que prestarse a una cierta ritualización de lo común de la vida en su combate con lo deseable de la vida, y que desde su carro alado (que es como le llamaba yo a su silla de ruedas) y los fantasmas ardientes de su deseo, que era fuerte porque no se sometía a la parálisis del cuerpo, creaba su obra. Lo encontrábamos siempre dispuesto a la más alta tensión del pensamiento que en él era carnalizador en personajes muy suyos y muy de nadie. Todos sus personajes, incluidos los de las mujeres, eran manifestaciones de ese deseo establecido como lo más importante de la vida íntima y del mundo exterior. Leer sus ensayos que obedecían a su misma ritualización de la pintura, como creadora de figuras y espacios, era lo mismo con sus novelas, largas e intensas según él mismo decía: “La vida misma es un climaterio de tensiones entre los humanos, y es labor tan necesaria como gratuita del novelista hacer que esas tensiones sean personajes, tan tangibles como figuras creadas por un Dios que no tiene nombre y que se confunde con lo que la gente llama ‘la vida misma’ ”.
Así, en su carro alado, frío en la descripción como ardoroso en la narración de pocos hechos visibles pero de mil matices para el lector paciente y asiduo, originó una obra literaria sorprendente para quien tenía cautiva toda su corporalidad. Ahora Juan García Ponce es más que nada alguien que vive libre y volátil en el pensamiento de sus amigos, de los cuales hay que resignarse a ser en la memoria y en la lectura. J. G. P., como lo llamábamos porque él detestaba ser limitado a un nombre y unos apellidos, era, antes que nada, un pensamiento vivo en un cuerpo ya desde antes muerto. Eso y la simpatía que lo hacía irresistible para todas las mujeres del mundo. Nadie tuvo más amigas bellas que él.