Jenaro y Concha: el tipógrafo y la costurera

La mar en medio

El autor recuerda el día que sus padres se conocieron y el breve romance que siguió al matrimonio civil, porque el padre no creía en Dios y no quiso protagonizar una puesta en escena religiosa sólo para complacer a la familia de la novia.

Familia De la Colina-Gurría. (Archivo de José de la Colina)
José de la Colina
Ciudad de México /

Tú no dices esta boca es mía, no sueltas palabra, casi no respiras, solo observas el momento, ese momento de los muy primeros años treinta, y hace pocos meses o quizá un año o un poco más que en España ha empezado a gobernar la Segunda República que al nacer en 1931 fue llamada “la Niña Bonita”, y es verano y es la ciudad de Santander y son las nueve de la noche pero perdura un claro y caluroso crepúsculo, y allí vas... No, tú no eres quien va allí. Es tu padre, Jenaro de la Colina, que no lleva puesto el mono tipográfico y azul de los días de semana, es decir su overol de cajista y prensista, sino un traje blanco limpio y bien planchado, una corbata vistosa y un sombrero carrete ladeado sobre la cabeza, sombreándole la parte superior del rostro guapo y viril, y se diría que es un señorito de los del Club Marítimo, pero no: es un obrero joven y soltero en día de asueto, tiene merecidos esos lujos de fin de semana, como el de vestirse a lo señorito, o de Inglesito, como lo llaman sus hermanos, y él ( no tú que aún deberás esperar acaso un par de años para nacer, sino tu padre que aún ni sospecha siquiera que va a serlo) camina bajo las enramadas de los altos jardines de Piquío que dominan la bahía santanderina, subiendo alegremente el paseo en cuesta hacia el mirador de El Sardinero, donde habrá verbena popular, y oye una voz a su espalda, llamándolo, Eh, Colina, y se vuelve y allí viene tras él, intentando alcanzarlo, Trujillo, un mecánico de automóviles, socialista de los de Pablo Iglesias, masón y vegetariano (Masón pase —suele decirle Jenaro, burlándose amistosamente—, pero masón y vegetariano ya es mucha chaladura para ciudad tan pequeña como Santander), y este Trujillo igualmente viene sin el mono de trabajo, con un traje marrón claro, no tan vestido de señorito como Jenaro, aunque también con ganas de verbena, y van subiendo los dos mirando hacia la bahía, hacia el sereno, silencioso, duradero estallido final del sol en el paisaje marino, observados calladamente por tí, que estás y no estás allí, en esa tarde, en ese año, y piensas que los dos amigos en ese momento no tienen aún treinta años (¿no es curioso que veas a tu padre más joven que tú, que tienes ya sesenta?), es como fueran inmortales, aunque solo se tratara de una inmortalidad momentánea, y quisieras decirles que cómo es posible, pero no te atreves, no dices esta boca es mía, no hablas, casi no respiras, únicamente los ves y los oyes, ahora Trujillo va hablando animado de un celo proselitista, pues desde hace un tiempo está empeñado en hacer masón a Jenaro, y éste le dice: “Quita allá, ¿es que me ves poniéndome yo a hacer esas pamemas de cuartos oscuros y calaveras?”, y Trujillo le arguye que todos, o si no todos la mayoría de los grandes hombres, son masones, que él tiene referencias dignas de crédito de que el gran don Benito Pérez Galdós era masón grado no sé cuántos, pero: “La verdad, Trujillo —dice Jenaro—, es que según tú va a resultar masón hasta el mismísimo Cristo”, y así van hablando mientras pronto habrá de insinuarse de verdad la noche en el horizonte, y cuando Trujillo y Jenaro lleguen a El Sardinero (ahora descríbanos, aunque sea someramente, una popular estampa idílica) ya florecerán farolillos encendidos en la verbena, habrá una pequeña orquesta con organillo que tocará música en un templete improvisado, y quioscos de churros y pasteles y refrescos, y parejas que danzan, y muchachas sentadas que esperan que muchachos que están de pie, un poco lejos, formando grupos de solo hombres, echándoles ráfagas de mirada, las inviten a bailar, y los muchachos las miran, tratan de adivinarles en el rostro si aceptarán salir a bailar, se dan consejos y codazos, es decir: “Míralos cómo zascandilean” —le dice Lines a su hermana Concha (que por supuesto tampoco sospecha siquiera que será tu madre), y otra chica amiga de ellas comenta moviendo un abanico: “Son tan sosainas los pobres, pero eso sí, mañana en el aperitivo con los amigotes en el bar dirán que nos han dejado a todas atolondradas y con telele por ellos, pero mírales allí de pasmarotes”. Ahora el organillo ha empezado a tocar “El Caballero de Gracia de La Gran Vía” (“Caballero de gracia me llaman, y efectivamente soy así, pues sabido es que a mí me conoce, por mis amoríos, todo Madrid”) y Jenaro, acaso porque Trujillo le ha dicho, por ejemplo, “Mira la rubiales aquella, es guapa ¿eh?, ¿la sacas a bailar tú o lo hago yo?”, ha respondido: “Pues yo”, y avanza entre las parejas que han salido a bailar, se acerca a Lines, le dice: “Hola rubia, perdona, no sé cómo te llamas, ¿quieres bailar conmigo?”, pero a Lines, aun con lo desparpajada que es y con las ganas de bailar que le hormiguean en los pies, la intimida que Jenaro, a quien conoce de vista, sea guapo, que parezca un señorito y se le sepa anarquista, y dice: “No, chico, perdona, de verdad, pero es que yo espero a mi novio”, y en esto miente, que aunque ella es atractiva y muy cortejada no se ha decidido a tomar novio, es casi una niña, y entonces Jenaro, quizá sintiéndose un poco un personaje de zarzuela, le dice a Concha: “¿Y tú, ojos de morita, saldrás a bailar conmigo?”, y Concha lo mira tímidamente con sus grandes ojos, dice: “Bueno”, con voz apagada y rostro serio, y comienzan a bailar los dos, Concha muy bien, que siempre ha sentido la música, y Jenaro menos que pasable, que la música nunca se le ha dado, y ahora tú recuerdas que en realidad a tu padre solo le habrás oído cantar, es decir desentonar, tres canciones: Ramona, Se oye el rugir del vendaval y frecuentemente aquello de “Que un honrado cajista que gana cuatro pesetas”, de La verbena de la paloma, que seguramente le gustaba solo porque Julián, el protagonista, es también obrero y es tipógrafo y es cajista... y de carácter muy pronto a dispararse, por más señas, pues, dice, “también la gente del pueblo tiene su corazoncito y lágrimas en los ojos y celos mal reprimidos”.

Míralos. Ellos bailan en ese anochecer de verbena y bailarán algunas piezas más esa noche en que Jenaro empezará de verdad a aprender a bailar aunque nunca llegue a ser un bailarín siquiera mediano, y tú los contemplas con la mirada del narrador omnisciente (género de mirada que según los actuales teóricos de la literatura es cosa obsoleta y tramposa) y te preguntas cuándo está ocurriendo esto: ¿en el año 31 o el 32 o el 33?

(Aquí, cambio de escenografía.)

Unas semanas después Jenaro, que ha estado viéndose con Concha de manera un tanto informal, a la salida de ella del taller de costura donde trabaja, decide que hay que formalizar las cosas, pues piensa que en estos asuntos, como en todos, los obreros serios y responsables de su condición y de sus deberes y derechos deben ser más formales que los burgueses, si es que éstos en verdad lo son, y se presentará en casa de Concha y hablará con el padre de ella, del que ya sabe que además de duro de oído es difícil de convencer. Por su parte, el señor Gurría, aunque, en lo estrictamente personal, contra el pretendiente de la hija no tenga nada, pues sabe ya que Jenaro, hombre de trabajo y de responsabilidad, hombre ni de borrachera ni de deudas, honrado cajista que gana más de cuatro pesetas, y, en fin, de carácter serio, en principio sería un aceptable partido para Concha, sabe también, por otro lado, que este buen muchacho, por lo que se sabe en Santander, es de esos que proclaman que Ni Dios ni Amo, como se dice que dicen los anarquistas, y que ya ha estado más de una vez preso por andar organizando huelgas y que es hombre, si no violento propiamente dicho, sí de genio muy pronto y alzado. Y Jenaro procura estar tranquilo mientras habla con el viejo Gurría, puede decirse que, si ya está con la galerna temperamental, solo ha de ser por dentro, y apenas si le saltan ligeramente en las mejillas los músculos de las quijadas cuando dice: “Mire usted, señor Gurría, tengo que aclararle a usted que no soy anarquista ni tiro bombas, que además no todos los anarquistas ni mucho menos andan tirando bombas por ahí como quien reparte bombones, yo soy sindicalista, pertenezco a una organización laboral, la Ceneté, de la que habrá oído usted hablar, nosotros estamos por la unión y la organización de los trabajadores y la reivindicación de sus derechos, y tampoco soy comecuras ni asaltante de conventos, es verdad que no voy a misa y que no creo en Dios, no he entrado en esta casa para engañarlo a usted, pero yo tengo respeto por todas las creencias, soy partidario de que cada uno piense y crea lo que quiera, con tal de que no obligue a los demás a creerlo también, y tengo por lema lo que dijo Voltaire: No estoy de acuerdo con lo que dices, pero defenderé con la vida tu derecho a decirlo, y puedo garantizarle que si me caso con su hija, ella puede seguir creyendo en Dios e ir a misa si eso quiere..., aunque esto yo, para hablar con la verdad, preferiría que no, pero será cuestión de ella, se lo garantizo a usted”. El viejo Gurría, a quien el discurso de Jenaro, una tirada sincera, grave y con la petulancia del joven autodidacta orgulloso de ser su propio maestro, lo ha dejado admirado, pero también un poco receloso, pues ¿no ha llegado el mozo hasta a llamar gran hombre al demonio ése de Voltér?, ha guardado cabizbajo un largo silencio, se está preguntando a sí mismo si llamar a doña Leonor, su mujer, y pedirle la botella de anís del Mono y un par de copas para proponer al pretendiente de Concha tomar las copas de la paz, esto lo piensa muy seriamente pero también vacilante, y es que, aparte de que podría parecer que tal ofrecimiento del anís sea también el prematuro ofrecimiento de la mano de la hija, hay además el problema de que, pues Jenaro ha declarado que no es bebedor más allá de una copa, a lo mejor lo ha dicho con intención, porque podría sospechar, o saber ya, que el viejo Gurría hace unos años era un borracho cotidiano, y que en sus galernas de vino podía ocurrir que se pusiera violento con su mujer, hasta el punto en que los hijos debieron decirle un día que no iban a consentir más que maltratara a su madre y que, o paraba de beber, o se marchaban ellos de casa llevándose a la madre, de modo que el viejo Gurría dejó enteramente de emborracharse pero no se priva de echarse de cuando en cuando al coleto, y si la ocasión lo merece, una copita de anís, que no es licor de borrachos, es una bebida puede decirse que casera, amable, de buenas costumbres, hasta blanca es, no de color rojo oscuro, morado o hasta negro como el vino peleón, y por lo demás un solo trago no es juerga, hasta estomacal resulta, hasta hay médicos muy serios que lo recomiendan. Pero el problema principal que ve el viejo Gurría en este asunto es que, como Concha medrosamente le ha dicho ya, Jenaro no piensa transigir en eso de la iglesia, es decir que se casarán en matrimonio civil. (Y ya eso es más que bastante —dice Jenaro dentro de Jenaro—, que si yo hubiera de ser absolutamente consecuente con mis ideas, tampoco pasaría por el matrimonio civil, pues para mí viene a ser lo mismo pedir la autorización al cura para tener esposa que pedirla al Estado para tener compañera). Y finalmente, tras despedir a Jenaro prometiéndole pensar el asunto, el viejo Gurría, que es cabeza de familia de ocho hijos, sin contar siete que murieron a poco de nacer (pues la época corrige con tal cruel mortalidad la pródiga natalidad de la clase obrera), esa misma noche reúne a sus descendientes varones, a los mayores, y los deja asombrados haciendo lo que ellos nunca hubieran ni soñado que hiciese: plantearles sus dudas, consultarlos, pedirles su opinión, y ellos, entre los cuales Ramón, el menor, ya lleva amistad con Jenaro, dan las mejores referencias del honrado cajista que gana más de cuatro pesetas, y la tarde que éste vuelve a la casa de los Gurría el viejo le da la copita de anís y le otorga la mano de la hija.

ÁSS

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