I. Borges y lo que no se agota
Los lectores de Jorge Luis Borges nos hemos acostumbrado a una imagen bibliófila de su persona: el joven vanguardista, el maduro escritor y, sobre todo, el célebre anciano que hablaba continuamente —en sus textos, en entrevistas, con sus amigos— de lecturas. Cultivó muchas imágenes: el hombre de letras, el criollista-cosmopolita, el antiperonista, el venerado conferenciante, el entrevistado provocador, el sabio ciego y más, pero a ninguna le fue más fiel que a la del lector. “Que otros se jacten de las páginas que han escrito;/ a mí me enorgullecen las que he leído”, dice famosamente en “Un lector”, parte de Elogio de la sombra, de 1969 (vol. 2, 394). Y también reflexiona: “Soy los contados libros, los contados/ Grabados por el tiempo fatigados;/ Soy el que envidia a los que ya se han muerto./ Más raro es ser el hombre que entrelaza/ Palabras en un cuarto de una casa”, en el menos conocido “Yo”, incluido en La rosa profunda, de 1975 (vol. 3, 79). Ambos poemas dan cuenta de que leer para Borges era un acto más común que escribir, y tal vez más ligado a la identidad personal. Es sobre todo en la lectura entonces donde Borges encontraba y le daba un sentido a su existencia, como dice en “Mis libros”, de La rosa profunda (1975):
Mis libros (que no saben que yo existo)
Son tan parte de mí como este rostro
De sienes grises y de grises ojos
Que vanamente busco en los cristales
Y que recorro con la mano cóncava.
No sin alguna lógica amargura
Pienso que las palabras esenciales
Que me expresan están en esas hojas
Que no saben quién soy, no en las que he escrito.
Mejor así. Las voces de los muertos
Me dirán para siempre (vol. 3, 110).
Es preciso no olvidar que sus trabajos más duraderos fueron en bibliotecas, primero, entre 1938 y 1946, en la humilde Miguel Cané del barrio de Boedo en la ciudad de Buenos Aires donde escribiera sus primeros relatos, y luego ya como director de la Biblioteca Nacional entre 1955 y 1973, ubicada en la calle México donde ahora funciona el Centro de Estudios y Documentación Jorge Luis Borges*. ¿Qué sentía aquel que se figuraba la biblioteca como paraíso en los libros? La mejor respuesta está en “Nota sobre (hacia) Bernard Shaw”, de Otras inquisiciones (1952):
[U]n libro es más que una estructura verbal o que una serie de estructuras verbales; es el diálogo que entabla con su lector y la entonación que impone a su voz y las cambiantes y durables imágenes que deja en su memoria… La literatura no es agotable, por la suficiente y simple razón de que un solo libro no lo es. El libro no es un ente incomunicado: es una relación, es un eje de innumerables relaciones. Una literatura difiere de otra, ulterior o anterior, menos por el texto que por la manera de ser leída: si me fuera otorgado leer cualquier página actual —ésta, por ejemplo— como la leerán en el año dos mil, yo sabría cómo será la literatura del año dos mil (vol. 2, 125; el subrayado es mío).
En el maravilloso Borges: libros y lecturas (2010, 2017), Laura Alvarez y Germán Rosato descubrieron al Borges de la marginalia, aquel que anotaba libros minuciosa y prolijamente. Antes de dejar su cargo de director de la Biblioteca Nacional, donó a la institución sus casi mil libros, recuperados recientemente luego de 30 años de habitar el olvido. Ese volumen revela así ese “diálogo” inagotable que Borges emprendía con cada uno de los textos que leía. Y en el prólogo a la colección que iniciara para Hyspamérica de cien obras de lectura imprescindible, su propia Biblioteca Personal, sostiene: “A lo largo del tiempo, nuestra memoria va formando una biblioteca dispar, hecha de libros o de páginas, cuya lectura fue una dicha para nosotros y que nos gustaría compartir” (vol. 4, 450). Completó sesenta y cuatro prefacios, escrituras sobre lecturas que le trajeron la felicidad de la imaginación.
II. Benjamin y el círculo mágico
Para volver al ensayo de Walter Benjamin, “Desempaco mi biblioteca. Un discurso sobre coleccionar”, hay que recordar que cuando el filósofo alemán huye de su país de origen, la mitad de su biblioteca se queda en Berlín; la otra mitad (casi 500 kilos) va a París. Al escapar a la frontera entre España y Francia, esos libros son confiscados por la Gestapo, decomisados por el Ejército Rojo y llevados a Moscú para finalmente regresar a Alemania en 1957.
En este ensayo fechado hacia 1930, Benjamin, frente a sus pilas de libros, nos invita a pensar contra las ideas convencionales de las bibliotecas que asumen el ordenamiento por secciones y la noción de la “utilidad” de los libros. Como buen marxista, habla de la tensión dialéctica que hay entre el orden y el desorden de la biblioteca. Acto seguido, explica la relación entre el coleccionista y el coleccionar y dice que es peculiar porque es una relación de propiedad sobre algo que parece no tener valor utilitario, un pronunciamiento por demás sugerente.
Hay una especie de encantamiento en el proceso de “encerrar cada libro en el círculo mágico” que vamos formando lentamente al adquirir libros, afirma. ¿A qué le prestamos atención cuando realizamos esa operación? Al periodo, a la región, a la artesanía del libro, ¿quizás al dueño anterior? Son maneras de catalogar, claro, pero también inicios, primeros acercamientos. Habent sua fata libelli: los libros encuentran su destino. Benjamin da luego una curiosa y hasta divertida definición de los escritores: serían aquella gente que escribe libros no porque sean pobres, sino porque están insatisfechos con aquellos libros que podrían comprar, sí, pero que no son de su gusto.
¿Cómo se adquieren los libros, según él? 1. Escribiéndolos; 2. Tomándolos prestados y no devolviéndolos; 3. Comprándolos (y aquí ni el dinero ni el conocimiento son suficientes); o 4. Heredándolos. Indica que la propiedad y la posesión pertenecen a la esfera táctica en este sentido. Luego habla de su búsqueda de libros en librerías de antiguo y en subastas y rememora cómo su colección lo lleva de viaje a través de las ciudades que visitó para buscar tal o cual volumen. Y, en un momento, detiene la enfebrecida carrera: “ahora pongo mis manos sobre dos volúmenes encuadernados con tapas descoloridas que, estrictamente hablando, no deberían estar en un cajón de libros: dos álbumes con cromos que mi madre había pegado de niña y que yo he heredado. Son las semillas de una colección de libros para niños que siguen creciendo aun hoy, aunque ya no en mi jardín”. Por eso había dicho que la pasión del coleccionista “limita con el caos de los recuerdos”; es decir, nos constituye como sujetos. La posesión, dice Benjamin, es la relación más íntima que puede tenerse con un objeto como un libro. “No es que los libros viven en los coleccionistas, sino que son los coleccionistas los que viven en los libros”.
III. El mensaje y nuestros destinos
La biblioteca fue para Borges sinónimo de aprendizaje y de felicidad, y sobre todo de lectura. No es casualidad que, como ya se comentó, en sus obras completas hallemos un volumen entero con una serie de prólogos que nos dan la pauta de sus agradecimientos y sus felicidades al visitar tal o cual página de una obra o autor determinado. No es casualidad que en uno de sus versos más celebrados equipare un edificio lleno de libros con el paraíso. Pero tampoco es casualidad que en “La biblioteca de Babel” se compare aquel edificio con el universo y que el narrador diga: “Quizá me engañen la vejez y el temor, pero sospecho que la especie humana —la única— está por extinguirse y que la Biblioteca perdurará: iluminada, solitaria, infinita, perfectamente armada de volúmenes preciosos, inútil, incorruptible, secreta” (vol. 1, 470).
Benjamin, en tanto, señala que “solo en su extinción es comprendido el coleccionista” y cita la enigmática frase de Hegel, “el búho de Minerva solo levanta vuelo en el crepúsculo”—la lechuza de Minerva, diosa de la sabiduría y el entendimiento, trae su mensaje a los mortales cuando el día ha terminado, simbolizando que los eventos históricos y las causas que llevaron a ellos únicamente se vuelven transparentes al final.
Pienso en Benjamin y en Borges, rodeados por sus miles de libros y por su época, pienso en nosotros, rodeados por la pandemia y por nuestros libros y me pregunto cuándo vendrá la lechuza, aunque traiga un mensaje que seguramente no entenderé. En este tiempo, pero también en cualquier tiempo, puedo imaginarme pocos destinos más inquietantes, desafiantes y trascendentes para todos como el de la Biblioteca que perdura más allá de nosotros.
* En 'El escritor en su paraíso: treinta grandes autores que fueron bibliotecarios' (2014), Ángel Esteban se ha ocupado de los escritores famosos que trabajaron en bibliotecas.
AQ