Ahora que ha muerto José de la Colina, vuelvo a uno de sus libros, tan breve como mayúsculo: Muertes ejemplares (Secretaría de Cultura de Puebla/ Colibrí, 2010). Curioso título… con obvias reminiscencias cervantinas: no es la vida —sus vericuetos, elecciones, sinsabores— la que vale la pena ser contada sino aquellos momentos que anteceden al oscuro total. Como tantas veces, en sus libros o presidiendo una tertulia, De la Colina se muestra como un narrador en estado puro, a la caza de sus historias y las de los otros. No es un libro original; es un libro adonde fueron a dar algunos relatos, consecuentes con la muerte, de otros libros. Qué importa. En sus páginas atestiguan lo mismo Teseo y un nigromante de Bizancio que Marilyn Monroe o Edgar Allan Poe fantasmal y reposado en alcohol… y un rosario de epitafios buenos para la cura de la solemnidad.
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Muertes ejemplares me conduce a su vez a otros libros gobernados por “la virtud de aparición”, como José de la Colina llamaba a la reunión de figuras fantasmales, sueños, ensoñaciones, conversaciones al margen, paseos, seres reales, cartas familiares, bromas secretas… que concurrían y terminaban por dar forma y consistencia s sus cuentos: Tren de historias, Álbum de Lilith y Entonces. Ahí, en esas sumas magníficas, el arte de Sherezada encuentra no solo un cauce por donde circula refinada y alegremente sino una expresión que domina el fluir del tiempo.
De entre las muchísimas virtudes que exhiben esos cuentos siempre me maravilló la capacidad para cubrir épocas y personajes variopintos, y aun sin semejanza entre ellos, en un solo libro. Por unos momentos nos hallamos a bordo del expreso transeuropeo viajando hacia Berlín desde París y al poco rato ya estamos en un café de chinos en la esquina de Isabel la Católica y República del Salvador para contemplar a una mesera-princesa que es “como un cuchillo como una flor como una rosa amarilla como absolutamente nada en el mundo”.
ÁSS